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FLORA Y FAUNA

Jimmy Carter y la persistencia del pino Matusalén

Jimmy Carter y la persistencia del pino Matusalén
Jimmy Carter y la persistencia del pino Matusalén

James Earl Carter Jr. nació en Plains, una aldea de Georgia (EE UU) que casi parece el decorado de un western, el 1 de octubre de 1924. Téngase en cuenta esto: cuando el pequeño Jimmy llegó al mundo, aún no se había producido la Gran Depresión, la primera guerra mundial acababa de terminar, la mayor parte de las casas del pueblo de Plains no tenían teléfono ni agua corriente agua corriente (la de los Carter no los tenía), no se había inventado la televisión y lo más importante para lo que nos interesa: en el sur profundo de EE UU, 59 años después de la abolición de la esclavitud, la segregación racial era absoluta. Total, sin discusiones ni excepciones. Negros y blancos eran mundos separados. En Plains, la mayoría de la población era negra. Así se les llamaba. A nadie se le habría ocurrido usar el término “afroamericano”, que no existía, y mucho menos “afrodescendiente”. Eran negros y punto.

Jimmy fue el mayor de los cuatro hijos de James Earl Carter, un potentado rural que cultivaba -naturalmente- algodón pero también cacahuetes, y de su esposa, Bessie Lillian Gordy, que había sido enfermera pero que se ocupaba de la casa. Cambiando un poco el vestuario, la familia Carter no era esencialmente distinta de los O’Hara o de los Hamilton, los protagonistas de la película “Lo que el viento se llevó” (Tara, hoy Jonesboro, estaba a unos 170 kilómetros al norte de Plains). Los Carter no tenían esclavos porque estaba prohibido, pero James, el “patriarca”, trataba a sus empleados negros con “respeto y justicia”. O eso dice su hijo.

Jimmy fue un niño bondadoso, alegre, inteligente, muy aficionado a la lectura (eso se lo inculcó su madre), tímido, sincero creyente de su confesión bautista y con no poca imaginación. Es decir, un niño como tantos vástagos de las familias “bien” del ya reconstruido Sur, pero tenía un defecto: no le gustaba nada lo de la segregación racial. Pensaba que los blancos y los negros debían tener los mismos derechos y las mismas oportunidades. Esto, naturalmente, no se lo decía a nadie: su padre le habría dado una paliza y se habría quedado sin amigos. Lógico: en aquellos tiempos había en EE UU alrededor de cuatro millones de miembros del Ku Klux Klan, que había sido fundado justo después de la guerra de Secesión, en 1865. Pero lo cierto es que Jimmy, medio a escondidas, se pasaba la vida en las casas de los negros, comía con ellos y sus mejores amigos (con los que no podía andar por la calle) eran negros de su edad.

Otro defecto: tenía iniciativa, ideas propias. Esto era un problema porque se daba por sentado que el primogénito de los hacendados se ocuparía de las tierras y los cultivos de la familia, casi por herencia; no había gran cosa que discutir. Pero Jimmy se empeñó en ingresar en la Marina. Su padre, muy a su pesar, movió los hilos que había que mover: era necesario que un senador o congresista avalase la petición para entrar en la prestigiosa Academia Naval de Annapolis, que era como el West Point de la Marina. Pero West Point estaba ahí mismo, en Georgia, al lado de casa, mientras que Annapolis estaba en Maryland, en aquel norte frío lleno de yanquis abolicionistas y de negros libres. Era un peligro.

Quizá por eso las gestiones de James Carter (padre) se retrasaron lo bastante como para que el joven Jimmy, impaciente después de terminar en el instituto, decidiese matricularse en la universidad de Georgia, que estaba también al lado de casa. Estudió Ciencias en el Instituto de Tecnología, él, que parecía que iba para poeta. Se licenció en 1946, después de la guerra mundial. Pero tres años antes había logrado por fin ingresar en Annapolis: se graduó como teniente también en 1946, sin destacar demasiado. No peleó en la segunda guerra mundial. Estudió física nuclear, tecnología de reactores y se hizo casi un experto en submarinos nucleares, que entonces eran una absoluta novedad. Parecía esperarle un prometedor futuro como oficial de la Armada, pero todo se fue al garete cuando su padre murió en 1953 y Jimmy tuvo que dejarlo todo para ponerse al frente de la plantación familiar, como estaba mandado y decidido. Para él fue un disgusto. Al teniente Jimmy Carter, los cacahuetes le interesaban más bien poco.

Truncada su carrera militar, y bastante harto de los cacahuetes, Jimmy decidió probar suerte en la política. Primero en la local, como era comprensible, y en el Partido Demócrata. El ambiente era muy espeso. En cada condado, el “sheriff” seguía siendo la ley, dijeran lo que dijesen los jueces, y había fraudes y corruptelas por todas partes. A pesar de eso, Jimmy logró ser elegido senador de Georgia (el Senado local, desde luego) en 1961, a los 36 años. Caía moderadamente bien a la gente. Estuvo dos mandatos y renunció a presentarse una tercera vez porque aspiraba al puesto del gobernador del Estado. Eso fue en 1966. Perdió. Volvió a Plains a ocuparse de los cacahuetes, qué remedio.

Pero al segundo intento, en 1970, logró ser elegido. Esto es importante porque Jimmy Carter no tuvo el menor escrúpulo en mentir como un bellaco durante su campaña. No es que ocultase que estaba en contra de la segregación racial; es que lo negó de plano. Se manifestó a favor de los autobuses “separados por razas” y estuvo a punto de invitar al terrible George Wallace, gobernador de Alabama y uno de los racistas más feroces del país, a que le ayudase en su campaña. Ese fingimiento concluyó el mismo día en que tomó posesión como gobernador. En su discurso, vino a decir: Os he tomado el pelo. Ahora que me habéis elegido puedo deciros que, de segregación, nada de nada. “El tiempo de la discriminación en Georgia se ha terminado”, dijo; frase esta última que parafrasea otra de Abraham Lincoln al término de la guerra civil, más de un siglo antes. El primer resultado fue que la plantación familiar, la de los cacahuetes, casi se arruina. Los blancos hicieron el boicot a los Carter. Menos mal que los negros también comían cacahuetes…

A partir de ahí su carrera política despegó. Y ya sin mentiras. Trabajaba mano a mano con los demás de su equipo, hicieran lo que hiciesen. Se declaró un defensor a ultranza de los derechos civiles, cuya trascendental ley, creada por los hermanos Kennedy, había logrado salir adelante gracias a Lyndon Johnson (primer presidente sureño desde la guerra civil) en 1964. Se opuso siempre, sin excepciones ni transigencias, a la pena de muerte, y logró abolirla en Georgia. Hizo de la defensa de los derechos humanos el eje central de toda su actividad política. Así sería ya para siempre.

Intentó ser vicepresidente en 1972, con McGovern, pero corrían vientos contrarios y Richard Nixon le barrió. Pero cuando Jimmy, que ya tenía más de 50 años, decidió optar a la presidencia de la nación, en 1976, todo el mundo se lo dijo: casi nadie te conoce, salvo los cacahuetes de Georgia. No eres tan popular.

Por eso ganó. En 1976, el escándalo del Watergate y la vergonzante dimisión de Nixon, “Tricky Dicky”, Ricardito el Tramposito como le llamaba la gente, había hecho que la inmensa mayoría de los norteamericanos desconfiasen inmediatamente de los políticos “conocidos”. Y Carter no lo era. Carter venía de Georgia con aquella sonrisa llena de dientes y con unas ideas que se antojaban angelicales después de la cochambre que acababa de vivir el país. Hablaba de paz, de justicia, de derechos humanos, de medio ambiente, de fraternidad universal. Parecía un hippy con corbata. En enero de 1976, solo cuatro de cada cien votantes demócratas apostaban por él. Dos meses después eran las dos terceras partes de los votantes (de los dos partidos) los que miraban encandilados a aquel señor quizá algo ingenuo que parecía Jesucristo entrando en Jerusalén a lomos de la borriquilla. Y lo mejor de todo: se enfrentaba a Gerald Ford, la mano derecha de Nixon, el presidente “no elegido” que, además, había perdonado al golfo de su predecesor.

Ganó Carter, claro está, aunque no por la goleada de auguraban las encuestas: obtuvo algo más de la mitad de los votos, pero es que Ford apenas llegó al 48%. Aquel “outsider”, aquel catequista que rezaba varias veces al día pero que era capaz de conceder una entrevista al “Playboy” sin correr luego a confesarse, se convirtió en el 39º presidente de Estados Unidos. No se volvería a ver en la nación un fenómeno semejante (gana un candidato extraño que las maquinarias de los partidos no habían previsto) hasta Barack Obama.

Su presidencia fue irregular: enormes logros mezclados con algunos desastres. Fue el primer presidente en hablar en serio de energías renovables, de reducir la dependencia del país del petróleo extranjero y de aumentar la eficiencia energética, de proteger legalmente el medio ambiente, de forzar la aplicación de los derechos civiles en el sur. Tuvo más problemas con la economía (a pesar de crear ocho millones de empleos), porque no logró contener la inflación.

Fue el primer presidente de EE UU que presionó a “aliados” de otros países para que respetaran los derechos humanos; no para que los dejasen de respetar, que era la costumbre y que era lo que había hecho Nixon (no hay más que recordar Chile). Impulsó decisivamente los tratados del Canal de Panamá, que devolvían esa esencial vía de agua al país centroamericano. Estableció por fin relaciones diplomáticas con China, que todavía era comunista, lo cual concluía lo mejor de la presidencia de Nixon. Firmó con la URSS los tratados SALT II, que proseguían la reducción de armas nucleares. Se dejó la piel para que los líderes egipcio e israelí, Anuar el Sadat y Menájem Beguin, se diesen un abrazo histórico en Camp David y se reconociesen mutuamente, una de las poquísimas cosas que no han cambiado en Oriente Medio desde entonces.

Pero en 1979 los iraníes, azuzados por sus clérigos más integristas (su jefe era Jomeini) derribaron la corrupta monarquía del sha Reza Pahlevi e instauraron la teocracia más brutal y despiadada que había visto el mundo hasta entonces, incluida la Edad Media. Aquello recordaba a la película “El médico”, de Philipp Stölzi. Casi lo primero que hicieron las turbas vestidas de negro fue tomar al asalto la embajada de EE UU en Teherán y de capturar a medio centenar de rehenes, algo muy semejante a lo que hizo Hamas en Israel el 7 de octubre del año pasado. Carter no sabía cómo enfrentarse a un fanático como Jomeini, que no es que creyese en Dios; es que estaba convencido de que Dios era él. Cometió el error de hacer caso de sus asesores, muchos de los cuales estaban más fuera de sí que el propio presidente, y envió una expedición de helicópteros para rescatar a los secuestrados. Fue un desastre total y los sofisticados aparatos acabaron destrozados en el desierto. Jomeini liberó a los rehenes en 1981, el mismo día en que Jimmy Carter dejaba de ser presidente. Fue la amargura final a un mandato que sin duda merecía mejor recuerdo. Un dato algo teatral: absolutamente todos los protagonistas de aquel terrible episodio están hoy muertos… salvo él, Jimmy Carter.

Quizá por aquello, los estadounidenses habían dejado de escucharle. Jimmy Carter se convirtió en el primer presidente que no lograba la reelección desde 1932. Las elecciones de 1980 las ganó Ronald Reagan por un margen muy grande: Carter solo triunfó en seis estados. Dejó la Casa Blanca con más pena que gloria. Y eso es lo que recuerda, al final la historia.

Pero no se volvió a la plantación de cacahuetes. Ya no quería saber nada de cacahuetes. No tenía aún 60 años cuando se convirtió en expresidente… y decidió no parar quieto un segundo. Carter ha sido, sin duda, el expresidente más activo y más peleón de todos en el siglo XX, y también en el XXI. Él y su mujer, Rosalynn (se habían casado en 1946), fundaron el 1982 el Centro Carter, que hoy es el barómetro más prestigioso del mundo en lo que se refiere a derechos humanos, salud pública y resolución de conflictos. Unas elecciones avaladas por el Centro Carter son limpias y nadie lo pone en duda. Pero unas elecciones que el Centro Carter dice que han sido amañadas, es que tienen trampa, que es lo que acaba de pasar con las elecciones presidenciales de Venezuela, robadas por Maduro. En estos años, el Centro ha supervisado más de cien comicios en todo el mundo.

Jimmy Carter, que siempre se hizo llamar Jimmy y no James, se empeñó personalmente en la lucha contra enfermedades devastadoras como la dracunculosis, uno de los azotes de los países pobres. Y fue enviado por el gobierno de su país como mediador en conflictos que se produjeron en sitios tan dispares como Corea del Norte, Haití o Sudán. Y si el gobierno de Washington no le enviaba, eran los propios países los que le reclamaban, porque confiaban en él. Sabían de su confianza, de su experiencia y de su habilidad con el diálogo para resolver problemas.

Ha escrito muchos libros y no ha dejado de ocuparse de causas humanitarias desde entonces. En 2002 le dieron el premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos durante los que entonces eran casi ochenta años de tesón y de confianza en el buen fondo de las personas. Ha seguido casi hasta ahora mismo dando clases y catequesis en la iglesia bautista de Plains, donde nació.

Este es el hombre infatigable que acaba de cumplir cien años: ningún otro presidente de EE.UU. ha durado tanto. Su mujer murió el año pasado, a los 96, y ahí Carter comenzó un declive físico que hasta entonces parecía inexplicablemente contenido. Sus problemas de salud deberían mantenerle en un hospital, pero no quiere: rechaza los cuidados paliativos y espera morir en paz, para lo cual seguramente no faltará mucho. Pero espera que al menos le dé tiempo para votar por Kamala Harris.

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Matusalén es el nombre con que se conoce a un pino de una subespecie particularmente duradera (pinus longaeva) que hay en algún lugar de California. No se dice expresamente cuál porque siempre hay graciosos dispuestos a colgar un desastre en redes sociales. Pero es que este pino tiene, según la datación dendrocronológica, al menos 4.860 años. Está, eso sí, en el bosque nacional de Inyo, más o menos a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Es el árbol vivo (mejor fuera decir el ser vivo) más viejo de Estados Unidos.

¿Qué hace un pino de casi 5.000 años, que ya estaba ahí cuando se construyeron las pirámides de Egipto? ¿A qué se dedica? ¿Cuál es su función?

Pues hace lo que suelen hacer los demás pinos. Sujetar la tierra con sus raíces (enormes) para que no se la lleven la lluvia ni el viento. Proteger el bosque de la sequía. Dar sombra, aunque esto Matusalén lo hace ya menos porque la parte de su cuerpo que florece y que echa hojas es más bien reducida. Alojar a los pájaros y a las ardillas y a cualquier bicho que necesite cobijo, ahora que nadie parece saber cómo parar el precio de los alquileres. Persistir. Vivir. Eso es lo que hace.

Y recordarnos a todos, caramba, nuestra condición efímera, fungible y pasajera. Ponernos delante de los ojos la evidencia de que lo único verdaderamente importante es la paz, la felicidad, la serenidad, la sucesión tranquila de los días. Todo lo demás, salvo la vida en paz, son fuegos artificiales. Eso es lo que nos recuerda el pino Matusalén, al que solo le falta dar cacahuetes en vez de piñas para parecerse a Jimmy Carter.

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