Si les pido que describan con una sola palabra a alguien que no viaja, que no tiene coche, que se ducha con agua fría, que ilumina la casa con velas, que no come carne o que usa trapos en lugar de compresas o pañales, seguramente muchos de ustedes recurrirían al término pobre. Porque, hasta hace no mucho estas circunstancias las imponían la miseria y la marginalidad.
Pues ahora resulta que no hay nada más cool y posmoderno que pasar penurias. Todos los discursos de las élites políticas europeas advirtiendo sobre el apocalipsis climático que se cierne sobre nosotros convergen en la misma conclusión: la pobreza es sostenible, ecológica e inclusiva mientras que la prosperidad contamina, destruye y mata.
Se trata, tanto en el fondo como en la forma, de una nueva cruzada contra el capitalismo, sólo que esta vez el fin no es combatir las carestías, sino imponerlas y perpetuarlas. El caso era encontrar una excusa que justificase la resurrección del socialismo y hasta del comunismo, que avalase la necesidad de volver a intentar su implementación sin recurrir a la ya fracasada lucha de clases. Y en el ecologismo han encontrado ese tótem que buscaban para volver a convencer a la sociedad sobre la utilidad de su ideología fracasada y podrida: el liberalismo, la globalización y la economía de mercado son los culpables de todos los males que padecemos y el progresismo los va a arreglar a base de intervencionismo y políticas de identidad.
Tras casi dos años bombardeando a la población con la falsa dicotomía entre salud y ley para que cuestionemos la necesidad del Estado de derecho y sus implicaciones, no es de extrañar que ahora le haya llegado el turno a la que persigue hacernos elegir entre la bonanza económica y el medioambiente. Una decisión envenenada, porque el objetivo que afirman perseguir no es real: a ellos la protección de la naturaleza les importa un bledo.
Somos las democracias occidentales libres las que más hemos contribuido e invertido en la protección de nuestro entorno: Europa es mucho más verde hoy que hace cien años
La agenda climática es mayormente política, no ecológica. Por mucho que sobreactúen y escenifiquen, la evidencia de que la prosperidad es la mejor amiga de la transición ecológica está aquí, entre nosotros. Somos las democracias occidentales libres las que más hemos contribuido e invertido en la protección de nuestro entorno: Europa es mucho más verde hoy que hace cien años y ese resurgir ha venido de la mano de altas cotas de prosperidad y de libertad. A pesar de ello, se nos exige a nosotros que renunciemos a aquéllas mientras indultan a las potencias que más contaminan: sólo China consume la mitad del carbón mundial (50,5%) seguida por la India (11,3%). El gigante asiático emite hoy más CO2 que los Estados Unidos y la Unión Europea juntos. Así que cualquier cambio que se pretenda hacer al respecto, o las incluye a ellas, o será absurdo e inocuo desde el punto de vista climático, pero un auténtico misil en la línea de flotación del bienestar de los europeos, en la viabilidad de nuestra industria y en nuestro modo de vida.
Parece que el nuevo orden mundial demanda el sacrificio de la prosperidad occidental, de la clase media europea, tanto en lo cultural como en lo económico: tenemos demasiadas cosas y disfrutamos de demasiadas libertades. Así que han consensuado que al mundo le conviene nuestro declive, pero la cosa está en cómo convencerle a usted, querido lector europeo. Y para ello no basta con promover la empatía, sino que es preciso imputarnos la responsabilidad de cualquier catástrofe natural: la madre tierra, la pachamama, nos avisa de que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Cuando asumamos de una vez por todas que somos dañinos para el planeta y practiquemos la pobreza se acabarán las sequías, desaparecerán las lluvias torrenciales, los huracanes y los tifones, dejarán de extinguirse especies animales y lucirá un perpetuo arcoíris sobre nuestras cabezas mientras deglutimos un exquisito bufete de cucarachas, gusanos y saltamontes. El individuo se diluirá en la tribu, a la que guiarán los designios de sus chamanes.
Con velas y duchas frías
La prueba del algodón que evidencia lo artificioso de este drama ecológico del que nos quieren hacer partícipes es la absoluta falta de interés en predicar con el ejemplo que muestran sus apóstoles. Porque mientras que encarecen el transporte aéreo para poner coto a los vuelos low cost que durante tantos años han sido el vehículo vacacional de millones de obreros, eximen de esa carga impositiva a los jet privados en los que ellos se desplazan por el mundo cual marajás. Porque mientras que a usted le imponen abandonar el coche para desplazarse al trabajo y llevar a los críos al colegio, ellos usan automóviles oficiales de alta gama que los recogen en la puerta de casa y los llevan donde sea menester. Porque mientras que a usted le animan a apagar las luces, prender las velas y ducharse con agua fría en su apartamento de setenta metros cuadrados, ellos disfrutan de las comodidades de mansiones oficiales situadas en el centro en las que los consumos de agua, luz y gas están incluidos.
Jamás olvide que las facturas de todos los lujos de los que disfrutan estos mediocres farsantes y predicadores de austeridad ya las pagamos nosotros, usted y yo. Como también vamos a pagar los costes de la transición ecológica y sus duras consecuencias. Asistimos a una reedición sui generis del clasismo ejecutada por aquellos que nos decían que lo iban a combatir.