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Pere Navarro y la pervivencia de la almeja de Islandia

Pere Navarro Olivella nació en Barcelona el 25 de mayo de 1952. Se sabe poco sobre su familia y orígenes. Sí está claro que salió “de ciencias”, que desde jovencito mostró un carácter apasionado y vehemente, que le encantan las motos

  • Pere Navarro y la pervivencia de la almeja de Islandia

Pere Navarro Olivella nació en Barcelona el 25 de mayo de 1952. Se sabe poco sobre su familia y orígenes. Sí está claro que salió “de ciencias”, que desde jovencito mostró un carácter apasionado y vehemente, que le encantan las motos, que siempre se movió (políticamente hablando) en las proximidades del PSC-PSOE y que ha sobrellevado con notable dignidad y comedimiento el hecho de que haya otro señor, también político socialista y también catalán, que se llama casi igual que él: Pere Navarro Morera. Esta coincidencia es la fuente de incontables y muy molestas confusiones. Diga lo que diga internet, Pere Navarro (nuestro protagonista de hoy) sí tiene carné de conducir, y lo tiene desde los 18 años, porque eso era uno de los “ritos de paso” hacia la edad adulta, como dice él; no tiene un padre independentista ni “esteladero”, ni su madre se llama Teresa, ni ha sido jamás en su vida alcalde de Tarrasa, ni es biólogo, etc. etc.

Pere Navarro estudió Ingeniería Industrial en la Escuela Superior de Barcelona, donde se licenció –brillantemente– en 1974, cuando el dictador Franco padeció aquella flebitis que resultó ser el principio del fin del régimen. Navarro tenía 22 años y era, ante todo, aplicado. Inmediatamente se sacó una diplomatura en Administración de Empresas y apenas dos años después (1977) ganó las oposiciones al cuerpo de Inspectores de Trabajo y Seguridad Social. ¿Era aquella la ilusión de su vida? Pronto se vería que no. Pero era un sueldo fijo. En la España de 1977, con la transición pendiente de un hilo, ya era funcionario, y eso era muy importante.

La Generalitat de Cataluña acababa de resucitar y hacía falta gente que arrimase el hombro. El jovencísimo Navarro, de apenas 25 años, fue nombrado delegado de la Consejería de Trabajo para Gerona. Hay que entender que en aquellos remotos tiempos el presidente de la institución era Josep Tarradellas, catalanista de ERC que defendía la armoniosa integración de Cataluña en España y que había nombrado un “gobierno de unidad”, término que, en política, se considera propio del castellano antiguo porque casi nadie lo ha vuelto a usar. El caso es que el consejero de Trabajo del govern de Tarradellas era Joan Codina, de UGT, y eso explica el nombramiento de Pere Navarro para su primer destino en Gerona. Que todavía se llamaba así. Lo de Girona vendría mucho más adelante.

No debió de hacerlo mal Navarro en la “delegación de Trabajo” porque estuvo allí cuatro años. En 1983, cuando España entera había vivido ya la primera y atronadora mayoría absoluta del PSOE, el gobernador civil de Barcelona, el también socialista Ferran Cardenal, llamó a Navarro para que fuese su jefe de gabinete. Sin duda se conocían porque ambos eran inspectores de Trabajo. El siguiente ascenso, este más llamativo, fue el nombramiento de Pere Navarro como gobernador civil de Gerona, en 1985. Las dos cosas seguían llamándose así: Gerona y el Gobierno Civil, que luego sería aguachinado hasta convertirlo en la “subdelegación del Gobierno” en el sitio que fuera.

Estuvo allí, en Gerona, once años, hasta 1996. Ahí empezó a notarse una característica llamativa de la vida política y profesional de Navarro: era un hombre dado a la pervivencia. Sus jefes, los ministros, los presidentes de lo que fuera, los alcaldes, iban cambiando, pero él no; se quedaba en su sitio haciendo su trabajo, como si fuese difícil encontrar a alguien que lo hiciese mejor. Seguramente era así.

Movido, sin embargo, por los oleajes de la política, de 1996 a 1999 Navarro volvió a sus orígenes: la Inspección de Trabajo, esta vez en la provincia de Barcelona. Pero en 1999 el alcalde de la capital catalana, Joan Clos, que también le conocía, le encargó un trabajo completamente distinto: arreglar el tráfico de la ciudad, que era un desastre casi desde la misma invención del automóvil. Navarro ocupó dos cargos parecidos en cinco años, hasta 2004. Pero lo más importante es que encontró, por así decir, el sentido de su vida: solucionar los problemas de la gente que se movía en coche de un sitio a otro.

En 2004, después de las matanzas yihadistas del 11-M y después de que el gobierno del PP cometiese pecado de suicidio –pecado mortal, no se olvide esto– tratando de engañar a los españoles sobre quiénes habían sido los autores de la masacre, Zapatero ganó las elecciones. Su primer gobierno se caracterizó, entre otras cosas, por una notoria renovación del “banquillo político” en todos los estratos de la Administración. Hubo muchas caras nuevas. Y una de ellas fue la de Pere Navarro, que había demostrado su valía en Barcelona con lo de los coches y que fue nombrado director general de Tráfico por el ministro del Interior, el juez leonés José Antonio Alonso, amigo personal de Zapatero desde la adolescencia; él mismo era otra de aquellas caras nuevas. Así que no es verdad que Navarro fuese nombrado responsable de la DGT en tiempos de Tito Flavio Vespasiano. Aunque muchos tengamos esa percepción porque lleva ahí “toda la vida”. Le nombraron en 2004. Después de Cristo.

Ahí llegó el gran momento del antiguo inspector de Trabajo. La seguridad en carretera era entonces, en España, un desastre de proporciones africanas. Los accidentes de tráfico estaban, cada año, entre las primeras causas de mortalidad en España. En 1989 (el peor año de la historia) se habían matado en accidente más de 6.000 personas. En el año 2000, la cifra apenas había variado: 5.776. En 2004, el año en que nombraron a Navarro, todavía eran 4.741. 

En 2012, cuando Navarro dejó (por primera vez) la DGT, el número de fallecidos en accidente había bajado a 1.479: menos de la tercera parte que cuando lo nombraron. La tasa de mortalidad por accidentes era de 3,7 muertos por cada 100.000 habitantes. La tasa europea era del 9,3.

La pregunta es evidente: ¿Cómo rayos lo hizo? ¿Cómo consiguió Pere Navarro que en el año 2012, con más de 27 millones de vehículos en España, se matase más o menos la misma cantidad de gente que en 1960, cuando estaba empezando a popularizarse el Seat 600?

La respuesta puede formularse también con pocas palabras: impidió que el conductor español siguiese haciendo lo que le salía de las… narices, que era su ancestral costumbre. Aumentó el número de agentes de tráfico, aunque no tanto como él quería. Hizo crecer exponencialmente la cuantía de las multas. Limitó la velocidad en las ciudades y en las vías interurbanas. Puso radares de diversos tipos hasta en los dormitorios de los conductores sospechosos. Cambió las tasas permitidas de alcoholemia hasta hacer peligroso “soplar” después de haber tomado un biberón. Implantó el célebre carné por puntos (que el Gobierno anterior, el de Aznar, ya había estado estudiando). Cambió las leyes y cambió muchas cosas más, largas de enumerar aquí, pero sobre todo cambió la mentalidad de los ciudadanos, habituados a la idea de que la carretera era para correr, no para llegar a un sitio. Son imposibles de olvidar los espeluznantes anuncios televisivos de la DGT en las épocas difíciles del año. Hizo que conducir (pero sobre todo conducir mal) fuese más caro, aunque desde luego muchísimo más seguro. Consecuencia nobilísima, más valiosa que una condecoración: sacó de sus casillas a los ultras de Forocoches, que siempre que hablan de él comienzan por acordarse (nada elogiosamente) de su madre. Y dicen que el impresionante descenso del número de accidentes se debe a que ahora se cuenta de otra manera. Que hay que ver, ¿eh?

Y, conforme a su propensión a la pervivencia, consiguió sobrenadar a tres ministros del Interior consecutivos: Alonso, Rubalcaba y Camacho Vizcaíno. Cuando el PP volvió al gobierno, en diciembre de 2011, el nuevo presidente, Mariano Rajoy, dijo públicamente que “no era una prioridad” reemplazar a Pere Navarro al frente de la DGT, que ya vería el nuevo ministro lo que hacía pero que su gestión “no había sido mala”. El ministro, Jorge Fernández Díaz, retrasó hasta febrero de 2012 la sustitución de Navarro por María Seguí. Lo nunca visto.

Ya fuera de su hábitat natural, Pere Navarro dedicó el tiempo a descansar de los medios de comunicación (le encantaban las broncas en las ruedas de prensa, era muy bueno en eso) y a trabajar en cosas más cómodas, como consejero de la Embajada de España en Rabat y consultor de seguridad vial en varias instituciones internacionales, entre ellas el Banco Mundial.

Pero en 2018 volvieron los socialistas al Gobierno y al nuevo ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, le faltó tiempo para recuperar al antiguo “mago Merlín” de la seguridad en carretera, que tenía ya más de 65 años y se hizo de rogar un poco. Bastante poco, la verdad sea dicha. Desde entonces ha seguido con su trabajo en el punto en que lo había dejado seis años antes: continuó reduciendo la siniestralidad, hizo frente a nuevas y peligrosas invenciones de la maldad humana (el patinete eléctrico, por ejemplo), creó o endureció nuevas sanciones para nuevas infracciones y todo continuó como había ido en su primer mandato.

Pero ni Pere Navarro ni el mismo San Francisco de Asís que volviese a pisar la tierra (y Navarro es mucho, mucho más bravo y pendenciero que el santo de Asís) están libres de esos periodos en los que la locura parece adueñarse de la ciudadanía toda: las campañas electorales. El re-director general de la DGT tuvo la ocurrencia de mencionar hace unos días, como de pasada, algo que se sabía desde hace más de un año y que entonces no provocó mayores aspavientos: que, por decisión de la Unión Europea, en 2024 comenzarían a implantarse peajes en las autovías. No en las españolas: en todas.

Buena la hizo. Como habría dicho el fallecido general José Antonio Sáenz de Santamaría, en campaña electoral hay cosas que no se deben hacer; si se hacen, no se deben decir; y si se dicen, hay que negarlas. Aquella vieja y conocida historia de los peajes era munición lobera en los trabucos del PP y podía hacer mucho daño a un PSOE cuyo líder había salido malbaratado del famoso debate. Se negó airadamente aquello de los peajes. Se repitió. Se volvió a negar. El propio Navarro tuvo que aparecer en público para explicar, cervantinamente, que la razón de la sinrazón que a su razón se hacía, de tal manera su razón enflaquecía que con razón se quejaba de la vuestra fermosura, señor presidente; es decir, para no explicar absolutamente nada porque aquello era cosa sabida y habrá peajes en las autovías el año que viene, gobierne quien gobierne.

Ahora solo falta por ver si, en el caso de que el PP vuelva a la Moncloa “cual torna la cigüeña al campanario”, que habría dicho Machado, el ya septuagenario Pere Navarro Olivella sigue en su puesto (todos saben que nadie lo hace mejor que él) o se va por fin a descansar, a cuidar de los nietos y a ver pasar los coches por la carretera de enfrente, ya sin preocupación ni mala sangre. Porque todo podría ser.

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La almeja de Islandia (arctica islandica) es un molusco bivalvo de la familia de las venéridas que habita en aguas boreales y que, por más que uno se fije, no se distingue especialmente de las demás almejas, sean del partido que sean; ni en su color, ni en su tamaño, ni en su sabor ni en nada. Quizá tiene un carácter algo más difícil y áspero que el de las almejas tropicales o mediterráneas, pero eso puede achacarse a la temperatura del agua en que nace y se cría, temperatura muy baja que no invita precisamente al buen humor.

La almeja de Islandia tiene, sin embargo, una característica sorprendente: tarda una barbaridad en morirse. No se sabe bien por qué, quizá también tenga algo que ver la temperatura del agua. Pero el caso es que la arctica islandica, como la dejen hacer en paz y tranquilidad su trabajo de almeja, es uno de los animales más longevos del mundo; más que las tortugas de las islas Galápagos, que ya es decir.

Hace algunos años, los científicos descubrieron un ejemplar al que calcularon, así, a ojo, unos cuatro siglos de edad. La sacaron del mar para comprobarlo y el resultado fue que la almeja, a la que llamaron Ming, se murió. Luego, contando los anillos de su concha (lo mismo que se hace con los árboles), descubrieron que Ming tenía exactamente 507 años. Es decir, que había sobrevivido al descubrimiento de América, a la Armada Invencible, a la revolución francesa, al descubrimiento de la electricidad, a las dos guerras mundiales, al Seat 600, a Aznar, a Zapatero y a Rajoy. Y estaba a puntito de sobrevivir a Sánchez (lo cual ya es inaudito) cuando aquellos tuercebotas, que seguramente no tenían ni carné de conducir por puntos, la sacaron del agua y la mataron. 

Un ejemplo admirable de perdurabilidad, el de la almejita de Islandia. Y de la torpeza de algunos que se creen muy listos.

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