Para hacernos una idea rápida del desastre económico en el que estamos inmersos, nada mejor que echar un vistazo a las previsiones que acaba de realizar la OCDE. Hace sólo unos días advirtió que España crecerá el año próximo la mitad de lo que prevé el Gobierno, es decir, que la economía no se terminará de recuperar hasta 2023 como pronto. Entretanto, nuestro país es de entre todos los desarrollados el que más ha sufrido el impacto de la crisis de la covid-19. Por ahora se trata tan sólo de estimaciones, pero son tan ilustrativas de la situación como preocupantes. Todas las grandes economías a excepción de China verán este año cómo su PIB decrece. Pero no es lo mismo que esto cueste tres puntos porcentuales de PIB, como en el caso de Irlanda, a que la pandemia se cobre 11,6 puntos, que es lo que prevén que se hundirá la economía española este año.
Este dato es el primer clavo en el ataúd de un Gobierno que, ante una situación excepcional, ha ido encadenado errores. Unos movidos por la improvisación o la inepcia, otros por interés político a corto plazo y otros por razones puramente ideológicas. El resultado lo tenemos a la vista y todo indica que esto no hará más que empeorar en los próximos meses. Aproximadamente la mitad de las empresas están en pérdidas. En algunos sectores como la hostelería, los números rojos inundan ya los balances del 75% de las compañías. Semejante destrucción del tejido productivo augura lo peor, porque la salud de una economía descansa sobre la salud de su sector privado. Esto es algo elemental al alcance de cualquiera y que sólo ignoran los que padecen ceguera voluntaria tan típica, por lo demás, de los que se encuentran dominados por la ideología.
Si el malestar no se aprecia aún en la calle es porque los sindicatos son marionetas del Gobierno y a que el propio Gobierno está gastando lo que no tiene para mantener cierta ilusión de normalidad
El sector privado español aún no está acabado, pero amenaza ruina. Así lo atestiguan todos los indicadores económicos. No existe un sólo brote verde al que agarrarse. Si la cosa no ha descendido aún a la calle se debe a que los sindicatos son marionetas del Gobierno y a que el propio Gobierno está gastando lo que no tiene para mantener cierta ilusión de normalidad. De los sindicatos nada puede esperarse, se activarán cuando dejen de gobernar los suyos, como sucedió hace diez años. Pero el gasto público desaforado y financiado principalmente sobre emisiones de deuda no durará eternamente. En 2021 del Estado sostendrá más de la mitad de un PIB decreciente y lo hará a crédito.
A muchos esto puede parecerles algo así como un sueño cumplido, pero la realidad es que el Estado sólo puede gastar lo que previamente ha recaudado más lo que pide prestado. En países con divisa propia puede hacerse trampas recurriendo a la emisión de moneda, pero ese no es nuestro caso. Aquí los euros que tan alegremente gasta el Gobierno no puede crearlos a placer. La fiesta, por lo tanto, terminará más pronto que tarde y lo hará dejando tras de sí un panorama aterrador de desempleo, falta de competitividad y grandes grupos de población dependiendo de subsidios.
En países como Argentina, el Estado se puede permitir estirar la goma porque el peso y los tipos de interés dependen del Gobierno. Además, su capacidad regulatoria es plena, es decir, pueden fijar los aranceles que crean oportunos y blindar a sectores enteros de la economía de la competencia internacional. En Argentina, en definitiva, el Gobierno puede manejar la economía nacional como si fuese una finca de su propiedad. Nuestro Gobierno no puede hacer lo mismo, aunque algunos perseveren en esa falsa creencia confiando en que, llegado el momento, alguien en Bruselas se apiadará de ellos.
El radicalismo justiciero de los ministros de Podemos es pura fanfarria para consumo de los militantes más entregados, pero no puede ir mucho más allá
El Estado español no emite moneda, sus competencias regulatorias están muy restringidas por los compromisos adquiridos con la UE y no puede cerrar las fronteras. No puede impedir, por ejemplo, que las empresas se trasladen a Portugal y operen en España. Cualquier español puede hacer las maletas y establecerse él y todo su capital en cualquiera de los 26 Estados miembros de la Unión Europea, algunos muy cercanos cultural y geográficamente. España, para desgracia de iluminados y bolivarianos, no es una finca.
Los griegos pudieron experimentarlo en sus propias carnes hace unos años. El parque temático de despilfarro, impuestos confiscatorios, quejas lastimeras e irresponsabilidad fiscal duró unos años, luego vino el llanto. Eso o la expulsión a las tinieblas exteriores. Un país como el nuestro, con casi diez millones de pensionistas y más de tres millones de empleados públicos que gustan de cobrar en euros puntualmente a fin de mes, no puede permitirse ser arrojado a esas tinieblas. El radicalismo justiciero de los ministros de Podemos es pura fanfarria para consumo de los militantes más entregados, pero no puede ir mucho más allá. Deberían mirarse en el espejo de Alexis Tsipras que, con una mayoría parlamentaria mucho más sólida, tuvo que aplicar un draconiano paquete de ajuste tras una pataleta inicial que condujo al país a un corralito de quince días allá por el verano de 2015.
Dudas en el electorado
¿Forzará tanto la máquina el Ejecutivo de coalición? No lo sabemos, pero es posible que lo haga. Cualquier cosa con tal de no apearse de la burra hasta que sea demasiado tarde. Para eso necesitarán algo más que una crisis económica galopante. Habrán de combinar ésta con una crisis política que justifique ciertos desmanes. Pero todo está condicionado a que el Estado pueda seguir liquidando sus pagos en euros y a que los actuales equilibrios electorales se mantengan. En el momento en que lo primero sea imposible el juego se habrá terminado. Respecto a lo segundo, el electorado es voluble. En 2008, cuando el PSOE obtuvo más de once millones de votos, nadie hubiese imaginado que tres años más tarde rebasaría por los pelos los siete millones. Lo mismo puede decirse del triunfante PP de Rajoy, que pasó de 10.800.000 votos en 2011 a 7.200.000 cuatro años más tarde.
En política la ventaja nunca es definitiva. Las crisis económicas suelen actuar como catalizador para los cambios de Gobierno, pero antes de eso agudizan las crisis políticas. Eso es lo que Sánchez tiene por delante, por mucho que se empeñe en confiar su suerte a cordones sanitarios y a un relato repetitivo y estomagante cuyo efecto es cada vez menor. Lo que tenemos ahora mismo no es más que un anticipo de lo que está por venir. Por más que en Moncloa se sientan superhombres con un control absoluto de todo lo que les rodea, no es así. Su capacidad para invertir la tendencia económica es muy limitada. Podrían contener parte de la sangría bajando impuestos y reduciendo el gasto, pero están haciendo justo lo contrario. Como sucede con todos los que mandan, se creen eternos y esa seguramente sea su perdición.