José Luis Escrivá Belmonte nació en Albacete, en una familia de clase media, el 5 de diciembre de 1960. Su padre, Joaquín, llegó a ser presidente del Alba, el Albacete Balompié, a mediados de los años 50 del siglo pasado. Uno de sus tíos fue Carlos Belmonte, alcalde de Albacete durante el franquismo (solo cuatro años) y arquitecto que hoy da nombre al estadio del club.
José Luis se educó en el colegio público San Fernando, de la capital albaceteña, para el que solo tiene palabras de elogio: un centro en el que, además de los primeros números (para él siempre han sido mucho más importantes los números que las letras), le enseñaron, como él dice, a pensar, a investigar: el afán por saber.
A los 18 años se trasladó a Madrid. Que era inteligente es algo que nadie dudaba. Se licenció en Económicas por la Universidad Complutense con premio extraordinario. Esa es la primera piedra de un currículo de los de sudar frío, una trayectoria académica y profesional con la que apenas puede competir, ahora mismo, nadie que se siente en el Congreso de los Diputados.
Nunca le faltó trabajo. Hizo un posgrado en Análisis Económico en su universidad, la Complutense, y más tarde otro en Econometría. Este lo cursó en el Banco de España, entidad en la que ha desempeñado diferentes puestos, sobre todo en el Servicio de Estudios. Pronto dio el salto a Europa. Con solo 33 años fue nombrado asesor del Instituto Monetario Europeo (eso fue en 1993) y algo más tarde, tras la creación de la Unión Monetaria, le hicieron jefe de la División de Política Monetaria del Banco Central Europeo, en Frankfurt. Ocupó ese puesto entre 1999 y 2004.
En esos años tuvo problemas “domésticos”. Entre 1992 y 2003 fue vicepresidente de una empresa inmobiliaria, Courbasa, de carácter familiar. Las cosas no fueron bien. Hacienda reclamó pagos del IVA y el propio Escrivá fue sentenciado a pagar 87.500 euros. Quedó claro que él no tenía gran cosa que ver con todo aquello: vivía fuera de España y lo único que ponía era su nombre. Pero el escándalo de Courbasa es el único baldón de Escrivá en su trayectoria profesional muy brillante.
En 2004 se pasó al BBVA para hacer un trabajo parecido al que hacía en el Banco de España: primero fue economista-jefe y director del Servicio de Estudios; a partir de 2010, ejerció el puesto de director gerente del Área de Finanzas Públicas. Justo después, entre 2012 y 2014, fue director para las Américas del Banco Internacional de Pagos de Basilea.
Hay que señalar algo significativo: José Luis Escrivá no milita en ningún partido político. Es un profesional con fama de ortodoxo y hasta de conservador. Quizá por eso, y por su sólida trayectoria como analista económico, el gobierno de Mariano Rajoy le nombró, en febrero de 2014, primer director de la recién creada Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), entidad cuyo trabajo consiste en fiscalizar las cuentas públicas. Casi a la vez, entre 2015 y 2019, Escrivá fue el presidente de la Red de Instituciones Fiscales Independientes de la Unión Europea (EUIFIS), con sede en Bratislava.
Dejó la AIReF cuando, en febrero de 2020, Pedro Sánchez le llamó para que se hiciese cargo del nuevo Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Dijo que sí aunque era consciente de que no conocía a casi nadie en el equipo y que caía allí casi en paracaídas. Sánchez, que tiene devoción por las personas con un currículo académico y profesional cuatro veces mayor que el suyo, fue quien le presentó a la mayoría de sus compañeros del Gobierno en el mismo palacio de la Zarzuela, el día de la jura, mientras él mismo hacía bromas sobre lo justito que le quedaba el traje nuevo que se había comprado para el acto.
Como ministro le ha tocado lidiar con toros bravos: el ingreso mínimo vital, del que es firme partidario aunque su implantación sea hoy, a los ojos de una gran mayoría de los ciudadanos que lo necesitan, poco más que una ilusión o una fantasmagoría de la que muchos hablan, pero poquísimos han visto. Otro asunto ha sido el de las migraciones y los migrantes, donde las capacidades del ministro Escrivá como gestor brillaron notablemente en la reciente crisis de Afganistán.
Pero lo que ha hecho popular al ministro de Seguridad Social ha sido el asunto de las pensiones y de la edad de jubilación. Un librepensador como él, lector compulsivo aunque no se le conozcan devociones religiosas, sin duda conoce el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Muy aproximadamente eso es lo que él tiene que hacer con las pensiones: sacar de donde no hay para que los jubilados puedan cobrar. La solución que indica el sentido común es obvia: que los que trabajan trabajen más para que los que ya no lo hacen puedan seguir cobrando.
Pero cosa muy distinta es saberlo explicar. Escrivá, educado en entidades de dirección económica pero no en la brega política, se las ha visto y se las ha deseado para decir lo que quería decir sin que se le echase el país encima. Lo intentó. No lo consiguió. Dijo cosas contradictorias, como que estaba garantizado el poder adquisitivo de las pensiones y que para ello había que crear una “cultura” de que había que “trabajar más” hasta los 75 años. Los ciudadanos, que naturalmente no imaginan cómo se crea una cultura (ni de eso ni de nada), entendieron que el ministro pretendía retrasar la edad de la jubilación hasta esa edad, los 75.
¿Pretendía decir eso el ministro Escrivá? Pues es dificilísimo saberlo. Desde luego, no quería decirlo con esas palabras, pero esas fueron las que todo el mundo entendió, o supuso, o tradujo. Los primeros en alzar la voz fueron, lógicamente, los sindicatos, que pusieron al señor ministro cual chupa de dómine. Y después ya fue el guirigay. Escrivá pasó, en dos días, de ser el prestigioso economista al que todo el mundo reverenciaba a ser el tentebonete que se llevaba todos los palos de la feria. Esto, como es natural, ha sido aviesamente atizado por la parte “podemística” del propio Gobierno, que no da puntada sin hilo y vive en permanente campaña electoral.
Quizá el ministro haya aprendido –tarde– una lección para conducirse en política: lo importante no es lo que tú dices sino lo que la gente cree que ha entendido. Rara vez coinciden ambos conceptos.
La tortuga Jonathan
Jonathan es el nombre de una tortuga gigante macho de las Seychelles (Aldabrachelys gigantea hololissa) que nació en ese archipiélago en 1832. Medio siglo después, cuando era una jovenzuela de 50 años, fue trasladada a la isla británica de Santa Elena, en el Atlántico sur, famosa porque fue la última prisión de Napoleón Bonaparte. Allí vive Jonathan, en los jardines de la residencia del gobernador de la isla.
Es curioso que forme parte (honoraria, desde luego) del gobierno isleño. Su imagen aparece en algunas monedas locales y es, como quizá no podía ser de otro modo, un símbolo y el animal más querido por los habitantes del lugar, que son algo más de 4.000. Ha “colaborado” con bastantes decenas de gobernadores, aunque nadie sabe a ciencia cierta si Jonathan es laborista o conservador.
Es un animal herbívoro, como todas las de su especie; hoy está reconocida como el animal terrestre más anciano del planeta. Goza de una notable buena salud aunque ya ha cumplido los 189 años. Esto quiere decir que, según los planes atribuidos al ministro Escrivá, le quedarían no más allá de diez o doce para jubilarse. Caramba, pues enhorabuena.