Opinión

Como una sombra

Agazapado, sigiloso y de puntillas para no alterar a unas multitudes demasiado tocadas, Mazón se convirtió en una especie de fantasma

  • Los Reyes con algunos vecinos de Chiva

Saqué la lupa y escudriñé cada segundo de los muchos videos que los programas de televisión emitieron el martes. Y sí. Ahí estuvo él. Con jersey gris, camisa azul y pantalón beige, por si no le visteis. Era como una sombra, en una esquina, en un costado de la imagen. Parecía, a ratos, escondido. Me dió la sensación de que estaba sin estar. Compungido, encogido, con el maquillaje de la vergüenza en su rostro. Como el niño que miente y acude castigado a un evento familiar obligado por sus papás. Estuvo ahí como un adosado de los Reyes, como una extensión invisible de unos monarcas que parecía incluso que no sabían ni que los acompañaba a pocos metros. Estuvo ahí, aunque sólo unos cuantos gritos de “sinvergüenza”, “asesino”, “incompetente” o “¿dónde vas a comer?, recordaran su inadvertida presencia a una ciudadanía en carne viva que busca culpables. 

Él también estuvo y sigue estando -a pesar de todo- aferrado a su puesto, como capitán al timón en día de temporal, como tenía que haber estado y no estuvo aquel fatídico 29 de octubre. Estuvo ahí el martes -como digo- aunque tampoco hubo rastro de su nombre en los titulares que minutos y horas después acompañaban la noticia: “Los Reyes vuelven a la zona cero de la DANA en Valencia”. ¿Y Mazón? ¿Acaso él no regresó? Lo hizo, sí. Pero, muchos hicieron como si no. Fueron quizá sus formas, su actitud nada propia del líder de una Comunidad que acaba de ser sacudida por la tragedia. Agazapado, sigiloso y de puntillas para no alterar a unas multitudes demasiado tocadas. El presidente de la Generalitat valenciana se convirtió en una especie de fantasma para los afectados que se arremolinaron en Chiva y Utiel y que dieron -esta vez sí- una cálida bienvenida a Don Felipe y Doña Letizia. 

No hubo barro y sí abrazos, aplausos, vivas y fotos para unos Reyes que entraron también en casas reducidas a meros esqueletos tras el paso de la riada. Viviendas sin carne, sin piel, sostenidas apenas por unos cuantos huesos endebles. Lo grabaron las cámaras, lo fotografiaron los objetivos. De Carlos Mazón, ni rastro en esas imágenes. Hasta tal punto mantuvo un perfil bajo y casi soterrado durante la cita, que había que buscarle para encontrarle. Y pese a la obviedad y la falta de apoyo, se debió sentir él tremendamente querido durante el viaje. Así lo reflejó ese mismo día en su cuenta de lo que un día fue Twitter y en la que rescató dos instantáneas -una estrechando la mano de un hombre y otra, abrazado a un anciano- para “agradecer el cariño recibido y los ánimos”. Analicé -como tantas veces por mi oficio- cada palabra, cada gesto y cada movimiento de un dirigente que parecer haber activado desesperado el botón de supervivencia y que se empeña en resistir a toda costa en un poder tan adictivo como la droga. 

Cree Mazón que cambiar miembros de su ejecutivo como cromos y dejar en manos de un militar la reconstrucción de su tierra, es suficiente para consolar al pueblo, para disipar sus fallos y mentiras y para dejar de estar contra las cuerdas. Sin embargo, me atrevería a decir que el hombre en quien el Partido Popular confió para resarcirse de su escandaloso pasado en Valencia, tiene su imagen sentenciada. Porque más allá del pulso eterno entre Sánchez y Feijóo, más allá de la guerra abierta para depurar unas responsabilidades que se achacan unos a otros y que nadie asume, más allá de un combate político que ha llegado a lidiarse en ring europeo, mucho más allá de todo… hay una catástrofe que ha dejado una cifra terrorífica de víctimas mortales. Y alguien tiene que pagar por ello. Resistir es la máxima de muchos de nuestros gobernantes, desgastarse su condena. Quitemos el nombre de Mazón de esta columna y pongamos el de cualquier otro responsable actual del país, valdría perfectamente. Y esa es la verdadera pena para una sociedad carente de líderes en los que creer. 

El jueves por la noche. El cielo baila en lo alto y taconea un sinfín de gotas que impactan con fuerza sobre el cristal delantero de mi coche mientras los parabrisas se mueven veloces intentando despejarme la vista. Circulo despacio por las calles vacías de San Sebastián y pienso en cómo debió ser aquella tarde-noche de finales de octubre en la A-3 con la lluvia haciendo el camino inverso, de abajo hacia arriba; con el agua subiendo y subiendo como si fuera una inmensa sombra oscura y negra que lo inunda todo. Hasta la dignidad cuando se está en el poder.

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