Manuel Castells Oliván nación en Hellín (Albacete) el 9 de febrero de 1942. Por curiosa coincidencia, sus padres eran ambos funcionarios de Hacienda. Esto explica que el niño se acostumbrase, desde que tiene memoria, a andar saltando de un sitio a otro, siempre en función de los destinos laborales de sus padres. Así la familia, después de Hellín, pasó sucesivamente por Albacete, Madrid, Cartagena, Valencia y Barcelona, donde el niño Manuel alcanzó el sosiego suficiente para terminar el Bachillerato. Esa sucesión de saltos quizá explica también que Castells no parezca tener apego alguno por el lugar en que nació, Hellín, y sí por la ciudad en que maduró y de la que procedía su familia: Barcelona. Y por muchas otras, aunque sean lejanas.
Hay una característica singularísima en la vida de Manuel Castells: nació superdotado, con una inteligencia muy superior a la media. Esto explica muchas cosas. La primera, su falta de miedo ante la incertidumbre vital o laboral, porque nunca le faltó trabajo y no teme a caerse. La segunda, su confesada “debilidad romántica por las causas perdidas”, como él mismo escribiría, lo cual le ha llevado a meterse en charcos de lo más variopinto. Y la tercera, su precocidad.
El relato de la formación académica de Manuel Castells no sirve para llenar un artículo en este periódico sino un tomo del Espasa. No hay nadie vivo en la política española que pueda compararse ni remotamente con el poder intelectual de este hombre. A los 16 años, aún en la edad del acné juvenil y de las hormonas encabritadas, Manuel Castells empezó a estudiar Derecho y Económicas –las dos cosas a la vez– en la Universidad de Barcelona. Interrumpió sus estudios porque, romántico y apasionado como ha sido siempre, se exilió para no soportar la dictadura de Franco. Tenía veinte años. Fue el primero de sus varios exilios. Se licenció en Derecho Público y Economía Política, y en Ciencias Sociales del Trabajo, por la Universidad de París. Allí mismo se doctoró en Sociología (es una autoridad mundial en este campo) en 1967, doctorado que repitió años más tarde en la Complutense de Madrid, y además es doctor de Estado en Letras y Ciencias Humanas por París, en la universidad René Descartes-Sorbona. Naturalmente, a los 24 años estaba dando clase en la universidad parisina. Fue el profesor más joven de ese venerable centro. Fue nada menos que Alain Touraine quien lo prohijó y dirigió su tesis doctoral. Ese es solo el principio de una carrera académica que no tiene parangón en la España de hoy.
Pero no hay brillantez humana que no tenga su justo castigo. Castells, que había tenido una hija –Nuria– con una novia que tuvo tiempo de echarse en la universidad parisina, fue despedido de La Sorbona porque en sus clases estaba Daniel Cohn-Bendit: era el mayo de 1968 y la Francia de De Gaulle estaba asustadísima con aquellos adoquines bajo los cuales estaba la playa. Castells, que estaba romántica y apasionadamente de acuerdo con aquella revolución tan poética y tan efímera, tuvo que re-exiliarse. Los franceses le deportaron a Suiza. Los suizos le pidieron cortésmente que se largase y se fue a Chile; más tarde a Brasil, de donde le volvieron a deportar. Esta vez fue a Quebec, en Canadá. Y por fin obtuvo plaza (no le costó demasiado esfuerzo) en la maravillosa universidad de Berkeley, San Francisco (EE UU). Allí se quedó Castells, como catedrático, desde 1979 hasta 2003, y por fin dejó de ser la reencarnación del baúl de la Piquer… o del sha Reza Pahlevi, que por aquellos años andaba también dando tumbos por el mundo sin que nadie le quisiese. Aunque los motivos eran distintos, desde luego.
Manuel Castells es uno de los sociólogos más importantes del mundo. Un sabio. Su monumental trilogía La era de la información, en la que estudia las transformaciones sociales y económicas ligadas a las nuevas tecnologías, está traducida a 20 idiomas y es una obra definitiva en ese terreno. Castells es doctor honoris causa por una decena y media de universidades de todo el mundo, entre ellas la de Cambridge, en el Reino Unido. Es premio Holberg y premio Balzan en Sociología. Es autor de 19 libros, muchos de los cuales se usan como referencia en numerosas universidades. En comparación con todo esto, su implicación científica en España parece cosa menor. No lo es en absoluto (fue profesor del hoy Felipe VI, por ejemplo), pero este texto se haría interminable si se detallase todo eso.
Y Manuel Castells es, además, un hipocondriaco con justificación. Tras casarse con Emma Kiselyova, otra científica de primer nivel a la que conoció en un viaje siberiano a la ya agonizante URSS, a Castells le diagnosticaron un cáncer de riñón. Lo venció. El cáncer volvió a aparecer. Lo volvió a vencer. Todo esto mientras escribía su obra más grande, La era de la información. El resultado es que el ilustre sabio tiene terror a las enfermedades y los contagios, sean de lo que sea.
En 2018 se produjo un curioso encuentro en California. Un tal Pedro Sánchez, que acababa de ser apeado de la secretaría general del PSOE por una de las habituales conspiraciones internas en ese partido, fue a ver a Castells, quizá en busca de cariño, quizá de consuelo o de consejos. El sabio cuenta aquel encuentro, paseando por la playa, con mucha ternura y no poca condescendencia. Tuvo claro que aquel político tan guaperas y tan amargado no se pensaba rendir, y él le animó a que resistiese: de nuevo el romántico y apasionado paladín de las causas perdidas. De aquella, Castells –genio y figura; era rojo como una amapola desde la adolescencia– ya había manifestado su simpatía y su proximidad por el movimiento del 15-M y por Podemos.
El resultado de aquel encuentro playero y californiano fue que en enero de 2020, justo antes de que se desatase la pandemia, el presidente Pedro Sánchez nombró a Manuel Castells ministro de Universidades. Castells, perplejo, dijo que sí, porque iba en la cuota de ministros que correspondía a Podemos en el gobierno de coalición. Pero, quizá por primera vez en su vida, al ilustre sociólogo empezó a fallarle el suelo bajo los pies.
De pronto estaba fuera de su hábitat natural, que era la universidad. De pronto no tenía que investigar ni que escribir ni que dirigir tesis, sino que debía encargarse de la gestión de un Ministerio que, encima, era nuevo, la mitad de otro que había antes. Era un territorio desconocido. Lo primero que hizo fue meterse en un avión y largarse diez días a California. ¿Dónde estaba el ministro? Pues no se sabía con certeza.
Y luego lo de la pandemia. Castells tenía pánico a los contagios. No aparecía en público. No convocaba ruedas de prensa y, si lo hacía, las cancelaba en el último momento. Si decía algo, era a través de la pantalla de ordenador. ¿Qué hacía? Pues quizá muchas cosas, pero había una que no hacía: decir en qué trabajaba, presumir, sonreír, vestir el muñeco como hacían todos los demás. En realidad estaba preparando una trascendental Ley de Universidades, pero la preparaba como estaba acostumbrado a hacerlo en su despacho de Berkeley: paso a paso, poco a poco y sin tocar la campana cada vez que terminaba un párrafo, que era lo que hacían todos los demás políticos, de concejal para arriba. Pero es que Castells no era (no es) un político, sino un profesor. Es decir, un pulpo en el garaje de la insensata, improvisada, tornadiza y voceona política española. Un cuerpo extraño. Alguien capaz de decir esto: “Yo no comunicaré, lo hará mi obra”, lo cual hacía que sus ayudantes se tirasen de los pelos, que Sánchez empezase a escuchar a quienes le repetían que se había equivocado y que los de Podemos… no hiciesen gran cosa, porque Castells estaba allí para que ellos pudiesen presumir de que el mayor sabio del gobierno era de los suyos. No les servía para demasiado más.
Manuel Castells Oliván se acaba de cansar del juego de las vanidades y ha dejado el gobierno. Tiene 79 años, dentro de nada 80. Está cansado y enfermo, o al menos teme muchísimo estarlo. Era el más ilustre de todos los ministros, pero también el menos político de todos los políticos, fueran del partido que fuesen. Le han llamado algo que no fue jamás: vago. Pero eso no tiene nada de extraño: la política española vive en buena medida de eso, del improperio, de la descalificación personal y del esperpento televisado. Deja inacabada la Ley de Universidades y confía en que su sucesor, Joan Subirats, otro ilustre profesor jubilado pero mucho más político que él, la concluya.
Este ha sido, pues, el último gran salto en la vida de Castells: dejar por su propia voluntad lo que tantos ambicionan (el poder, sea eso lo que sea) y regresar a sus libros, a sus investigaciones y a sus nietos.
El desaliento del lémur
El lémur de cola anillada (lémur catta) es un primate estrepsirrino (con perdón) de la familia de los lemúridos, que es endémica de la isla de Madagascar: el único lugar del planeta en que hay lémures, y son como 21 especies y 6 subespecies. Algunas son muy pequeñas y nocturnas. Otras, como este de cola anillada, diurnas y más grandes.
Es un animal casi perfecto. Desde que es una cría aprende a trasladares por los árboles en grandes y elegantes saltos, y nadie ha visto que ninguno se caiga jamás al suelo; baja si le da la gana, y está igual de cómodo en los frondosos árboles universitarios que en la pradera verde que recuerda al campus de Berkeley. Es ágil, decidido, inteligentísimo y con un punto de bondad. Vive en grupos no muy grandes, de treinta individuos como máximo. Tiene un gran sentido del olfato, está protegido por un pelaje extraordinariamente denso y dispone de visión nocturna. Come de todo, pero especialmente fruta y hojas. Se comunica extraordinariamente, con una gran variedad de vocalizaciones, gritos y sonidos diversos que abarcan las más distintas disciplinas.
Pero el lémur de cola anillada tiene un problema. A pesar de su adaptabilidad y de su versatilidad social, si le sacan de Madagascar lo pasa mal. No se halla, no es él, envejece deprisa, se pone enfermo, se desasosiega, se desalienta y le aqueja una creciente tristeza. Es cierto que hay ejemplares en muchos zoológicos y Ministerios, y que hacen allí lo que pueden y como pueden, pero por favor, mírenlos. ¿Es eso un animal sano, contento, feliz? No, no lo es. Solo sobrevive, temeroso. Siente una indecible nostalgia por sus campus de Madagascar. Y además engorda. El lémur cautivo, aunque tenga todas las comodidades, aunque su jaula sea de oro, aunque le engolosinen con la quimera de que es el más poderoso en su recinto cerrado, sueña con coger un día carrerilla, cruzar de un prodigioso salto el canal de Mozambique y volver a su territorio natural, a sus hojas y sus frutos y sus arácnidos comestibles, a sus estudios de sociología forestal y hacer, caramba, lo que le salga de los anillos de la cola, sin tener que dar explicaciones a nadie. Y menos que a nadie, a los pelmazos de su partido. Jolines.