El fichaje de un General retirado por parte de la Generalitat valenciana ha provocado, como era de esperar, aplausos y repulsas. Lo normal, considerando la experiencia histórica española y, en especial, el corrosivo ideológico que, en nuestra mentalidad colectiva, sigue siendo la memoria de la no tan lejana última Dictadura y, en el caso de los españoles instruidos, la saga de los “pronunciamientos” decimonónicos. En una ocasión el profesor Artola me reveló el asombroso número de aquellas asonadas cuarteleras que vienen a ser, durante todo el siglo XIX, algo así como los engarces entre épocas políticas ya agotadas y otras que acabarían agotándose desde el Poder. Aunque quizá nadie como Unamuno satirizó tan eficazmente el militarismo en un librito hoy inencontrable titulado “Dos discursos y dos artículos” centrado, sobre todo, en el general Primo de Rivera y en los que él motejó como “los de la casta”, “los machos jubilados” o “los de la masculinidad”. Don Miguel acababa de volver del exilio en Fuerteventura y venía, como era de esperar, loco por revolver aquel interregno hispano ya fuera desde la tribuna del Ateneo madrileño, ya desde la prensa más cercana a Ortega y sus amigos. Y la verdad es que no quedaba otro remedio que disculpar sus exabruptos que hay que reconocer como explicable réplica al castizo y violento antiintelectualismo del Dictador.
Bien, pero ese incidente nos queda ya demasiado lejano por no pocas razones. Una, y primera, que en la que Amando de Miguel bautizó como “la herencia sociológica del franquismo” --hoy lamentablemente palpable y no sólo en la extrema Derecha-- de nuestra demediada sociedad, y el consiguiente rechazo a lo militar funcionó y sigue funcionando todavía como si se tratara de un prerrequisito de la convivencia. Otra, que desde que la Derecha suprimió la “mili”, los dos tercios más jóvenes de los españoles ya poco tienen que ver con lo militar. Y, finalmente, el hecho de que, suprimida esa ganga inconsciente de quienes sí la hicimos, prospera la reflexión de que, si resulta saludable en democracia separar lo civil de lo castrense, oponer “lo militar” a lo “civil”, así como así, no pasa, en el mejor de los casos, de ser un prejuicio, no una razón. No debe de haber en el Ejército más mílites cerriles que en cualquier otro gremio, aparte de que en la milicia actual habría que referirse no sólo a machos y jubilados sino también –y creciendo a ojos vista— a hembras, y no sólo a bárbaros españoles sino a extranjeros disciplinados. Algo tan elemental no sería preciso explicarlo en ninguna democracia avanzada, pero aquí, todavía, por desgracia, sigue siéndolo.
Lo de Valencia confirma, eso sí, la persistencia en la estimativa pública de un respeto –tópico si se quiere pero fundado en la experiencia— a algunos aspectos de la virtud militar, incluyendo la presunción de fidelidad a la disciplina o la pericia en el difícil ejercicio del mando, hoy día inconcebibles en el batiburrillo político. Quiero decir que si algo justifica ese nombramiento de un militar en Valencia es la convicción generalizada del desorden que arruina la actividad civil en una democracia acribillada por la corrupción y enceguecida por el fanatismo clientelar de todos y cada uno de los partidos que la integran. Lo que en el fondo pone de relieve un instintivo retroceso a la primitiva idea de la eficacia de un poder al que se le supone –como al soldado el valor— merecedor de una confianza, siquiera excepcional, frente a la decepción o al desengaño. Seguir hablando de timocracia en la España actual es ante todo un arcaísmo.
Ningún progreso cabe atribuir a esta democracia ya semisecular como el inteligente desmontaje de un Ejército --como el heredado del franquismo-- convencido de poseer una superioridad moral que lo legitimaba como árbitro de la legalidad democrática y, en consecuencia, para asumir en exclusiva el Poder derivado de una soberanía que pertenece sólo al Pueblo. Y ése fue un mérito del PSOE (del genuino no del pervertido) que remató luego el PP, pero que hubiera sido imposible sin la concordia lograda en una Transición celebrada en medio mundo pero que algunos tratan de desmontar ahora.
Un general en el puente de mando en una región devastada, una mano confiable en un enfangado solar, ha parecido una solución adecuada precisamente porque la confianza en los políticos ha quebrado, y permítanme que salte sobre el bochornoso fin de fiesta judicial que pudimos contemplar el jueves. Si así no fuera, el recurso valenciano al general podría rechazarse unamunianamente como una ocurrencia de sabor castrense, pero no es el caso: no tienen más que repasar los titulares de cada día o escuchar el telediario. Lo que no tiene por qué calificar la acción de arbitraria, supuesto que ese mando habrá de mantenerse sometido a la autoridad civil fuera de la cual todo es abuso. A algo se deberá que no se confíe en los civiles y sí en un militar en esta democracia judicializada hasta el descrédito que alcanza a los niveles más altos. Aunque no podamos saber de antemano el resultado de ese ejercicio disciplinario, por supuesto, bastaría para animarnos a reflexionar sobre su significado por encima y al margen de prejuicios caducos.