Opinión

En defensa de la identidad

Un nacionalista o un tirano pretende servirse de la nación y un patriota servirla y preservarla. El primer requisito de un buen gobernante es el patriotismo

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El final de una civilización es la pérdida de identidad del sujeto, el hombre sin rumbo, sin pasión, con una vida de apatía y desdén por lo propio al ni siquiera saber qué es. Una identidad desdibujada por el fomento del desprecio a lo sagrado, al amor romántico, a la familia, a la patria y a todo lo que pertenece mientras se azuza un estado de exaltación sentimental por lo banal, ajeno o cercano, que destruya todo vínculo con tu ser. La identificación se presenta como la deformación de la persona y hace que parezca monstruoso lo más profundamente humano, la conciencia sobre la existencia, lo que te pertenece. La identidad.

Como en El extranjero de Albert Camus, el hombre sin identidad es un ser impasible, indolente, absurdo. Quizá sea el estado ideal al que aspiran que lleguemos y así ser más manejables por quienes atacan el identitarismo —que elimina al individuo— confundiéndolo con la identidad, que aporta conciencia y trascendencia al ser. Todos nos hemos sentido en algún momento así, como el extranjero, y estamos expuestos a ser extranjeros de nosotros mismos, a que nos arrebaten todo asidero moral y cultural para luego condenarnos sin piedad por no llorar lo que nos instigaron a sentir como extraño. Como le sucede al protagonista de la novela al no llorar la muerte de su madre.

Nacionalismo y patriotismo

Son tiempos de confusión y contradicciones en España para quienes ponen en el mismo plano despreciable los identitarismos de género, los nacionalismos periféricos y el patriotismo español. Siempre pareció que detestaban todo vínculo de identidad con la nación, pero derrochan una sobreactuada sentimentalización sobre otras formas de pertenencia identitaria, como a Europa, a la que tratan como su nación verdadera, y a Dinamarca, como una nación superior a España. Estos nacionalistas daneses de nuestro entorno que, despojados de racionalidad, desdeñan la identidad española aunque no la europea de las Instituciones de Bruselas, vagan ya con sus contradicciones en este fin de ciclo como el ser absurdo sin identidad de Camus.

Existe una identidad española majestuosa atrapada por los traumas sociales de las distintas generaciones a causa del nacionalismo periférico durante el siglo XX. Lo que ha llevado a que una parte de la sociedad sumida en el error cuya conciencia ha crecido con las taras del odio, desprecie el sentimiento de pertenencia a la nación a España sin ser capaces de entender que el nacionalismo es el enemigo del patriotismo, como ha señalado el escritor José María Marco. Los nacionalismos periféricos se basan en una nación que no existe —a diferencia de España, lo que no le perdonan— y sólo pretenden crear la suya propia para poder adosarle un Estado del que vivir. Porque sin la corrupción no se puede entender nada de lo que produce el nacionalismo periférico en España hasta el último de nuestros días.

La ley puede ser contraria al sujeto y a la nación. Son leyes de educación las que arrebatan el derecho de los niños a aprender

El nacionalismo anula al individuo, manipula su necesidad existencial de pertenencia para convertirlo en un esclavo del Estado. El nacionalismo es el relato que hace posible la sumisión, la corrupción de unas Instituciones extractivas e impiden toda identidad personal dibujando la colectiva según los intereses del poder. Es el nacionalismo del que se han valido los estados comunistas, cuando no utilizan el terror, para someter a la población como siervos a una nación que se identifica con el Estado y éste con el partido. Un nacionalista o un tirano pretende servirse de la nación y un patriota servirla y preservarla. El primer requisito de un buen gobernante es el patriotismo.

Reducir la nación al Estado y sus Instituciones es otra ficción que, aunque pueda ser de carácter democrático, obvia el hecho de que la identidad nacional es preexistente a la forma de Gobierno y a la Ley, pues somos los ciudadanos los dueños del Estado y no al revés. Somos soberanos de ella, siendo los gobernantes unos empleados temporales para mantenerla y hacerla progresar.

Es un error reducir al individuo a un ser jurídico de derechos y obligaciones. La ley es esencial para la existencia como ciudadanos con poder respecto de quien lo ostenta. Pero la ley puede ser contraria al sujeto y a la nación. Son leyes de educación las que arrebatan el derecho de los niños a aprender. Son leyes del clima las que impiden que España explote sus propios recursos sometiéndonos a un vasallaje energético extranjero. El ciudadano jurídico sin identidad es menos cruel pero más egoísta y menos dispuesto a hacer sacrificios morales por proteger lo que le pertenece al sentirlo extraño. Pertenecer a algo importante se traduce de forma natural en un compromiso, eligiendo cada uno el suyo, que da coherencia a esa existencia.

Arrebatarnos la identidad española es una forma de convertirnos en ese ser indolente, apático, absurdo y siervo de quien dirija el saqueo de la nación. Se estigmatiza ese sentimiento de identidad que es la conciencia de que la nación, su herencia y su destino, nos pertenece a los ciudadanos y no a sus gobernantes. Quizá la última forma de defensa ante el autoritarismo y la corrupción sea la identidad española, porque quien secuestra la nación, pisotea a los ciudadanos.

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