Opinión

China: Hacia un nuevo imperio (II)

El gigante asiático arrolla toda la ilusión de libertad que Hong Kong ha mostrado a lo largo de estos 23 años, y que tuvo su manifestación más cercana en las revueltas de 2019 contra la ley de extradición

  • El presidente de China, Xi Jinping

La política es guerra sin derramamiento de sangre, mientras que la guerra es política con derramamiento de sangre.Mao Zedong

Durante esta semana se han celebrado los 23 años del traspaso de la soberanía de Hong Kong a China por parte del Reino Unido. Ha sido una celebración amarga, porque ha coincidido con la entrada en vigor de la Ley de Seguridad Nacional de Hong Kong, aprobada el día anterior por la Asamblea Nacional Popular de China, el máximo órgano legislativo del país. Esta nueva ley introduce una serie de restricciones muy importantes a la autonomía que gozaba esta Región Administrativa Especial. La nueva ley introduce los delitos de secesión, subversión, terrorismo y colusión con fuerzas extranjeras, y liquida definitivamente el concepto de “un país, dos sistemas” que se ha mantenido vigente desde la devolución.

Con esta operación legislativa, China arrolla toda la ilusión de libertad que los hongkoneses han mostrado a lo largo de estos 23 años, y que tuvo su manifestación más cercana en las revueltas de 2019 contra la ley de extradición, que fue finalmente retirada, y que seguía a la revolución de los paraguas de 2014 que estalló como protesta por el intento chino de limitar quién podía presentarse a las elecciones. La actuación del gobierno chino, a través de sus órganos de represión legal, siempre ha sido extremadamente violenta, algo de lo que no han sido ajenos los tibetanos, cuyo territorio fue anexionado en 1951 por Mao Zedong.

El destrozo medioambiental por la construcción de ese ferrocarril no tuvo eco alguno entre quienes habitualmente se movilizan por la tala de un ciprés en la Ciudad Universitaria de Madrid

Desde entonces, China ha mantenido una férrea política de control de la natalidad en el Tíbet, y ha procedido a colonizar completamente el país. En los primeros años del siglo actual, la inauguración del ferrocarril Qinghai–Tíbet supuso no sólo un hito industrial, que rivaliza incluso con el de las Tres Gargantas, sino la posibilidad de que, en cada viaje, dos mil chinos puedan trasladarse tranquilamente hasta Lhasa. China puso todo su esfuerzo en la finalización de este recorrido, con la participaron de más de 100.000 trabajadores. Uno de los principales problemas, que retrasó mucho tiempo la construcción, fue que el tren debía atravesar más de 500 km de permafrost, el hielo perpetuo en la meseta tibetana. Otro fue el del paso de Tanggula, a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar y casi 200 metros por encima de los 4.829 metros a los que se encuentra la estación de Ticlio, en Perú, la más alta de América y, hasta entonces, del mundo. Tan dificultosa resulta la tarea del transporte de viajeros en esas condiciones que la canadiense Bombardier Transportation construyó los trenes con dispositivos de oxígeno enriquecido y sistemas específicos de protección ultravioletas. El destrozo medioambiental no tuvo ningún eco entre quienes habitualmente se movilizan por la tala de un ciprés en la Ciudad Universitaria de Madrid.

Control de la población

Un país con una etnia que supone el 91% de la población, la Han, pero con otras 55 oficialmente reconocidas por el gobierno, algunas con tan pocos representantes como los 3.000 Ihobas, mantiene necesariamente conflictos internos. El caso de los uigures es quizá el más conocido, a pesar del absoluto hermetismo que el Gobierno del Partido Comunista trata de imponer a todo lo relativo a su política interna. Sanmenxia, con más de dos millones de habitantes, es la capital oficiosa de esta etnia. Allí se ha instalado un sistema de video vigilancia inteligente que reconoce los desplazamientos de los habitantes y avisa a la policía cuando más de cuatro personas se desplazan a un barrio que no es el suyo. En un mes, el sistema es capaz de controlar más de medio millón de caras. Las recientes tensiones fronterizas con India, que suponen ahora mismo uno de los principales polvorines del mundo, han acercado aún más a Rusia al segundo país más poblado del mundo.

Estas actuaciones de dominación podemos calificarlas de tradicionales en cualquier sistema imperial. Son mucho más llamativas las que, en los últimos años, está desarrollando a través de la nueva ruta de la seda, la denominada estrategia OBOR, por las siglas de One Belt, One Road que estableció el presidente Xi Jinping al poco de ser elegido, en marzo de 2013, y que conforman la esencia del soft power que anticipaba la semana pasada.

China

Vía Mercator Institute for China Studies

La nueva ruta de la seda y su cinturón marítimo

La idea es sencilla, y responde a la perfección a la cita de Mao que abre este artículo: haz política exterior sin derramar sangre, que ya bastante has derramado en casa. Consiste en establecer una dominación persistente mediante el auxilio económico. Un mega plan Marshall a todos los niveles. Desde su puesta en marcha, la inversión global tanto directa como a través de sus empresas se estima en más 900.000 millones de euros, con más de 1.700 proyectos de infraestructuras en los más de 65 países que han firmado con China un programa que afecta al 60% de la población mundial. Fruto de este proyecto es, por ejemplo, la línea de tren más larga del mundo, que, a lo largo de 13.000 km, une Madrid con Yiwu desde diciembre de 2014. Gasoductos chinos atraviesan Asia Central surtiendo más de 200.000 millones de metros cúbicos desde 2009 y generando más de 10.000 empleos en zonas deprimidas de Uzbekistán o Kazajistán; sólo la línea D, actualmente en construcción en sus más de 1.000 km de longitud (de los que el 85% se encuentran fuera de China), será capaz de proporcionar 30.000 millones de metros cúbicos de gas en un solo año, sumándose a las A, B y C para proporcionar, en conjunto, 85.000 millones de metros cúbicos anuales. Para poner en contexto, Medgaz, el gasoducto que aporta el gas natural argelino a España a lo largo de 547 km, tiene previsto ampliar en un 25% su capacidad en 2021 hasta los 10.000 millones de metros cúbicos anuales.

En 2015, China creó el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras como alternativa al BIRD, el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo, la institución del Banco Mundial encargada de la financiación, asistencia y apoyo a las economías en proceso de desarrollo. En cuatro años pasó de 57 a 78 miembros. Cuenta con el objetivo de “cerrar la brecha financiera entre la demanda de infraestructuras sostenibles en Asia y los recursos financieros disponibles, contribuyendo así a mejorar el desarrollo económico y los estándares de vida, ambientales y sociales en los países”, prestando, cómo no, “especial atención a las inversiones sostenibles y verdes para ayudar a los países asiáticos a adoptar tecnologías respetuosas del medio ambiente sobre todo en el sector de la producción de energía”.

A finales de marzo de este año, el Consejo de Administración del banco aprobó más de 13.000 millones de dólares para proyectos en diversos sectores de infraestructura en 21 de sus Estados miembros, como la India, Indonesia y Bangladesh. El banco también puede realizar un máximo del 15% de sus inversiones fuera de Asia, pero en proyectos estrechamente relacionados con dicho continente o que deben tener en cuenta intereses globales, como la protección del clima. Resulta paradójico cómo el país más contaminante del mundo, el mayor exportador mundial de carbón para uso industrial, el que mantiene o construye más de 140 plantas de energía térmica de carbón fuera de su país, el país cuyas inversiones directas, fuera de sus fronteras, en este tipo de energía compensan, desde 2013, todas las reducciones de emisiones de los contaminantes países capitalistas, tenga en tan elevada estima la protección del medio ambiente.

La marina mercante china se ha cuadruplicado desde 2009 para convertirse en la segunda mayor del mundo, y mueve ya más carga global que cualquier otro país

En una operación financiera espectacular, China se hizo con la gestión del puerto de Hambantota durante 99 años; la situación privilegiada de la antigua Ceilán, en el sur de la India, como parada obligada antes de abordar la travesía del Índico, dan cuenta del interés chino. Este es uno de los 9 puertos extranjeros que conforman la gestión directa china y que se suman a los más de 40 que, en todo el mundo, controlan, de una forma u otra, distintas empresas estatales chinas en Asia, África y Europa. En 2010, solo una quinta parte de los 50 puertos de aguas profundas más grandes del mundo tenían alguna inversión china. En 2019, la inversión se había incrementado hasta los dos tercios. La empresa estatal China Ocean Shipping Company controla la mayoría de las propiedades portuarias chinas en el extranjero, y ya es la cuarta flota más grande del mundo. La marina mercante china se ha cuadruplicado desde 2009 para convertirse en la segunda mayor del mundo, y mueve ya más carga global que cualquier otro país.

Esta es la historia de una dominación cerca de casa. Sin embargo, las intenciones del China son globales, como demuestran las operaciones en el centro y sur de América (donde China ya es el segundo inversor en la zona, por delante de la Unión Europea), en África y, cómo no, en Europa, que dejamos para el siguiente capítulo.

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