Opinión

Decoro parlamentario

Por mucho que unas palabras molesten o duelan, no son pedradas ni palos, ni tiros en la nuca ni bombas debajo del coche

  • La ministra de Igualdad, Irene Montero, en el Congreso -

No falta quien se lamenta en estos tiempos por la grosería rampante y los improperios que vemos, por ejemplo, en las redes sociales. Más llamativo es que sea la presidenta del Congreso de los Diputados quien se preocupe por la necesidad de mantener la cortesía y el decoro en la Cámara que preside. Y últimamente Batet se ha prodigado en declaraciones al respecto.

Hace poco les recordaba a los diputados que debían autolimitarse en el uso de su libertad de expresión, pues no se puede utilizar la tribuna de oradores para ‘herir y ofender’, pidiéndoles un compromiso en tal sentido para dignificar la institución y dar ejemplo. Y en el tradicional discurso con motivo del Día de la Constitución volvió sobre la cuestión: los ciudadanos esperan de sus representantes ‘que la palabra se utilice para argumentar, no para herir. Para proponer, no para ofender’. De lo contrario, vino a decir, se degrada el uso de la palabra en el debate parlamentario, pues deja de servir como medio de persuasión para alcanzar equilibrios entre quienes piensan distinto.

¡Nobles palabras! Como es obvio, hacen alusión a los últimos incidentes ocurridos en el hemiciclo, donde los insultos y las llamadas al orden han acaparado la atención pública. A la diputada Patricia Rueda, por ejemplo, se le negó el uso de la palabra después de que el vicepresidente de la Cámara la llamara al orden por emplear el término ‘filoetarra’; tras negarse a retirar el calificativo, fue expulsada de la tribuna por Gómez de Celis, quien además ordenó que se eliminara la expresión del diario de sesiones.

No parece que a los abertzales les inquiete gran cosa cuando organizan homenajes a los presos de la banda, tratando de héroes a asesinos múltiples

Según el reglamento del Congreso, los oradores serán llamados al orden ‘cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros’. Ahora bien, la aplicación en este caso fue cuando menos sorprendente. Resulta arbitraria si tenemos en cuenta que la expresión se ha empleado más de sesenta veces en esta legislatura sin que en ninguna ellas se le exigiera al diputado que se retractase o se le retirara la palabra por ello. Y hasta caprichosa considerando las palabras de la diputada, con las que se quejaba de que se ninguneara a Málaga, mientras se premiaba a ‘filoetarras, nacionalistas y golpistas’.

¿Que te llamen ‘filoetarra’ es ofensivo, pero ‘golpista’ no? Como habría que preguntarse a quién ofende en realidad la expresión, si a los de Bildu o a quienes los han convertido en socios de legislatura. Pues no parece que a los abertzales les inquiete gran cosa cuando organizan homenajes a los presos de la banda, tratando de héroes a asesinos múltiples.

Con todo, el escándalo mayor se armó con las palabras de otra diputada de Vox, cuando dijo desde la tribuna que el único mérito de Irene Montero es ‘haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias’. Es una descalificación en toda regla, nada sutil, que respondía a su vez a las descalificaciones vertidas contra los jueces por la ministra de igualdad y sus adláteres, en un intento por eximirse de responsabilidad por las rebajas penales que ha traído la ley del ‘solo sí es sí’. La ministra, que pasaba por sus horas más bajas, no dejó escapar la ocasión.

Con aire compungido, pidió que constará en el diario de sesiones ‘la violencia política que se está ejerciendo en la sede de la soberanía popular’ y levantó el dedo acusador contra ‘esta banda de fascistas’, según tildó a los de Abascal.

El revuelo fue inmediato en el hemiciclo, con gritos de ‘vergüenza, vergüenza’ o ‘no todo vale’. Por si no fuera suficiente la ovación que parte de la Cámara le tributó a la ministra, parlamentarias de todos los grupos, excepto el PP y Vox, se fotografiaron con la ministra en desagravio. Las condenas más suaves criticaban el insulto como intolerable o indecente, pero muchas se sumaron a la tesis de la supuesta violencia política. En declaraciones a la Cadena Ser, la propia ministra aseguró que, lejos de ser un insulto aislado, formaba parte de ‘una campaña de violencia política continuada’, auspiciada por la derecha y los poderes mediáticos, que perseguía su destrucción personal. Puestas a sonar todas las alarmas, Àngels Barceló explicó que no fue un exabrupto, sino ‘una amenaza para la esencia de la democracia’, pues un ataque personal así, con alusión a la pareja, tiene ‘como objetivo dinamitar los marcos democráticos’; por si fuera poco, lo calificó de ‘violencia política llevada al máximo extremo’ (sic). Quien no muere de énfasis en este país es porque no quiere.

No es casualidad que la misma formación que habla ahora de violencia política aplaudiera durante la campaña madrileña los ataques contra una concentración de Vox en Vallecas

Tanta desmesura sería ridícula, si no fuera por que es un caso de libro de ‘victimización estratégica’. Entre otras ventajas, quien se hace la víctima busca escudarse frente a críticas y reproches, presentándolos como agresiones. Para ello agrandará las ofensas todo lo que haga falta, en este caso equiparando el insulto con la violencia física, como si fueran indistinguibles. No es casualidad que la misma formación que habla ahora de violencia política aplaudiera durante la campaña madrileña los ataques de los antifascistas contra una concentración de Vox en Vallecas, donde sí hubo violencia real y heridos de verdad. Pues la retórica victimista alimenta el peor maniqueísmo y desnivela moralmente el terreno de juego: contra los malos, ya se sabe, todo vale.

Lo cierto es que ese ventajismo maniqueo, que era santo y seña de Podemos, se ha transmitido a los socios de coalición y funciona gracias al coro mediático. Nadie lo ilustra como la ministra Montero, quien a los pocos días no tuvo empacho en acusar a los populares de ‘promover la cultura de la violación’. En sede parlamentaria, por si quieren pedir las sales. Y su expareja, que está ahora de tertuliano, llama ‘golpistas’ a los de Feijóo, advirtiendo que ‘te comen como los piojos’ si no los tratas como tales.

En un clima político donde son normales los abusos verbales de ese calibre, pedir civilidad y decoro resulta impostado; o peor, si se les pide solo a unos. En otras tradiciones parlamentarias, hay expresiones que se consideran inapropiadas en las sesiones de la asamblea y se hacen listas de lo que se denomina unparliamentary language. Por comparar, en los Comunes se considera indecoroso calificar de ‘mentiroso’ a otro miembro de la Cámara, por implicar que su conducta es deshonrosa, y usan eufemismos como ‘económicos con la verdad’. Y en la India epítetos como ‘dictador’, ‘incompetente’ o ‘corrupto’ han sido descartados como antiparlamentarios, con la consiguiente polémica acerca de si se puede restringir el libre debate en nombre de las reglas de etiqueta.

Se dice así que el decoro adorna, mientras lo indecoroso afea, para indicar que afecta a la envoltura adecuada y la apreciación estética

Aquí no hay que preocuparse, que lo nuestro no es Westminster. No debería sorprender, pues lo decoroso o lo indecoroso hace relación a la apariencia externa, al modo en que nos presentamos ante los demás y guardamos las formas en nuestro trato con ellos, todo lo cual viene prescrito por los usos sociales y evoluciona con los mismos. Se dice así que el decoro adorna, mientras lo indecoroso afea, para indicar que afecta a la envoltura adecuada y la apreciación estética. No carece por ello de sustancia ética, pues quien no tiene modales habla o se comporta de forma basta y grosera, sin consideración por los demás; por el contrario, el decoro se manifiesta en el tacto y la discreción en el trato con otros, por eso no puede reducirse a una serie de reglas de buena conducta. Su raíz moral está en el respeto que debemos a los demás y guardar las formas no es otra cosa que la disciplina, o la contención, que ese respeto impone.

Otro día habrá que hablar de insultos y ofensas como formas típicas de faltar al respeto. Pero ahora toca recordar algo elemental: por mucho que unas palabras molesten o duelan, no son pedradas ni palos, ni tiros en la nuca ni bombas debajo del coche. Eso sí es violencia política, como sabrán quienes la justificaban hace no tanto. Confundirlas interesadamente sirve para promover una mezcla de victimismo y retórica guerracivilista que no presagia nada bueno. Salvo para los extremistas, que prosperan con ella y para los que el decoro significa bien poco.

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