Opinión

Dios salve a la Reina

Fue el factor de estabilidad en un mundo incierto, en continuo cambio en el que un sinfín de referencias clásicas habían desaparecido o perdido su vigencia.

  • El rey Carlos III de Gran Bretaña y Camilla, la reina consorte, observan los tributos florales a su llegada al Palacio de Buckingham en Londres. -

Suenan en la lejanía los acordes milenarios de las gaitas de Escocia, las suaves melodías galesas, las lentas sintonías de los antiguos Dominios mientras Isabel se encamina hacia su reunión con el Destino en Westminster. Desde sus sepulcros la saludan mil reyes de Britania, cientos de prohombres de la historia inglesa y la Pompa y la Circunstancia del viejo Elgar queda en la penumbra de un fin de Era, la segunda isabelina. La Reina joven llega al final del camino en aras centenarias, las propias de un crepúsculo tan discreto como brillante. Isabel simboliza la dignidad, la continuidad histórica de un país que ha logrado sobrevivir a su grandeza. Del Imperio quedan los oropeles de una sociedad moderna, compleja y conflictiva que pasó de Kipling a una decadencia que se creía irreversible.

La Reina fue el baluarte no de la tradición, sino del muy británico arte del empirismo pragmático. Encarnó de forma irreprochable la transición de una sociedad tradicional a otra postmoderna, abierta y cosmopolita sin alterar ni un ápice lo que representaba la Monarquía Británica. En medio de los años oscuros de una Britania que había ganado la guerra para convertirse en una potencia menor entre el final de la II Guerra Mundial y la revolución tacheriana mantuvo el fulgor de esa Britania dura, irreductible capaz de renacer de sus cenizas. La tierra de la libertad, del parlamentarismo, del espíritu liberal, la Gran Bretaña que nunca se rindió. Isabel fue la marca Britania en los años duros, el fulgor en medio del gris londinense.

Su reinado fue proustiano, esto es, la sensación y la convicción de que el discurrir de la historia nunca puede alejarse de lo fundamental;  en el retorno a los valores

Isabel II simboliza como casi nadie los dramas y las esperanzas del Siglo XX. Llegada al trono tras la Segunda Guerra Mundial ha vivido durante setenta años las enormes transformaciones registradas por su país y por el mundo. Con raras excepciones encarnó los valores de Occidente: la democracia liberal, el capitalismo y lucha frente a la tiranía. Fue el factor de estabilidad en un mundo incierto, en continuo cambio en el que un sinfín de referencias clásicas habían desaparecido o perdido su vigencia. La capacidad de ajuste de la Monarquía británica a los tiempos tiene mucho que ver con su Corona, ningún monarca anterior vivió un proceso de transformación tan radical.

Isabel II pasó por los duros años de la postguerra, por la Guerra Fría, por la revolución cultural de los sesenta, por la brutal crisis de los setenta, por el derrumbre de la URSS, por las esperanzas de Fukuyama sobre el triunfo definitivo del capitalismo democrático etc etc. etc. con la soberana distancia de la mirada larga, con la convicción de que lo esencial no perecería y con una visión que sólo puede proporcionar el tiempo, el  majestuoso alejamiento de lo perecedero. Su reinado fue proustiano, esto es, la sensación y la convicción de que el discurrir de la historia nunca puede alejarse de lo fundamental;  en el retorno a los valores, a veces olvidados, a veces preteridos sobre los que se sustenta el pulso vital y profundo de una nación.

La Monarquía Británica, servida por Isabel, es el resultado de un largo proceso evolutivo que encuentra en ella la representación perfecta de un mundo en mutación permanente. La Reina no gobierna, pero representa los intereses permanentes de la nación histórica, de su continuidad al servicio de la permanencia del Estado. Esto es vital en un contexto de transformación permanente como es el propio de una sociedad moderna. El peso de la Corona es el legado milenario de quienes hicieron posible la moderna Britania. Isabel II hizo posible y simbolizó esa imagen. Hay una Britania que pervive y a cuya salvaguarda un Monarca ha de consagrar su existencia.

Con Victoria, ha sido el monarca británico que más tiempo ha reinado. Cabalgó sobre las aguas como Britania lo hizo en los poemas imperiales de Kipling

Pocos reinados tan lejanos y tan cercanos al pueblo. El equilibrio entre esos extremos es ejemplar en el de Isabel II. Jamás hizo concesión alguna a la moda del momento, a la opinión del día y, por eso, siempre estuvo cercana a lo fundamental: la necesidad de ver la Corona como un ancla de estabilidad. Eso le concedió una autoridad moral que permaneció constante a lo largo de todo su reinado a pesar de las mil adversas circunstancias que acompañaron su trayectoria vital. La Reina estuvo siempre donde la correspondía, jamás se movió de su lugar.

El 19 de septiembre, su féretro entrará en Westminster. Algunos, muchos recordarán su coronación y eso mostrará lo que es la vida, incluso de la que fue Reina-emperatriz: Sic transit gloria mundi. Isabel, hija de Rey, heredera de reyes, entrará a formar parte de la mitología de los inmortales. Con Victoria ha sido el monarca británico que más tiempo ha reinado. Cabalgó sobre las aguas como Britania lo hizo en los poemas imperiales de Kipling. Ahora descansa en paz y en la memoria de muchos.  

Carlos III accede a la Corona en un momento muy delicado para gran Bretaña. La crisis económica, similar e incluso más grave que la de los 70; la emergencia de la II Guerra Fría; el cuestionamiento de la propia identidad británica, las postrimerías del Brexit etc. suponen un desafío extraordinario para su reinado. Cabe esperar que haya aprendido las lecciones impartidas por su Augusta Madre y ejerza con honor su función como Monarca del Reino Unido de la Gran Bretaña.  

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