Opinión

Contra el ruido

Creo que es hora de dejar de prestar atención a todos esos columnistas y líderes políticos histéricos, y centrarnos en lo concreto, no en dar alaridos a todo volumen

  • Óscar Puente

Occidente vive tiempos de crispación política. Son días de malestar, de peleas, de polémicas y rencillas constantes. Una amplia mayoría de mis compañeros en esta página de opinión está absolutamente convencida de que el apocalipsis es inminente (El debate parece ser sobre si Sánchez es increíblemente malvado y brillante o increíblemente incompetente), y llevan prediciendo el hundimiento de España en los próximos meses desde hace aproximadamente una década. El catastrofismo se repite (aunque en sentido contrario) en los medios de izquierdas, con el mismo frenesí creciente.

Trabajo en política en Estados Unidos desde hace casi dos décadas. Mis peripecias no es que sean especialmente heroicas o revolucionarias; soy un currito más entre las miles de personas que corretean en la periferia de los pasillos del poder americanos. Una de las cosas más gratificantes de mi trabajo es que la inmensa mayoría de gente que se dedica a la política, desde cargos electos hasta activistas, tiene un interés concreto y genuino en construir una sociedad mejor. Lo que cada uno entiende como mejor, por supuesto, es sujeto de furiosos debates. Incluso entre los que comparten fines y objetivos, el trabajo legislativo suele degenerar en discusiones frustrantes. Pero la motivación de casi todos los implicados es una de servicio, de intentar ayudar, no de rencor o pelea. Hay muy pocas malas personas en política, tanto en Estados Unidos como en España.

La inmensa mayoría de votantes, sin embargo, nunca ve o escucha a nadie hablar de este lado de la política. No son conscientes de los cientos, miles de horas de trabajo de concejales, consejeros, diputados, asesores, funcionarios, activistas, secretarios, gerentes y candidatos en miles de municipios, barrios, comunidades autónomas y ministerios de todo el país. Hablo de gente que puede pasarse meses o años estudiando cuidadosamente modelos para implementar una baja por maternidad decente, o cómo instalar carriles bici, o distribuir turnos de médicos de atención primaria, o reformas en temarios escolares, o cómo diseñar pliegos de contrato para que la próxima vez que un ministerio encargue carriles para una línea de tren salgan a mejor precio.

Devoción por la causa

Los políticos que toman estas decisiones son, casi siempre, gente encantadora. Quieren ganar elecciones, porque si quieren implementar la legislación que creen que va a mejorar el país necesitan haberlas ganado. Su devoción por la causa a menudo hace que se tomen eso de la competición partidista con demasiado entusiasmo. En la mayoría de los casos, entienden que sus adversarios, aunque estén profundamente equivocados, en el fondo también albergan buenas intenciones.

Si esperan que ahora diga que los líderes de los partidos políticos son distintos y que en realidad son mala gente (los que crispan, gritan, polarizan e insultan), me temo que están equivocados. En realidad, son básicamente igual de quijotescos que sus compañeros de filas. Como mucho tendrán una idea más alta de sí mismos y estarán más convencidos de su propia infalibilidad, pero la perversidad es bastante escasa en política. Nuestros líderes suelen ser bastante parecidos a nosotros, para lo bueno y para lo malo.

¿Por qué, entonces, tenemos todo este ruido y furia? ¿Por qué esa crispación que no cesa? En parte, la retórica desaforada de los políticos está motivada por el hecho de que ellos realmente quieren ganar las elecciones. Hay muy pocos, sin embargo, que realmente disfruten insultando al prójimo (Miguel Ángel Rodríguez y nuestro ministro de Transportes son aparte); la mayoría lo hace porque los medios de comunicación, de un tiempo a esta parte, les empujan a ello.

Informar sobre los debates que llevan a reformar el examen de acceso a la Universidad no vende; hablar histéricamente sobre cómo los niños de hoy en día son todos unos desastres, sí.

Vivimos en una época en la que los medios de comunicación se enfrentan a audiencias menguantes y cada vez más fragmentadas. Esto ha generado unos modelos de negocio basados en el histerismo, en excitar a los lectores abrumándolos con catástrofes. No es ningún secreto que las noticias negativas, las tragedias y el conflicto generan mucho más tráfico que las buenas noticias. Informar sobre los debates que llevan a reformar el examen de acceso a la Universidad no vende; hablar histéricamente sobre cómo los niños de hoy en día son todos unos desastres, sí.

No culpo a los periodistas, que en el fondo también tienen que ganarse la vida. Lo que creo necesario es ganar un poco de perspectiva sobre polémicas y crisis y el histerismo constante en el que andamos metidos. España es un país próspero, moderadamente rico y con una calidad de vida excelente. También es un país con montañas de problemas económicos y sociales que necesitan soluciones urgentes, desde el precio de la vivienda a la ineficiencia de nuestro estado de bienestar, de nuestro mercado de trabajo a nuestra escasa productividad, desde el cambio climático a los problemas demográficos que nos vienen. Si queremos arreglarlos, creo que es hora de dejar de prestar atención a todos esos columnistas y líderes políticos histéricos, y centrarnos en lo concreto, no en dar alaridos a todo volumen.

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