Ni la democracia se agota en el voto, ni la legitimidad de las decisiones de un gobierno pueden sostenerse exclusivamente en él. La voluntad del pueblo no es un sustitutivo de la gracia de Dios ni permite a los dirigentes obrar a voluntad: las decisiones de quienes ostentan el poder en los regímenes democráticos no pueden conculcar la separación de poderes ni vulnerar los derechos y libertades fundamentales del individuo.
En torno a esta suerte de legitimación intrínseca se configuran los Estados liberales y democráticos de derecho. Es el imperio de la ley, que somete por igual a gobernantes y gobernados, impidiendo a los primeros imponer a los segundos normas injustas y arbitrarias. Su némesis es la tiranía, que confiere rango legal al capricho, a la mera voluntad del dictador, pues no existe soberanía más allá de lo que él representa. Un representante electo que usa la desgracia o el miedo para retorcer la legalidad y amordazar al sistema de contrapesos que debe controlar su actuación no es un demócrata.
Así que Pedro Sánchez no es un demócrata. Desde el parapeto que le confirieron la inseguridad y la muerte provocada por el coronavirus, impuso el cierre de las Cortes Generales, institución del Estado que representa al pueblo español. El presidente se arrogó para sí la legitimidad soberana que la Constitución asigna a los ciudadanos, echando la llave a las dos Cámaras a través de las cuales aquélla se manifiesta, Congreso y Senado. Vulnerando los derechos de los diputados y de los senadores a la participación política, Sánchez violentó los de todos los españoles, tanto si lo votaron como si no. Esto es, ni más ni menos, lo que acaba de constatar el Tribunal Constitucional al estimar el recurso de amparo formulado por Vox contra los acuerdos de la Mesa del Congreso de los Diputados de marzo y abril que echaron el cierre a esos órganos democráticos.
Rendir cuentas al Congreso
Otra pieza más del puzle totalitario que se ha ido completando ante nuestros impasibles ojos: en julio el Constitucional confirmó que Sánchez recurrió al estado de alarma y no al de excepción para limitar nuestros derechos porque el segundo le imponía la obligación de rendir cuentas en el Congreso, mientras que el primero le permitió obrar con impunidad. Ahora concluye que suspendió el normal funcionamiento de las instituciones democráticas para asumir él el rol de soberano plenipotenciario. Dos sentencias que consagran la dictadura pandémica en la que vivimos.
Porque en aquellos aciagos días no sólo enfermamos nosotros, nuestros familiares, nuestros amigos o conocidos, también lo hizo nuestra democracia. Sánchez la ingresó en la UCI e impulsó un auténtico cambio de régimen. Se permitió así sustituir la ley por el decreto y el control parlamentario por alocuciones públicas en las preguntas de los medios debían pasar previamente los filtros de su gabinete de prensa. El coronavirus del autoritarismo también se propagó por nuestro sistema de libertades e hizo metástasis en nuestros órganos constitucionales, colocándose a las puertas del poder judicial, último dique contra el contagio generalizado de la enfermedad.
Tiene su aquel que los dos recursos ante el Tribunal Constitucional que han impedido que el sanchismo imponga su relato victorioso sobre la pandemia los interpusiera el partido al que el socialismo señala como el mayor peligro para la democracia y la libertad, Vox. Este Gobierno actúa como el caníbal que advierte a su consorte sobre los peligros que entraña el vecino vegano. Lo peor de todo es que su voracidad depredadora no parece encontrar rechazo en la ciudadanía, que permanece silente o hasta cómplice, ni parece conminarles a asumir algún tipo de responsabilidad política por todo lo perpetrado.