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Keir Starmer y la seriedad del pardillo ártico

Keir Rodney Starmer nació en Southwark (sudeste de Londres, en la orilla sur del Támesis, a dos pasos de la Torre y del London

Keir Rodney Starmer nació en Southwark (sudeste de Londres, en la orilla sur del Támesis, a dos pasos de la Torre y del London Bridge) el 2 de septiembre de 1962. Es el segundo de los cuatro hijos que tuvieron Rodney Starmer, obrero dedicado a la fabricación de herramientas, y su esposa, Josephine, que era enfermera en la sanidad pública. No es verdad, como se ha dicho algunas veces, que Rodney fuese en realidad el dueño de la fábrica de herramientas; era un trabajador más. Tampoco es cierto que, al nacer Keir, el médico le dijese a su madre: “Señora, ha tenido usted un abogado”; al niño le vio serio pero no tanto. Era una familia de clase media-media que, en los tiempos duros del thatcherismo, cuando en el Reino Unido aquella mujer desató la ley de la selva, las pasó canutas para salir adelante, como muchos miles de familias más.
La relación del joven Keir con sus padres (ambos ya fallecidos) no fue fácil. Rodney era un hombre que trabajaba 14 horas diarias y tenía un carácter… complicado, por decirlo con mucha suavidad; padre e hijo estaban bastante distanciados. Josephine, la madre, padeció durante años la enfermedad de Still, una rara y muy dolorosa clase de artritis que le impedía caminar, mover los brazos y hasta hablar. Llegaron a amputarle una pierna y murió muy poco antes de que su hijo Keir fuese elegido miembro de la Cámara de los Comunes (diputado) por primera vez. Así que la infancia y la juventud de Keir fueron difíciles. La familia fue siempre progresista, votante del laborismo.
El joven Keir salió muy inteligente y con gran capacidad de trabajo, pero su primera característica es la seriedad. Fue siempre un chico serio, poco amigo de frivolidades. Serio, por decirlo de una vez. Circunspecto, a veces grave, serio, reflexivo, prudente, serio, mesurado, serio y –esto no lo habíamos mencionado aún– bastante serio, o por mejor decir muy serio. En resumen: en su carácter predomina la seriedad, es un tipo serio. Nunca fue la alegría de la huerta. Sus rivales dicen de él que es gris. Y añaden: serio. Cuando se ríe, las más de las veces uno no está seguro de si se está riendo o es que le aprietan mucho los zapatos.
Los padres hicieron un verdadero esfuerzo y matricularon a aquella verbena de niño en la Reigate Grammar School, en Surrey: una de las escuelas privadas más prestigiosas, caras y antiguas (siglo XVII) de Inglaterra, donde los alumnos (allí entran solo los mejores, los más brillantes) van vestidos con uniforme blanco y azul. Después, Keir optó –estaba escrito– por el Derecho, primero en la universidad de Leeds y luego nada menos que en Oxford. Así, el hijo del fabricante de herramientas se convirtió en un oxoniano, en un dark blue. Pura high class.
A los 25 años ya era “barrister”, un abogado de nivel superior en el sistema jurídico del Reino Unido. Poco después (en 1990) fundó, con otros letrados, la Doughty Street Chambers, hoy uno de los bufetes de más prestigio del país, especializado en asesoramiento sobre los derechos humanos. Eso era lo que más le interesaba. Starmer ha dedicado buena parte de su vida profesional a ayudar a quienes se enfrentan a injusticias, sobre todo las provocadas por la elefantiasis burocrática del Estado. Protagonizó el “caso McLibel”, un agotador litigio de dos ciudadanos contra la firma McDonald’s. También peleó en todos los grandes litigios del laborismo contra las medidas ultraliberales de Margaret Thatcher. Ayudó en Irlanda del Norte, donde la Policía (eran años muy duros) tendía a saltarse los derechos humanos con los detenidos. Ganó dinero, desde luego, y también prestigio: en 2002 le nombraron “consejero de la Reina”, honor reservado desde el siglo XVI a juristas de reconocido prestigio; y en 2008, durante el gobierno laborista de Gordon Brown, le hicieron director del Ministerio Público (DPP) y Jefe del Servicio de Fiscalía de la Corona para Inglaterra y Gales: en España lo llamamos Fiscal General del Estado. Hacía mucho tiempo que aquel chico tan serio había dejado de ser un cualquiera.
Empezó en política tardísimo, ya pasados los 50 años, cuando fue elegido miembro de la Cámara de los Comunes (diputado, diríamos aquí) por el distrito de Holborn and St. Pancras, en el centro de Londres. Su partido, naturalmente, era el laborista, dirigido entonces (en la oposición) por alguien con fama de radical: Jeremy Corbyn. Starmer no era ni mucho menos un radical; más bien comulgaba con aquello del “nuevo laborismo” de Tony Blair, pero había algo en lo que no transigía: estaba total y absolutamente en contra de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea (el célebre ‘Brexit’), asunto ante el que el líder del partido, Corbyn, seguramente por consejo de estrategas aficionados, mantenía una posición neutral… que acabaría con su carrera política. Starmer, al que todos reconocían como un peso pesado, formaba parte del “gobierno en la sombra” que siempre forma la oposición en el Reino Unido. Corbyn le hizo “ministro del Interior” (en la sombra, repetimos) y le encargó justamente que se ocupase del ‘Brexit’.
Por aquellos años (2014) la Reina le hizo caballero en atención a sus “servicios a la ley y a la justicia penal”. Ya era Sir Keir Starmer. Fue reelegido diputado en 2017 y en 2019. Y al año siguiente, 2020, ocurrió lo que todos sabían que iba a ocurrir: aquel señor tan serio presentó su candidatura para liderar en Partido Laborista. Tachó a Corbyn de antisemita. No es casual: Starmer, que alguna vez se declaró ateo, está casado con Victoria, hija de judíos, y los dos hijos de la pareja están siendo educados en la religión judía (y en el vegetarianismo), aunque sus padres no son personas religiosas.
El caso es que Corbyn cayó y el serio (¿hemos dicho ya que es un hombre serio?) Sir Keir Starmer, que en realidad había sido su mano derecha, se hizo con el liderazgo del Partido Laborista. Fue en 2020. Le apoyó más de la mitad de los militantes que se acercaron a votar, más de 275.000 británicos. ¿Qué era lo que tenía que hacer a partir de ese momento?
Es fácil: esperar. Ha subrayado su perfil izquierdista (quizá esto es más para la galería que para otra cosa); se ha declarado heredero ideológico tanto de Corbyn como de Blair, lo cual tiene su mérito, y sigue reclamando la celebración de un segundo referéndum sobre el ‘Brexit’. Pero lo que ha estado haciendo en estos años, fundamentalmente, es esperar. El Partido Conservador parece haberse vuelto loco. En los últimos 14 años, en que han gobernado, los tories han tenido cinco primeros ministros: David Cameron, Theresa May, el enloquecido y mentiroso Boris Johnson, la brevísima Liz Truss y, por último, el potentado Rishi Sunak, que ya poco podía hacer ante el deterioro de la situación económica del país y el tremendo hartazgo de los británicos, que consideraban a los líderes conservadores una panda de incompetentes que solo se preocupaban de pisarse mutuamente los callos para alojarse en el célebre nº 10 de Downing Street.
El laborismo está dividido entre los más radicales y los más moderados, pero eso lleva sucediendo casi desde los tiempos de Eduardo el Confesor y nada hay que acalle con más eficacia las voces discordantes que la certeza de una victoria próxima. Eso es lo que ha sucedido. El ‘premier’ conservador Sunak, que presume de ser más rico que el rey de Inglaterra, estaba harto ya de todo y convocó elecciones generales para el pasado 4 de julio.
Los laboristas de Sir Keir Starmer (hombre muy poco conocido fuera de su país, quizá por su seriedad) han obtenido una victoria de dimensiones colosales. Han más que doblado el número de sus diputados (de 202 a 412), han superado en más de 80 el número de escaños que necesitaban para la mayoría absoluta y han propinado a los conservadores su más terrible derrota en dos siglos. Ha sido algo así como aquello de “el último, que apague la luz”.
La crisis sigue ahí, y cada día peor. La división del país sigue ahí, con el Brexit, con Escocia (aunque los separatistas han bajado de 48 escaños a 9) y con el abismo entre pobres y ricos que inició Thatcher y que nadie ha podido parar. El cargo de primer ministro no es, ahora mismo, precisamente un regalo de cumpleaños. Como dijo Churchill en circunstancias aún peores (una guerra mundial), “no me lo dan porque crean en mí, me lo dan por venganza”.
Pero cuando apareció en la puerta del 10 de Downing Street tras jurar su cargo ante el Rey, Sir Keir Starmer sonrió ante la multitud de cámaras. Y esta vez no dio la sensación de que le apretaban los zapatos.

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El pardillo ártico (acanthis hornemanni) es un ave paseriforme de la familia de los fringílidos que vive en uno de los lugares más fríos del planeta: la tundra, donde no hay ni siquiera árboles y el subsuelo está permanentemente congelado. Este pariente de los gorriones (como todos los paseriformes, que son muchísimos) es de plumaje gris, negro, y blanco, lo cual le ayuda a camuflarse de los depredadores. Pero tiene en la frente una vistosa mancha roja, recuerdo quizá de su pasado revolucionario.
Vamos a ver, el pardillo ártico es un ave seria. Profundamente seria. También resistente e inteligente, pero sobre todo seria. Tiene el pico claramente más pequeño que la mayoría de los paseriformes, pero eso no le impide arrancar las semillas de abedul, aliso y brezo de las que se alimenta: esto nos lleva a la conclusión de que el pardillo es esencialmente vegetariano, cosa comprensible porque insectos, lo que se dice insectos, en la tundra hay pocos, como no sean en bolsas de Findus.
Quien esto escribe recuerda muy bien cómo oía cantar al pardillo ártico en el norte de Siberia; por el sonido de su voz, el pajarín debía de estar a no más de un metro o metro y medio de la ventana, pero era invisible: su camuflaje era perfecto y su canto, queda dicho, era un ejemplo de seriedad y comedimiento. Tuvo que echar a volar para que se supiese dónde estaba, y esto por una fugaz nubecilla de nieve espolvoreada que dejó tras de sí.
La característica más llamativa del pardillo ártico es que no emigra. ¿Por qué? Pues porque no quiere. No le da la gana. Casi todas las demás aves árticas viajan al sur cuando llegan los peores fríos, y le dicen: “Pardillo, pardillo, ¿por qué no vienes con nosotros? Aquí te vas a congelar, tan chiquitico como eres”. Pero el pardillo, severo y circunspecto (serio), dice que no; que se vayan ellos, que son unos desertores y que huyen de las dificultades, pero que él se queda a solucionar los problemas allí donde están.
Y eso es lo que hace. Cuando todos los demás escapan de las terribles heladas neoliberales del invierno ártico, el pardillo permanece en su sitio, sin el menor atisbo de miedo, hecho todo un primer ministro de la tundra. Oye, y tan feliz, ¿eh?

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