Se llama Sara Aagesen, tiene 48 años, es ingeniera química, su padre es danés, su madre española, no milita en partido alguno, su héroe histórico es Blas de Lezo (sic) y desde esta semana es la sucesora de Teresa Ribera en el Ministerio para la Transición Ecológica amén de vicepresidenta tercera del Ejecutivo. Era una de las nenas mimadas de su inhóspita jefa, ahora repantingada en un confortable sillón en Bruselas.
Sara tiene un inconfundible perfil de dama nórdica, alta, rubia, rasgos decididos y una mirada entre soñadora y dulce. De lejos se asemeja a una de las musas de Bergman, un mix entre Ingrid Thulin y Liv Ullman. De cerca exhibe un hieratismo afable como de primer plano de Dreyer. "Grande, suave, cálida y preciosa", como decía Max Von Sidow en Pasión. No es el aspecto que exhiben las candorosas miembras del Gabinete sanchista, entre el barroquismo enrevesado de María Jesús Montero o el aire de pívot provinciano de Elma Saiz.
Un periodo cargado de turbulencias y escándalos que pueden derivar en una crisis de imprevisibles dimensiones. Un leve vistazo al rosario de sucesos judiciales dibujan un panorama incómodo
Sara es una absoluta desconocida en el panorama político nacional, aunque los conocedores de la cosa verde la tienen muy referenciada. Su dedicación al sector medioambiental viene de lejos. Estuvo en la Oficina de Cambio Climático, ha participado en el Consejo Asesor del Centro de Tecnología del Clima de la ONU amén de su colaboración en decenas de iniciativas sobre la deriva climática tan en boga en la farfolla social de nuestros días.
Son malos tiempos para aterrizar en Moncloa. Se respira un clima de crispación propio de un cotolengo norcoreano. Es un período cargado de turbulencias y escándalos que pueden derivar en una crisis de imprevisibles dimensiones. Un leve vistazo al rosario de sucesos judiciales de los últimos días dibujan un panorama tan desagradable como el sobaco de un orangután. El hermanísimo del presidente, imputado, junto a su extraña pandilla extremeña. El conseguidor Aldama estalla estruendosamente en el Supremo. Dimite el jefe del socialismo madrileño, un Lobato, y se confiesa ante el juez del caso Koldo. La asistente personal de Begoña (una funcionaria de Presidencia) comparece mudita en el Senado. Hidalgo, el capo de Globalia, reconoce en la Cámara Alta contactos con la esposa imputada. El Fiscal General está a dos pasos de ser finiquitado. El congreso sevillano del PSOE, que se pretendía de gloriosa resurrección, transcurre como un tedioso sepelio, un deprimente miserere. Esto acaba de empezar.
No se ha distinguido por apariciones beligerantes o proclamas estridentes sino más bien, todo lo contrario. En un vistazo somero a sus actuaciones, se la situaría en el extremo opuesto al que ocupaba su predecesora
¿Qué hace esta sorprendente Sara como la tercera de a bordo en un Gobierno de corruptos y mastuerzos como el que ocupa la Moncloa? Aunque sólo sea atendiendo a su singular envoltura, extraña que no haya rechazado figurar en semejante compañia. Si se analizan sus dichos, apenas se le conocen declaraciones airadas, afirmaciones sectarias, ataques a la ultraderecha, manoseo de los bulos y demás letanías propias de cuantos ahora manejan el aparato del poder. No se ha distinguido por apariciones beligerantes o proclamas estridentes sino más bien por todo lo contrario. En un vistazo somero a sus actuaciones, se la situaría en el extremo opuesto al que ocupaba su predecesora, la intemperante Ribera, responsable de las dos instancias que evidenciaron mayor inutilidad, impericia, desidia e ineptitud durante la Dana. A saber: la Conferencia Hidrográfica del Júcar y la inútil Aemet.
Sería injusto adjudicarle alguna corresponsabilidad en las enormes pifias que ha protagonizado su mentora a lo largo de su labor ministerial. Desde aquella impensable dentellada contra el gasoil, pasando por las manipulaciones en Doñana, el desprecio al Mar Menor, la cerrazón antinuclear (drásticamente enmendada en cuanto posó su esqueleto en Bruselas) desembocando, indefectiblemente, en el inaudito comportamiento durante la riada de la Albufera, ejemplo de actuación tan reprobable como indigna. Ausente durante las primeras semanas de la catástrofe, centrada en su examen para el silloncete de la Comisión de la UE, ajena a los desbarajustes de la gestión de su gente, incapaz de movilizar sus cuartos traseros para interesarse por el dolor y el sufrimiento de los valencianos y, finamente, protagonista de una aparición en el Congreso para rendir cuentas de sus responsabilidades que ella transformó en un bombardeo contra el torpón Mazón, sin asumir culpa alguna de su indignidad, esta nueva señora nunca debió asumir su nuevo cargo ni ejercer el antiguo.
Quizás Sara Aagesen no se haya enterado de cuántos perversos errores ha perpetrado su protectora. Mala señal, después de compartir con ella un lustro ministerial y diversos destinos anteriores. Descartado que no es boba, tan sólo cabe colegir que no sólo conocía los detestables entuertos de su jefa sino que los avalaba. Y seguramente aplaudía. Todos ellos, desde el incendio del gasoil a la inquina nuclear pasando por el barranco del Poyo. No. Sara Aagesen puede parecer una de las subyugantes presencias que encumbraron la filmografía de Bergman pero prontamente se comprobará que, como ministra, es una más de la banda del abominable narciso que, va para seis años, ha convertido este país en una cueva de corsarios y en un Everest de indignidades.