Opinión

40 años no es nada

Podremos quejarnos del régimen del 78 todo lo que queramos, pero eso no elimina lo esencial: nosotros somos el régimen del 78, más aún si cabe que los españoles que acudieron a votar el 15 de junio del 77 eran el franquismo porque a ellos nunca les habían dejado votar.

  • Los líderes políticos de la Transición junto a Adolfo Suárez en la firma de los Pactos de la Moncloa.

El cuarenta aniversario de aquellas elecciones seminales del 77 se ha recordado con menos alharacas que en otros aniversarios redondos. Tiene lógica. Cada vez queda menos gente con vida que fue a votar ese día y la Transición, por mucha veneración que le hayan dedicado desde el poder, no tiene entre nosotros el carácter fundacional de las declaraciones de independencia o las guerras de liberación.

Es normal que así sea porque, por mucha épica que hayan querido ponerle después, la Transición fue como los cambios de ancho de vía que tan comunes son en los ferrocarriles españoles. Se entra lentamente en el cambiador por ancho ibérico y tras dos vaivenes muy suaves se sale en ancho internacional. Luego el convoy continúa su marcha sin que la mayor parte de pasajeros hayan siquiera notado que ruedan por un ancho distinto.

La España de hace cuarenta años era diferente a la de hoy, pero no tanto como nos quieren hacer creer

La España de hace cuarenta años era diferente a la de hoy, pero no tanto como nos quieren hacer creer. En 1977 se había producido ya la metamorfosis económica que durante la década de los sesenta alumbró un país desarrollado y fiable, del primer mundo, plenamente integrado en el comercio internacional y que convivía pacíficamente consigo mismo y con sus vecinos. 

Se había culminado asimismo el cambio en las mentalidades. El salto cuántico se produjo entre nuestros abuelos y nuestros padres, entre los que hicieron la guerra y sus hijos, no entre nuestros padres y nosotros. A pesar de la radicalización ideológica de la época y de que las bengalas de mayo del 68 llegaron hasta aquí con retraso, la España que entierra a Franco es un país esencialmente tranquilo en el que nunca pasaba nada. Precisamente por eso atraía como un imán la inversión extranjera y a turistas de toda Europa por millones cada verano.

La sociedad española de los setenta era una sociedad moderna y madura con todas las taras y miserias de las sociedades modernas y maduras

Los personajes de las películas de José Luis Garci, director fetiche de la Transición, nos son muy familiares y muchos de ellos podrían ser trasladados sin esfuerzo a nuestros días. El detective Germán Areta no desentonaría en el Madrid de hoy y José Rebolledo, el padre de familia angustiado por el consumismo, las letras y el qué dirán de “Las verdes praderas” tiene hoy infinidad de émulos en las urbanizaciones del extrarradio. La sociedad española de los setenta, en suma, era una sociedad moderna y madura con todas las taras y miserias de las sociedades modernas y maduras, pero también con su transigencia, su dulzura y su dejar vivir. No muy diferente, por lo demás, a la de Francia o Italia, que son los dos países europeos más parecidos al nuestro.

Por eso, más que posible, la Transición fue inevitable. El político fue el último cambio en llegar cuando todo lo demás ya se había dado la vuelta. No es extraño. La política siempre llega tarde, siempre va a remolque de la sociedad y cuando se pone en vanguardia mal asunto porque significa que un grupo de iluminados van a rediseñarlo todo a su antojo.

En el depósito místico del franquismo, el espíritu del 18 de julio que se decía entonces, no creía casi nadie

El franquismo, de hecho, se fue adaptando a lo largo de sus casi cuarenta años de historia a las circunstancias cambiantes de su tiempo. Esa flexibilidad posibilitó que se transformase suavemente en otra cosa. En el depósito místico del franquismo, el espíritu del 18 de julio que se decía entonces, no creía casi nadie. La prueba la tenemos en la votación en las Cortes de la Ley para la Reforma Política del 76. De 497 procuradores solo 59 votaron en contra. 

Al igual que la república no tenía republicanos, el franquismo resultó que no tenía franquistas. Queda en el aire la cuestión de si el régimen del 78 tiene auténticos partidarios o se subvertirá como los dos regímenes anteriores. No lo sabremos hasta que suceda. Si es que sucede. 

Los orígenes del sistema actual no fueron una espantada del Rey o una guerra, sino algo tan prosaico y asquerosamente aburrido como un apaño pacífico y a puerta cerrada entre la aristocracia franquista y los prebostes de la oposición democrática. De ese compromiso nació la actual partitocracia que, aunque desprestigiada e impopular, se percibe en la calle como un mal menor. ¿Acaso no hay algo idéntico o muy parecido en Alemania, en Francia o en Holanda? 

Si preguntásemos al español de a pie nos diría que sí, que hay que hacer algunas reformas, pero esas mismas reformas tendrían que llevarlas a término los mismos que luego se verían perjudicados por ellas

Si preguntásemos al español de a pie nos diría que sí, que hay que hacer algunas reformas, pero esas mismas reformas tendrían que llevarlas a término los mismos que luego se verían perjudicados por ellas. Un caso de manual de pescadilla mordiéndose la cola. A los políticos podemos pedirles desvergüenza, de eso andan sobrados, pero no heroicidades.

Claro, que la reforma podría llegar por las bravas y no ser reforma propiamente dicha sino ruptura. Pero los españoles de hoy, como los de hace cuarenta años, hijos de un país próspero y ahora, además, envejecido, no están para soluciones drásticas. Quizá algunos las acariciaron cuando la crisis arreciaba pero ya se han olvidado. Ahí tenemos a los enragés de Podemos, que se quedaron muy lejos de la puerta de acceso al poder dos veces consecutivas.

En esto la España de 2017 también es muy parecida a la de 1977. Con la diferencia de que entonces el régimen franquista se sentía ilegítimo mientras que el actual no. Está desmejorado y presenta un aspecto macilento pero no está acabado. La prueba la tenemos en que, a pesar del Sinaí que hemos atravesado en el último lustro, la vía constituyente no ha encontrado el suficiente eco. Luego todos los que lo intenten tendrán que ocultarse dentro del caballo de Troya de la reforma tal y como se hizo en el 76. 

En aquel entonces funcionó pero no porque nuestros padres fuesen tontos, sino porque estas cosas funcionan casi siempre. A nadie le gusta que le digan a la cara que ha estado apoyando a un régimen bastardo desde su misma concepción o que no hizo nada para luchar contra los abusos del poder. Podremos quejarnos del régimen del 78 todo lo que queramos, pero eso no elimina lo esencial: nosotros somos el régimen del 78, más aún si cabe que los españoles que acudieron a votar el 15 de junio del 77 eran el franquismo porque a ellos nunca les habían dejado votar. Desde entonces nos hemos hartado de desfilar delante de las urnas. 

Había clase media, pisito con terraza, vacaciones pagadas y coche en cómodos plazos. El ascensor social funcionaba. Así no había modo de hacer la revolución

El PCE que asomaba tímidamente la cabeza desde la clandestinidad entendió a la perfección de qué iba la cosa. Carrillo, que llevaba solo unos meses paseando por la calle, advirtió que el país al que había regresado era muy distinto a aquella España rota por dentro y devastada por fuera de 1939. No había colas del pan ni desertores andrajosos volviendo del frente. Había clase media, pisito con terraza, vacaciones pagadas y coche en cómodos plazos. El ascensor social funcionaba. Así no había modo de hacer la revolución. 

No estamos muy lejos de cómo nos encontrábamos entonces. Hay menos niños, cierto, el país ha terminado de modernizarse y se ha incorporado al mercado mundial, pero lo que movía a nuestros padres era lo mismo que nos mueve a nosotros. Simplemente porque en esencia sigue siendo el mismo país. 40 años, esta vez sí, no son nada.

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