Los márgenes que tenía el Rey eran más bien estrechos, reflejo exacto de la estrechez de miras en la que se mueve la vida política española. En plena negociación de la investidura con quienes aplauden la quema de fotos del monarca, Felipe VI hizo lo que pudo hacer, que para disgusto de unos cuantos, fue mucho más de lo que esperaban. Quienes querían que el discurso fuera un metafórico viaje a Cuba, un salirse de la escena, se encontraron con que el Rey decidió ser foquista. Ante esta concatenación de dislates en la que se está convirtiendo nuestra política, el monarca hizo lo que ningún otro líder político o social ha hecho en los últimos años: elevar el vuelo, alzar la mirada y cambiar el foco; dar protagonismo en esta escena a lo que debería tenerlo.
Parece que, de todos los próceres de la vida pública española, el Rey es el único que no se conforma con que España esté en el vaivén de la politiquería y la mirada baja. Las negociaciones de la investidura han abajado la vida pública hasta convertirla en vida subterránea, hasta hacer de ella algo fungible. Y el Rey, en Nochebuena, trató de elevarla. Habló de temas que en España parecen no existir. “Revolución tecnológica”, los “movimientos migratorios”, la “desigualdad” o el “cambio climático” son, como dijo el Rey, cuestiones que “están muy presentes y condicionan ya de manera inequívoca nuestras vidas”, mucho más que los escarceos del PSOE con Bildu, aunque estros sean más sangrantes. Pero España es algo más que sus políticos; el Rey quizá lo sepa mejor que nadie y por eso propuso algo que está más allá: elevar los pulsos de la nación hasta que alcancen a rozar ese punto del presente en el que se empieza a levantar el futuro.
Corremos el riesgo de creernos, por insistencia, que de verdad somos esto que vemos en los periódicos y telediarios. Si así fuera, si las idas y venidas de la investidura fueran representativas de los intereses de los españoles, sólo cabría señalar que hemos decidido suicidarnos. Gracias a Dios no somos esto, o no enteramente, al menos. Somos también esa sociedad “emprendedora y generosa”, “que vive conforme a valores y actitudes compartidos con las demás sociedades libres y democráticas”, “que asegura nuestra convivencia en libertad”. Y todo esto, se ha logrado no por generación espontánea sino porque “millones de españoles, gracias a nuestra Constitución, hemos compartido a lo largo de los años unos mismos valores sobre los que fundamentar nuestra convivencia”.
Que recordara, a las puertas de una investidura, que lo que escoja el Congreso debe estar movido por el “interés general de todos los españoles”, no es una coletilla procedimental
La política que vemos y vivimos en los medios cada día no es más que un síntoma que revela la afasia en la que vive España, atrapada en un presentismo que sólo facilita la satisfacción de apetencias primarias, e impide cualquier aspiración de futuro. Que recordara, a las puertas de una investidura, que lo que escoja el Congreso debe estar movido por el “interés general de todos los españoles”, no es una coletilla procedimental.
Hablar del futuro
Hemos llegado al punto en el que todo lo que no sea hablar de las próximas 24 horas resulta marciano, algo propio de selenitas. Porque, y tendrían que hacerse mirar por qué, no resultan creíbles los líderes políticos cuando hablan de la España de los próximos 50 años, que es justamente la España por la que deberían estar trabajando.
Tanto y tan ostentosamente han mostrado la esclavitud que los ata al presente -semerocentrismo, lo llama Remi Brague- , que el futuro, puesto en su boca, tiene trazas de excusa para zafarse de un presente incómodo. Por eso, el discurso del Rey resultó revitalizante; porque sí resultó creíble en su empeño por elevar un poco el vuelo de la vida pública.
Y lo hizo a través de nuestra propia historia o de los valores que la han movido en los últimos 40 años: “El deseo de concordia” que la política tuvo y ha perdido, virando hacia el enfrentamiento permanente y, en cierta medida, irracional. Y desde la concordia, o recuperándola como valor político, no como buen deseo vacío, alcanzar el “entendimiento” entre los distintos para recuperar y defender “el impulso de la solidaridad, la igualdad y la libertad” como principios vertebradores de nuestra sociedad.
En un momento político y social más proclive a la depresión que al buen ánimo, el Rey mostró los otros perfiles de la sociedad españoles, los que hoy no encuentran representación ni cobijo en los representantes públicos. Recordó algo que nunca debería haberse olvidado: España es una gran Nación, una democracia plena, una sociedad capaz de tomarle la medida al futuro. Sólo falta creérselo y que se lo crean los representantes públicos, porque “el tiempo no se detiene y España no puede quedarse inmóvil, ni ir por detrás de los acontecimientos”.