Opinión

Qué hacer con las autonomías extractivas

En cambio, mucho idealista, en vez de la preposición, reemplazaría el sujeto para preguntarse qué pueden hacer el Estado y el Gobierno. Así planteada, la respuesta le resulta obvia: deben

  • José María Aznar recibe a Jordi Pujol en el Palacio de la Moncloa en julio de 1996.

En cambio, mucho idealista, en vez de la preposición, reemplazaría el sujeto para preguntarse qué pueden hacer el Estado y el Gobierno. Así planteada, la respuesta le resulta obvia: deben obligar a todas las comunidades a que sigan estrategias productivas, aquellas por las que abogué la pasada semana. El idealista cree incluso que este asunto requiere un “Pacto de Estado” que evite actitudes frívolas como las que exhibieron tanto el Sr. Aznar en 1996 como años más tarde el Sr. Zapatero, o las que exhibe hoy el Sr. Sánchez.

Pura ilusión, que se esfuma al chocar con la realidad y constatar que todos los partidos de ámbito nacional acaban por sacrificar el interés de sus propios votantes periféricos para pactar con las minorías que les oprimen. Es ya práctica asentada en el PSOE y dogma fundacional de Podemos, si bien el episodio más dañino fue el Pacto del Majestic. Por si hubiera alguna duda, también lo que queda de Ciudadanos ha acabado pactando, aunque sea por partido interpuesto. Todo ello autoriza a pensar que también lo haría Vox si de ello dependiera su acceso al poder.

Pero no sienta lástima por el idealista. Ninguna lástima, porque, de hecho, su idealismo es parte esencial, si no causa, del problema. Es cómodo y simplista culpar a los líderes de esos partidos porque respondan racionalmente a la complacencia, el cortoplacismo y hasta la envidia de muchos votantes, tanto centrales como periféricos. Hay mucho de evasión de responsabilidades en nuestra inveterada afición a culpar al gobernante, quien en democracia es poco más que nuestro esclavo. ¿Acaso fueron castigados Aznar o Zapatero por sus concesiones al separatismo? Aznar incluso pasó a tener mayoría absoluta en las elecciones del año 2000. Fueron sus votantes los que erraron en el Majestic, incluida la mayoría que ahora reniega de dicho pacto.

Estado extractivo y fusión de poderes

Tampoco descartemos que, tras el paréntesis de la Transición, el propio Estado tenga mucho de extractivo, al menos, y siendo benignos, desde 1986 (salven, si quieren, al primer gobierno del Sr. González por sus logros liberalizadores). Sucede así, sobre todo, cuando cae el Gobierno en manos de la izquierda; pero conste que no es sólo culpa suya. Nuestra izquierda se identifica y es representativa de los valores dominantes en la ciudadanía, valores que conciben la sociedad como un juego de “suma cero”. El predominio de la izquierda se basa en centrar su política en la retórica de la redistribución y el corto plazo, sacrificando conscientemente la producción y el largo plazo.

Por eso sus gobiernos derivan en graves crisis económicas (1993; 2011; la de 2022, en ciernes), crisis de las que vienen a aliviarnos temporalmente las modestas reformas introducidas por gobiernos de centroderecha. Pero, por favor, que no saquen pecho. Las introdujeron a regañadientes y forzados por las circunstancias pues, en el fondo, comulgan con esos mismos valores redistributivos y corporativistas. No hay aquí gran mérito, sino un mero automatismo derivado de la alternancia y la restricción que a todo país endeudado imponen sus acreedores. Nuestra derecha ha practicado la sensatez sin gran convicción, a menudo como pieza inerte de un mecanismo pendular.

Ya sea más o menos acusado el carácter extractivo del Estado, su mejor antídoto es la separación de poderes, la vigilancia mutua, la competencia y hasta el conflicto entre esos poderes: el ejecutivo, el legislativo, el judicial, e incluso ese cuarto podercillo que representaron en algún momento los medios de comunicación. En España, es claro que sufrimos un déficit radical en esta materia. De entrada, porque, debido a un diseño constitucional alérgico a la competencia, es el ejecutivo quien controla al legislativo, y no al revés. Para agravarlo, y como fruto de un consenso político oligopólico (el más sobrevalorado de los consensos, el que sólo aprecian culturas anticompetitivas), los partidos controlan al judicial, incluidos el CGPJ y el TC. Por último, los ejecutivos, tanto central como autonómicos y locales, operan o dominan de hecho casi todos los medios de comunicación.

Las autonomías como solución

Ante semejante déficit, las comunidades autónomas proporcionan un resquicio de separación de poderes que, si bien es costoso e ineficiente (sobre todo, porque desaprovecha economías de escala en la Administración Pública) puede ser útil si y sólo si al menos algunas de ellas siguen una estrategia productiva.

Estas autonomías productivas son un contrapeso al poder y la arbitrariedad del Estado, amén de proporcionar mejores condiciones para que sus ciudadanos puedan labrarse su bienestar. Son viables si en esas regiones la ciudadanía tiene preferencias más competitivas y su política es más competitiva y pragmática. Con el tiempo, desencadenarán un proceso de innovación, competencia y emulación interregional. A medida que difieran las tasas regionales de crecimiento, algunos votantes de las comunidades extractivas exigirán adoptar estrategias más productivas. Si ese proceso se extendiera, podría incluso suceder que una mayoría de autonomías virtuosas arrastrara al Estado por una senda más productiva.

Para que las comunidades emprendieran estrategias productivas bastaría con que empezásemos a votar con la cabeza. El ejemplo positivo es el de la derrota que sufrió en las elecciones andaluzas de 2018 el partido socialista

En todo caso, hoy por hoy estamos atrapados en un impasse de pasotismo ciudadano y consiguiente frivolidad partidista, junto con escasa separación de poderes. Siendo prácticos, la pregunta relevante es qué puede hacer cada comunidad y, si me apura, qué podemos hacer los ciudadanos; de dónde el cambio de preposición que le proponía al principio de esta columna.

Ninguna comunidad está condenada a seguir una estrategia extractiva. Es algo que decidimos, en última instancia, sus votantes. Para que las comunidades emprendieran estrategias productivas bastaría con que empezásemos a votar con la cabeza. El ejemplo positivo es el de la derrota que sufrió en las elecciones andaluzas de 2018 el partido socialista. Este había ostentado allí el poder los últimos 36 años, durante los cuales el peso de la economía andaluza en la nacional permaneció estancado, pese al enorme potencial que tiene Andalucía. Desde entonces, el Gobierno fruto de aquellas elecciones ha sustentado un tímido, pero claro viraje hacia lo productivo, y resulta esperanzador comprobar que los mercados así lo valoran. Sin embargo, el viraje está lejos de haberse consolidado. De hecho, depende de un equilibrio electoral muy precario.

La vocación extractiva de la izquierda es también clave para entender el destino de mi Asturias natal, una región condenada a una lenta extinción demográfica, sospecho que gracias precisamente a su éxito secular en extraer rentas para sostener actividades improductivas. Lo es también para Cataluña, donde las dos legislaturas del PSC acentuaron, si acaso, el rumbo extractivo marcado por el Sr. Pujol. Se suele achacar esta decepción a que sus líderes tenían proclividades nacionalistas; y muchos de ellos, en efecto, se han integrado en partidos separatistas. Sin embargo, la razón más profunda es la vocación extractiva que comparte el PSC con el propio PSOE, basada en representar muy bien ese valor tan español que antepone la redistribución —al menos como retórica, pero no por ello menos dañina— a la producción.

¿Qué podemos hacer los catalanes?

Ciertamente, Cataluña no es (¿aún?) Asturias, pero, como ésta, ya está también sólidamente encallada pues, debido a su sólido anclaje identitario, su estrategia extractiva es más difícil de revertir que la de Andalucía. Podríamos pensar qué podemos hacer los distintos grupos de catalanes, definiendo estos grupos con base en nuestras preferencias políticas o lingüísticas; pero sería ineficaz: es justo eso lo que lleva haciendo la política catalana desde 2012. Tiene más sentido apelar a una tipología trasversal, basada en la aspiración de construir un país productivo, evitando de una vez la tentación extractiva. Esa alianza productiva debe aglutinar no sólo a la emigración antigua y moderna sino a buena parte del actual separatismo currante, tanto de izquierdas como de derechas. En esencia, debe incluir a todo ciudadano que trabaje en competencia y viva de lo que produce. Ha de ser, creo, una alianza liberal.

Esta definición deja fuera a la burguesía rentista y a la clerecía burocrática que han venido promocionando y predicando el procés, al menos mientras pretendan reincidir en los errores del pasado. Deja fuera, por tanto, a la transversalidad extractiva a la que se ha convertido la parte ilustrada de la vieja clerecía del expolio y el “Espanya ens roba”. Esa que hasta se muestra exultante con la posibilidad de que la política industrial asociada al fondo Next Generation EU convierta España en una economía corporativa. Diríase que desea retornar al paraíso rentista de los 50 y 60 del pasado siglo. De ahí también su empeño en sustentar el mito infundado del dumping fiscal y librarse de la tímida competencia que supone la Comunidad de Madrid.

Ergo, votemos, y votemos bien; aquí, y allá; y, en todo caso, apreciemos el punto de ironía de que el futuro de Cataluña se decida en la Puerta del Sol.

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