Opinión

La destrucción de la educación obligatoria

Imagina una ley que prohibiera alimentar a la infancia con las mejores frutas, legumbres y verduras, hidratos de carbono, lácteos y proteínas animales para obligarles a una dieta de chuches y productos ultraprocesados como carne artificial y palitos de re

  • La exministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá. -

Imagina una ley que prohibiera alimentar a la infancia con las mejores frutas, legumbres y verduras, hidratos de carbono, lácteos y proteínas animales para obligarles a una dieta de chuches y productos ultraprocesados como carne artificial y palitos de restos indigestos de pescado. Pues esta es la pretensión de la última reforma educativa socialista, la llamada Ley Celáa. En un país ilustrado habría sido un verdadero escándalo, pero España nunca lo ha sido del todo.

Sale Clara Campoamor, entra Luisa Carnés

Para que lo entiendan, veamos lo que quieren hacer con la lectura: se trata de promover “experiencias personales de lectura” -¡como si las hubiera impersonales!- con un canon de obras de autoras de tercera o cuarta, pero fuerte bizquera ideológica. El problema no es que (solo) sean autoras feministas, sino que seleccionen y promuevan autoras marginales, pero políticamente correctas: propaganda conformista en vez de crítica y conocimiento.

La carga de profundidad de la selección resuena en que se ignore a la gran feminista y autora liberal Clara Campoamor en beneficio de una escritora menor de la época, Luisa Carnés, pero comunista de pies a cabeza. Una elección típicamente soviética, dicho sea de paso. Y que sigue la misma lógica canceladora por la que en muchas carreras de filosofía los alumnos pasan de largo por Hannah Arendt, quizás la mejor pensadora del pasado siglo, pero les empapen con catequesis queer de la insignificante antinaturalista Judit Butler.

Incapaces de apreciar un plato de percebes, una pieza de buey o unas buenas lentejas, creen que no hay alternativa a la papilla ultraprocesada de restos del mercado editorial

Están promoviendo la deformación de una generación de ignorantes. La cosa viene facilitada porque demasiados docentes de secundaria y universidad ya lo son; no tienen alternativa a la transmisión al alumnado de todas sus carencias, desconocimientos y fútiles entusiasmos con baratijas ideológicas tan recicladas como el surimi de pescado. Si hay diseñadores de currículos educativos convencidos de que los niños deben ser protegidos de la literatura clásica y entregados a la protección de los cómics feministas iraníes, es porque ellos mismos son incapaces de extraer nada positivo ni satisfactorio de la lectura de Homero, Cervantes o Kafka.

Incapaces de apreciar un plato de percebes, una pieza de buey o unas buenas lentejas, creen que no hay alternativa a la papilla ultraprocesada de restos del mercado editorial. Lo monstruoso es que, efectivamente, creen proteger a los niños y niñas impidiéndoles leer el Lazarillo de Tormes o aprender a calcular raíces cuadradas por sí mismos, avance saludado por la siniestra Ángela Rodríguez alias Pam. Gracias al fuerte sesgo ideológico reaccionario e izquierdista de los principales fabricantes de textos escolares, los currículos se han entregado a los más incapaces y sectarios, siguiendo la regla de hierro de la ineptocracia: seleccionar lo peor para multiplicar fracaso y fiasco.

Seguirá habiendo buenos centros educativos y buenos docentes y, gracias a la revolución digital, el acceso a la alta cultura será más fácil y abierto que nunca, pero carente de sentido

La situación es comparable a la caída de la universidad española tras la edad de oro de la Escuela de Salamanca, cuando se seguían enseñando indigestos refritos escolásticos de tercera o cuarta mano, como si fuera conocimiento actualizado de primera e ignorando a conciencia todo avance científico y humanístico (los avances eran a menudo de acceso restringido vigilado por la Iglesia). No era el único país así, pero mientras otros como Alemania, Francia o Escocia reaccionaban al impulso de la Ilustración, en España se rectificó cuando no hubo más remedio; así, Unamuno aceptó el rectorado de Salamanca cuando la histórica universidad había estado a punto de cerrarse por falta de estudiantes y catedráticos.

La educación de calidad no va a desaparecer, simplemente va a ser marginada de la obligatoria mayoritaria. Seguirá habiendo buenos centros educativos y buenos docentes y, gracias a la revolución digital, el acceso a la alta cultura será más fácil y abierto que nunca, pero carente de sentido para quien no disponga del arsenal crítico necesario para distinguir, pongamos por caso de moda, la meteorología científica de las simpáticas cabañuelas y témporas de nuestros tatarabuelos (y por lo visto, es una carencia muy extendida en los medios de comunicación).

No, el problema es que la buena educación está siendo expulsada de la educación pública a golpe de ley educativa, cada una peor que la anterior, todas presididas por la contumacia en el error y el rechazo a aprender de la experiencia, sustituyendo la evaluación de resultados por la manipulación estadística del aprobado generalizado. El mantenimiento inalterable de la falacia del aprender a aprender, agazapado en expresiones estúpidas como “experiencia personal de lectura” o el desprecio de las raíces cuadradas, blanquea el hecho atroz de que si no se aprende a leer, escribir y calcular en el tiempo adecuado resultará muy difícil recuperar la oportunidad perdida, tan difícil como convertir en atleta a alguien encerrado en un armario durante los años críticos de su desarrollo. Esfuerzos como el inmenso fondo digital de libre acceso de la Biblioteca Nacional carecen de sentido para quienes no saben leer ni aprecian la lectura como experiencia de placer ni de aumento de saberes.

Adoptan medidas de prohibición del móvil en el aula y retirada del aparataje digital excesivo, en beneficio del libro, los conocimientos, la discusión oral

Esta destrucción de la educación clásica está abriendo una brecha social muy profunda entre quienes sí tienen acceso a una educación decente, con buena formación en conocimientos, valores y hábitos, y el resto, arrojado a un futuro de precariedad proletaria en la sociedad y economía del conocimiento, que son la gran mayoría.

Si la Ilustración insistió tanto en la importancia de la educación era por su firme creencia en que era imposible una sociedad de ciudadanos libres e iguales con una brecha educativa excesiva. Es cierto que el optimismo ilustrado sobre las virtudes de la educación se ha revelado excesivo, pero también que no hay alternativa para una sociedad decente, no excesivamente desigual ni demasiado alienada por creencias dañinas.

En Asia oriental, herederos del confucianismo que venera la buena educación, resolvieron el problema ignorando a conciencia las peores tonterías occidentales del construccionismo pedagógico. Y en Europa, los países que fueron en su momento pioneros de la tecnocracia educativa recogen velas y adoptan medidas de prohibición del móvil en el aula y retirada del aparataje digital excesivo, en beneficio del libro, los conocimientos, la discusión oral con reglas y el folio en blanco escrito a mano. No es un capricho, es la experiencia de 2.500 años de escuela exitosa y 50 años de desorientada.

No ocurre así en España, que asiste impertérrita o impotente a la Contrailustración educativa en marcha, a medida de la izquierda reaccionaria y del separatismo, enemigos naturales de cualquier proyecto ilustrado y liberal. Es parte estratégica del proceso de desmantelamiento de la democracia en que nos está sumiendo el sanchismo. Tenía que decirlo.

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