El premio Princesa de Asturias de las Letras, que tanto tiempo y tanto esfuerzo costó llenar del prestigio que ahora tiene, se lo han dado a Emmanuel Carrère y eso está muy bien, pero Antonio Gamoneda acaba de cumplir noventa años en plena lozanía, y eso son palabras mayores.
Es tristemente probable que a algunos lectores, quizá los más jóvenes o los más mentalmente chuchurríos, no les suene mucho el nombre de este nonagenario muchacho. Bueno, era de esperar. Ese es el efecto, no solo previsto sino desde luego buscado, del “atelecincamiento” o “telecinquización” de nuestra sociedad: conseguir que una gran parte de la ciudadanía se embrutezca progresivamente y así acaben votando a los más salaos, a los más payasos, o chulos, o castizos; no a los más listos ni a los más preparados. Pero es un hecho que tenemos en España, concretamente en León, a uno de los poetas más grandes que ha dado la lengua española en los últimos cien años… de los cuales él ha vivido noventa. Que se dice pronto. Ganó el premio Cervantes (siempre se añade: el Nobel de las letras españolas) en 2006, después de varios años de haber sido “finalista profesional”, como él mismo decía, y eso le cambió el nombre. Antes era Antonio Gamoneda o Gamoneda sin más. Ahora, cada vez que aparece en la prensa por lo que sea, es “Antonio Gamoneda, premio Cervantes”. Lo mismo que los miembros de la RAE, que se apellidan todos igual: Fulanito Pérez García de la Real Academia Española.
Noventa años. Fuma. No le hace ascos al buen vino. Come con sal aunque, cómo él explicó alguna vez, es una sal del Himalaya que está despojada de todas las perversiones, vicios y peligros con que nos amenaza la sal corriente. Es decir, que Antonio hace muchas, muchas cosas que no debería hacer una persona de noventa años. Y yo estoy convencido de que ese es uno de los principales motivos de su longevidad, de su buena salud, de su capacidad de trabajo y, sobre todo, de su buen humor. Dice mi padre (89) que lo que hay que perseguir en la existencia es vivir, no durar. Gamoneda, haciendo lo que le da la gana y no lo que le prescriben los Pedros Recios de Agüero que nunca faltan, ha conseguido las dos cosas.
Ahora está más flaco. Bueno, allá él. Y oye lo que quiere, lo cual es muy divertido. Hay una anécdota que no me resisto a contarles. La primera vez que lo entrevisté fue hace bastante más de treinta años. Yo era un joven y prometedor periodista y él era… pues Antonio Gamoneda, nada menos. Me citó en León, en la biblioteca de “su” Fundación Sierra Pambley, un sobrecogedor espacio rectangular, silencioso, austero y casi vacío de muebles. Nos sentamos sin mesa, en dos solemnes sillas. Yo, intimidado por aquel lugar (había sido una logia masónica, pero yo de eso no sabía nada entonces), lo saludé e hice mi primera pregunta tratándole de usted con mucho respeto; y con voz queda, como si estuviésemos en misa. Antonio se me quedó mirando, socarrón, sin decir nada. Después de unos segundos interminables, dijo: “Luisito, como no hables más alto te quedas sin entrevista”. Y se tocó la oreja con un dedo. Nos echamos los dos a reír y, roto el delgado hielo, la conversación fue deliciosa, como pasa siempre con Gamoneda. Ahora lleva un sofisticadísimo audífono que le permite oír hasta a la hierba cuando crece. Si quiere. Que a veces no quiere, y eso es lo mejor de todo.
Alguien sacó una corona de laurel y se la puso en la cabeza a Antonio. Era una corona de verdad, de las griegas: unas ramas de laurel atadas en círculo, nada más. Y le hicieron la foto
Hay una foto que ustedes, por desgracia, nunca verán. Se la hicieron los amigos en la comilona con que le obsequiaron cuando ganó el Cervantes. Para aquel encuentro redacté yo malamente una parodia (cariñosa y humorística) del Viaje al Parnaso del inmenso don Miguel. Oigan, ¡qué difícil es escribir tercetos de endecasílabos encadenados! ¡Toda la noche en pie me tuvo aquello! Pero lo leyó en voz alta mi padre (yo estaba en Madrid), que lo hace insuperablemente, y Gamoneda se emocionó mucho. En aquella comida, larga, llena de rosas y muy bien regada, alguien sacó una corona de laurel y se la puso en la cabeza a Antonio. Era una corona de verdad, de las griegas: unas ramas de laurel atadas en círculo, nada más. Y le hicieron la foto. Pero Gamoneda, que ya iba –como todos, imagino– un poco alegre, puso una cara de una intensidad increíble: una mezcla de tristeza, ternura y comicidad, no sé si a partes iguales, supongo que no.
El nonagésimo cumpleaños de Gamoneda se ha celebrado… no como correspondía, sino como lo ha permitido el putovirus. Muy pocas personas, doce, la gran mayoría del mundo de la cultura y la universidad. Todos leyeron o cantaron: doce amigos, doce poemas elegidos por la víctima. Y noventa años, pues noventa ejemplares impresos y numerados de un libro conmemorativo que se editó para la ocasión. Y todos, eso sí, con la mascarilla de las narices, que les impedía ver ese translúcido espejo del alma que tiene Antonio por cara.
Todas estas cosas están muy bien. Antonio, que ha sido capaz de vencer a numerosos enemigos difíciles (entre ellos, la depresión), venció también, hace mucho, a la vanidad, al deslumbramiento de los oros, los alamares y el humo de los altares. Los premios le gustan a todo el mundo, pero él los tiene casi todos y supongo que esos boatos le darán ya un poco lo mismo.
La parábola del sembrador
Lo que tienen que hacer ustedes no es quedarse con la boca abierta y con sonrisa de lobotomizados, como los infectados por el virus del “telecinquismo”, sino buscar los libros de Gamoneda y leerlos. Porque ahí está todo. Esa es la puerta de un viaje que lleva, indefectiblemente, hacia el interior de cada cual, y ahí ya nadie sabe lo que puede pasar. Sucede lo mismo con sus libros de memorias (Un armario lleno de sombra o su continuación, La pobreza), con sus ensayos o, sobre todo, con sus libros de poemas. Imagino que ahora ya no se obligará a los alumnos de bachillerato a leer determinados libros y a examinarse luego de ellos, como se hacía cuando yo estudié. Pues muy mal. Edad, por ejemplo, de Gamoneda, debería ser lectura preceptiva para quienes empiezan a asomarse al saber, lo mismo que el Quijote, La Regenta, Las ratas de Delibes o Cien años de soledad. Y luego, una vez llevada a la práctica la parábola del sembrador, que los espíritus en que ha caído la semilla hagan su trabajo. Allí donde prenda, pues muy bien. Y si no prende, pues nada, a ver Sálvame como gilipollas.
Lo mejor de todo: este hombre no para. Su lozanía, su vitalidad y su buen humor permite esperar muchos libros más. No siempre se tiene tanta suerte en la vida. Y no me refiero a él sino a nosotros. Así que felicidades, Antonio querido.