Opinión

Alerta antifascista contra Trump de la prensa

Encarna la penúltima reacción de un imperio consciente de su declive frente a otras potencias emergentes

  • Portada de The New York Times

Aunque sean falsos, los mitos y los relatos son perfectamente funcionales para una sociedad. Los medios de comunicación, no ajenos a ésta, reúnen grandes incentivos para acomodarse a ellos a demanda de su audiencia. Hoy les voy a hablar de dos muy extendidos, especialmente desde que Donald Trump ganó las elecciones. Uno consiste en aceptar como cierto que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, vivimos en un orden internacional caracterizado por un derecho, unas organizaciones y unos tratados internacionales neutrales e inocentes, así como por una resolución pacífica de los conflictos de igual a igual. El otro, que Trump ha venido a romper con todo eso y a llevarnos de vuelta a 1933.

Para este último hay que tener en cuenta que, aunque el fascismo fue derrotado en 1945, los beneficios de acusar a alguien de fascista siguen siendo muy superiores a los costes, sin que sea necesario explicar lo que se entiende por tal: casi todos lo asociamos a un gran mal del pasado cercano, y eso es suficiente. Quizás a ello se deba que gran parte de la prensa lleve meses comparando a Trump con lo peor del siglo XX: lo difícil sería no hacerlo. Veamos dos ejemplos recientes en España, de la semana pasada.

En el caso de Estados Unidos, una vez que la globalización se ha llevado parte de la industria a lugares con menores costes laborales (como China o México), no es de extrañar que haya quienes busquen revertir el proceso. Además, Trump es un empresario que sabe cómo partir con ventaja en una negociación

El periodista y presentador Vicente Vallés publicó en el diario 20minutos un artículo titulado «El falangista Donald Trump». Partió de la premisa de que «elevar los aranceles a porcentajes inasumibles es propio de la economía autárquica impuesta por los falangistas que rodeaban a Franco en los inicios de la dictadura», y acusó al presidente estadounidense de ser «un digno sucesor». Dando por hecho que las democracias liberales van necesariamente unidas a la libre circulación de mercancías, Vallés olvida dos cosas: que los aranceles, elevados o no, son mucho más antiguos que el fascismo; y que los países más desarrollados del planeta, antes de predicar las bondades del libre comercio, adoptaron para industrializarse un fuerte proteccionismo económico y un adecuado impulso estatal —en palabras de Marcelo Gullo—. En el caso de Estados Unidos, una vez que la globalización se ha llevado parte de la industria a lugares con menores costes laborales (como China o México), no es de extrañar que haya quienes busquen revertir el proceso. Además, Trump es un empresario que sabe cómo partir con ventaja en una negociación, para lo cual utiliza los aranceles como un simple y eficaz instrumento de presión.

También el director del diario El Español, Pedro J. Ramírez, denunció en X su modo de actuar: «Ayer se demostró que Trump negocia con la amenaza por delante. De momento le ha dado resultado con Colombia y México. Te pido la luna y me apaciguo si me das un trozo. El problema es que Hitler hacía lo mismo». Como es sabido, Hitler negociaba con dureza, sirviéndose de la amenaza que representaba su poderoso Estado. Sin embargo, Pedro J. no lo ha contado todo: se le ha pasado mencionar que el líder nazi también desayunaba cada mañana, exactamente igual que Trump. Al parecer, al contrario que sus predecesores en el cargo, y tal vez ojeando un libro de historia de Alemania, el presidente ha descubierto la posibilidad de servirse de la fuerza estatal —o de su amenaza— para satisfacer los intereses de los Estados Unidos. Joe Biden, Barack Obama, y así hasta llegar a George Washington, se caracterizaron todos por pedir las cosas por favor y conformarse ante la negativa de otros países. ¡Eureka, Donald!

Dentro del Estado podemos ser sujetos iguales ante la ley —dentro del Estado hay ley—; fuera de él no existen tales sutilezas, aunque se nos diga lo contrario. Lo que tuvieron otros presidentes estadounidenses y que no tiene Trump son unas formas apropiadas, una imagen acorde al relato.

El extravagante empresario y hombre del espectáculo, lejos de ser un viejo loco, encarna la penúltima reacción de un imperio consciente de su declive frente a otras potencias emergentes, dispuestas a alinear parte de sus intereses para desbancar a la hegemónica. Y ésta no se va a quedar de brazos cruzados. Groenlandia, Panamá, Canadá, México, Israel, inmigración, aranceles… Trump se está caracterizando, en efecto, por buscar un terreno ventajoso antes de negociar; y si no lo encuentra, lo crea él mismo aprovechando la fuerza de su país. Nada nuevo en las artes de la diplomacia, y que no supieran Aníbal Barca, Fernando el Católico o Harry S. Truman. Forma parte de las tácticas de cualquier Estado poderoso para ver cumplidos sus objetivos, sin que por ello debamos asociarlo a una conducta malvada o antidemocrática. Los Estados democráticos también amenazan, sabotean, manipulan pruebas, asesinan y declaran guerras, pues no dejan de ser Estados. Asunto distinto es que, desde la Segunda Guerra Mundial, se nos haya vendido el statu quo de los vencedores —sobre todo el de Estados Unidos— bajo una falsa apariencia pacifista.

La realidad, a menudo menos confortable que el relato, es que una organización con tanto renombre como la ONU no puede involucrarse en conflictos que afecten directa o indirectamente a los cinco miembros permanentes de su Consejo de Seguridad (Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia), poseedores de la potestad de vetar; que las organizaciones, organismos y tratados internacionales son sencillamente ignorados por esas y otras potencias cuando van en contra de sus intereses, mientras los demás países no tenemos más remedio que plegarnos o sufrir las consecuencias económicas, diplomáticas o militares; que el derecho internacional mismo, al carecer de una fuerza coactiva que esté por encima de los Estados, depende para su aplicación de la fuerza de los más poderosos, y que sin ésta son meras palabras escritas en un papel. Palabras, por ejemplo, leídas en la Corte Penal Internacional por unos individuos ataviados con togas que se hacen llamar jueces y que están encantados de conocerse.

El mal llamado «derecho internacional» se utiliza arbitrariamente y a conveniencia por quienes pueden hacerlo, y seguirá siendo así mientras subsista. Dentro del Estado podemos ser sujetos iguales ante la ley —dentro del Estado hay ley—; fuera de él no existen tales sutilezas, aunque se nos diga lo contrario. Lo que tuvieron otros presidentes estadounidenses y que no tiene Trump son unas formas apropiadas, una imagen acorde al relato. Tal vez el momento del cuento haya pasado, siquiera temporalmente; que no haya tiempo para disfraces y que la fuerza cruda sea necesaria para conservar o restaurar la hegemonía de los Estados Unidos. La paz y la guerra son las dos caras de una competición feroz entre desiguales. No significa que sea bueno para nosotros, pero es lo que históricamente hubo, hay y habrá. Si después de Trump alguien con finas formas ocupa de nuevo la Casa Blanca, esperemos no olvidar la realidad de las cosas, por muy aterradora que sea.

Apoya TU periodismo independiente y crítico

Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación Vozpópuli
¿Qué diablos es el wokismo?
Por un puñado de euros