Cuenta la anécdota que, en un grupo de personas en el que se encontraba Aristóteles, alguien comentó que existían pueblos que incineraban a los muertos ya que enterrarlos les habría parecido una atrocidad. En otros sitios, por el contrario, lo prescrito era la inhumación. La incineración, costumbre de bárbaros.
El inocente comentario trataba de poner en un compromiso a Aristóteles, cuya propuesta moral no es en absoluto relativista. Pero, ¿cómo no serlo, al comprobar que lo que se considera bueno o malo cambia radicalmente de una sociedad a otra? La respuesta del sabio fue inapelable. Para Aristóteles, ambos pueblos compartían el mismo mandato moral: a los muertos se les debe un final digno. Las discrepancias residen en concretar qué forma de proceder con los fallecidos es honrosa, pero el fondo ético es indiscutiblemente común.
Persona e individuo
No hace falta recurrir a la teoría de la ley natural para corroborar esto, con la antropología basta. Toda cultura presenta siempre una serie de imperativos éticos y sociales que son universales: no matar, no engañar, honrar a los padres y a los dioses, etc. ¿Por qué observamos, sin embargo, disparidades tan profundas entre una sociedad y otra? Algunas tienen que ver con las costumbres, pero casi todas las diferencias acaban apuntando al concepto de “persona”. “Persona” no es lo mismo que “individuo de la especie humana”.
Todo el mundo está de acuerdo en que un embrión es un individuo de la especie humana, en lo que no se coincide es en qué momento se convierte en persona
Una persona es alguien a quien se le reconoce miembro de una comunidad, digno y con una serie de derechos sociales y políticos. En la mayoría de culturas son pocos los individuos a los que se les otorga este estatus. En la Grecia de Aristóteles había esclavos, que por supuesto no podían votar, como no lo podían hacer las mujeres o los extranjeros. Un mexicano precolombino no podía matar a otro mexica sin quedar impune ante las leyes, las mismas que sancionaban y fomentaban los sacrificios humanos de individuos no mexicas, es decir, de individuos no considerados personas.
Un ejemplo actual. Todo el mundo está de acuerdo en que un embrión es un individuo de la especie humana, en lo que no se coincide es en qué momento se convierte en persona, sujeto de derechos y, por tanto, alguien con derecho a la vida. También habrá quien diga que un embrión no es siquiera un individuo, tan solo un conjunto de células. Lo cual es hasta divertido, dado que todos somos un conjunto de células, al igual que lo es una flor, o el maldito mosquito que me picó anoche.
El sistema democrático
Occidente es la civilización que más ha ampliado y protegido el concepto de persona, tras casi 2.500 años de filosofía, derecho, cristianismo y guerras. A través de todo esto hemos creado un sistema -la democracia constitucional- filosófica y jurídicamente muy bien armado, lleno de sutilezas, que consiguen que hayamos prosperado en casi todos los sentidos. En otros –bastante relevantes- hemos involucionado, pero ése ya es otro tema.
Uno de los problemas fundamentales que tenemos como sociedad es que solemos creer que nuestra civilización cae de la nada, por lo que no es necesario repensarla ni defenderla. Otro de los problemas consiste en creer que es un sistema que se basta a sí mismo, gracias a una serie de formalidades técnicas –el derecho, la elección de representantes, la separación de poderes, etc...- que pueden trasplantarse a cualquier sociedad, occidentalizándola a la carta. Esta idea es la que nos ha querido vender EEUU para justificar su geopolítica y sostener su industria armamentística.
Basta con echar un vistazo a Hispanoamérica y comprobar la falta de alfabetización, las grandes diferencias económicas, el racismo, la corrupción de las instituciones, etc...
La realidad que nos cuenta la historia y la experiencia es muy distinta. La democracia constitucional depende también del contexto económico y del ethos compartido, la moral que subyace a un grupo dado. No hace falta irse a Afganistán para comprobarlo, basta con echar un vistazo a Hispanoamérica y comprobar que la falta de alfabetización, las grandes diferencias económicas, el racismo, la corrupción de las instituciones, etc... bastan para que podamos decir que tienen de democracia constitucional lo que yo de monje dominico.
En todo caso, lo que importa no es ver la paja en ojo ajeno, sino tener la valentía de localizar las vigas locales. Propongo cuatro ejercicios. Primero, ser conscientes de todas aquellas cosas que han logrado que disfrutemos de la sociedad en la que vivimos, en lugar de renegar de ellas. Segundo, aprender lo mínimo necesario para entender qué es lo que mantiene vivo a nuestro sistema político y social. Tercero, dejarse de falsos relativismos y detectar qué líneas rojas no se deben cruzar. Por último, mirarse a uno mismo y comprobar si intentamos adquirir las virtudes que nos hacen mejores personas y mejores ciudadanos. Aristóteles no concebía que pudiera darse lo último sin lo primero, por algo sería.