El hecho de que un consenso político y social hiciera posible el soberbio milagro de nuestra Transición política y sus resultados hayan avalado muy justificadamente tal modo de llevar adelante aquel proyecto político, no convierte necesariamente dicho método en un instrumento inefable cuál panacea universal que para todo sirve.
Suponiendo que los aliados parlamentarios del gobierno “no le cambien una coma” al reciente acuerdo entre el gobierno, sindicatos y CEOE sobre la reforma de la legislación laboral, dicho consenso pone de manifiesto, amén de la popularidad de este modo de actuar en política, sus limitaciones y sobre todo sus muchos inconvenientes.
Tal es el prestigio de la totémica palabra consenso, que con solo citarla y sin reparar en su contenido, enseguida consigue una acrítica aceptación mediática y social, cuáles sean las consecuencias prácticas del mismo. Pero una sociedad civil adulta y unos medios de comunicación ilustrados, deberían analizar libres de prejuicios y críticamente los resultados esperados de un consenso a la hora de valorarlo.
En el mundo de la ciencia, su epistemología conlleva a juzgar el valor de todas las hipótesis por su congruencia con los resultados que obtiene; no se aceptan sin más por el prestigio de quienes las formulan, ni tampoco por el número de sus postulantes y menos aún por su eco social por mayoritario que resulte.
También es muy importante a la hora de valorar los consensos saber quienes ganan y quienes pierden con ellos. Mientras que el consenso constitucional resultó un “juego de suma positiva” en el que todos ganamos, el de esta reforma laboral tiene más perdedores que ganadores; lo que resulta evidente a la luz de La lógica de la acción colectiva (1965), un excepcional ensayo de Mancur Olson, cuya vigencia es cada vez mayor.
Para Olson, el Auge y decadencia de las naciones (1982) en las sociedades democráticas, está necesariamente asociado al fracaso –auge– o el éxito -decadencia- de la “acción colectiva” de “grupos bien organizados que persiguen sus intereses específicos, haciéndolos prevalecer sobre los intereses generales”.
La actitud pasiva
La razón de su éxito se basa en que mientras que los primeros obtienen resultados tangibles y muy positivos para sus intereses –que incentivan su labor de lobby– el resto de la sociedad, que termina pagando los logros de aquellos, siente más difusamente los perjuicios que asume lo que conlleva a una actitud pasiva. Ni que decir tiene que la tesis de Olson: “unos pocos grupos de listos muy activos y bien organizados se aprovechan de la pasividad de inmensa mayoría”, se manifiesta cada vez más, generando así “la decadencia de las naciones”.
Aceptando de partida que una abolición de la –aún modesta, muy positiva- reforma laboral de Rajoy, habría sido mucho más dañina que el consenso alcanzado, he aquí un conjunto de valoraciones críticas en términos de perdedores y ganadores del mismo.
Son perdedores:
- Los desempleados, que seguirán siendo tan vergonzosamente numerosos como siempre que gobiernan los progresistas, según atestiguan los datos contrastados que duplican la media de todos los países desarrollados y sin que estén organizados para ejercer la “acción colectiva” de Olson, pues los sindicatos solo se interesan por los empleados del estado y de las grandes empresas.
- Las nuevas empresas y la renovación de los tejidos productivos, enfrentadas a la cartelización de las condiciones de trabajo impuestas –de acuerdo con los sindicatos– por las empresas que tienen establecidos convenios colectivos sectoriales.
- El crecimiento económico, constreñido por un pésimo marco laboral ahora empeorado, amén del consenso de los políticos socialistas de todos los partidos caracterizado por la obstaculización regulatoria de la función empresarial, con la todavía modesta excepción de la Comunidad de Madrid.
- Sectores económicos tan representativos de la economía española como el del automóvil –epítome de nuestra competitividad exterior- y el agrícola –también exportador (ambos felizmente libres de convenios sectoriales) y las dos comunidades autónomas con mayor peso en la economía española, Madrid y Cataluña, están en contra del consenso alcanzado.
Son ganadores:
- El Gobierno, no por los resultados necesariamente negativos del consenso, sino por la inconsistente popularidad social del término.
- Los sectores protegidos de la economía española con sus convenios cartelizadores de sus intereses corporativos en contra de la libre competencia en los mercados, interior y exterior.
- Los sindicatos, un duopolio impuesto en contra de la libre competencia, que carentes de representatividad salvo en la función pública y las grandes empresas, han afirmado su ilegítimo poder político.
Tras el afamado y plenamente justificado consenso constitucional de la Transición, en el que sólo hubo ganadores como demostró el referéndum que lo sancionó, vino otro reconocido como los Pactos de La Moncloa en el que ya hubo ganadores y perdedores. Ganó la paz social, amenazada por la izquierda de entonces con sus reminiscencias a los pretéritos y desdichados tiempos -por su radicalidad y violencia- de la 2ª República y perdió la economía y el empleo.
Las concesiones del gobierno de entonces a las izquierdas conllevaron una enorme inflación, una profunda caída de la convergencia con Europa en renta per cápita, un espectacular aumento del desempleo y un notable crecimiento de la deuda pública. Pero mereció la pena que ganara la paz social, aunque el coste aún lo estemos pagando.
Con el consenso de ahora, es evidente que las ganancias de unos pocos -según la consolidada tesis de Olson– no justifican las pérdidas de la mayoría económica y social, que seguirán consolidando nuestro alejamiento de Europa: el gran leitmotiv del socialismo español del siglo XXI.