Cuando el 14 de marzo el Gobierno decretó el estado de alarma obtuvo un apoyo total y sin fisuras por parte de todos los partidos presentes en el Congreso. La situación era muy grave y tanto en el PP como en Vox o Ciudadanos entendieron que había que arrimar el hombro. Aquel día Pedro Sánchez recibió unos poderes extraordinarios de tal magnitud que ningún otro presidente del Ejecutivo se había visto en otra igual desde que Adolfo Suárez recibió del Rey el encargo de formar Gobierno en julio de 1976. De esto hace ya casi medio siglo. Los poderes del presidente del Gobierno en aquel entonces eran amplísimos y duraban lo que considerase el jefe del Estado. El estado de alarma dura sólo quince días, al término de los cuales hay que renovarlo en las Cortes.
Sánchez no encontró problemas en la primera prórroga, tampoco en la segunda. El apoyo parlamentario se mantuvo a pesar de que la gestión del Gobierno estaba dejando mucho que desear. Pero el problema de Sánchez no estaba tanto en la oposición que, en líneas generales ha sido más o menos leal, como en sus socios de investidura, que se empezaron a poner nerviosos desde casi el primer momento porque el mando único implicaba que muchas competencias autonómicas pasaban a ser papel mojado. Los diputados de ERC, JxC y el PNV llevan más de un mes revolviéndose en sus escaños. La razón más inmediata es que todos se enfrentan a elecciones autonómicas en un plazo breve y no quieren presentarse con el fardo de Sánchez a la espalda. Sostener al Gobierno merecía la pena a cambio de las concesiones que graciosamente les había hecho antes de la investidura. Hacerlo con la que ya tenemos encima es algo muy distinto y podría llegar a ser muy gravoso en términos electorales.
En política, como en todo en la vida, cada uno va a lo suyo. Una mala decisión puede dar al traste con la estrategia mejor trazada. Pero la situación es tan volátil que nadie sabe hacia dónde tirar a excepción quizá de Vox, que ha unido su destino al de la enmienda a la totalidad del 'sanchismo' con el ánimo evidente de mimetizarse con el cabreo general que todo esto ha producido entre amplias capas de la sociedad española. Pero la enmienda a la totalidad tiene sus riesgos. Por un lado no todo el mundo está tan enfadado y, por otro, la epidemia está aún lejos de remitir, por lo que es relativamente sencillo aún vender el estado de alarma en la calle.
Pablo Casado se ha propuesto caminar sobre un alambre, ni a favor ni en contra, de ahí su abstención, que los propios toman por prudencia y los ajenos por cobardía o traición
En esto los medios de comunicación cercanos al Gobierno han sido muy hábiles creando la impresión de que la dichosa 'desescalada' sólo puede aplicarse con el estado de alarma en vigor. Frente a eso se ha visto Pablo Casado, que no sabe muy bien lo que hacer. Se ha propuesto caminar sobre un alambre, ni a favor ni en contra, de ahí su abstención, que los propios toman por prudencia y los ajenos por cobardía o traición. Es, en cierta medida, una posición cómoda porque permite criticar y, a la vez, no ser objeto de críticas. Pero es algo necesariamente temporal. Dentro de dos semanas Sánchez volverá a solicitar una nueva prórroga y Casado tendrá que decidir si permanece encima del alambre.
El drama de Arrimadas
Ciudadanos, un partido menguante en votos y con una ejecutiva recién estrenada, llevaba semanas deshojando la margarita. Se ha decantado finalmente por seguir apoyando al Gobierno. En el ánimo de Arrimadas no estaba tanto sostener a Sánchez como crear un dilema a sus socios de Gobierno. Pero diez escaños son muy pocos y a Podemos que Ciudadanos apoye o ataque al Gobierno es algo que les trae sin cuidado mientras retengan el poder y ocupen los ministerios. Ese es el drama de Arrimadas. Ha heredado un partido que está para el arrastre. Sus votantes huyen despavoridos hacia el PP y es una incógnita si los repondrá con socialistas descontentos con la deriva de este Gobierno, que ha culminado ya su metamorfosis en un vehículo cuya función exclusiva es la supervivencia política de Sánchez a cualquier coste.
La prueba de esto la tenemos en el chantaje al que ha sometido a todas las fuerzas políticas y a los presidentes autonómicos durante la última semana. O le renovaban los poderes extraordinarios o que se olvidasen de transferencias. Él, a fin de cuentas, es quien tiene la llave de la caja y las cañerías por las que discurre el dinero también son suyas. Resumiendo, Pedro Sánchez en estado puro. O conmigo o contra mí, no hay puntos intermedios, no hay negociación posible que no concluya en darle la razón y alinearse con él sin peros y sin emitir un gemido. Así fue en el partido, así fue en la oposición y así es ahora en el Gobierno. Sorprende, eso sí, que lo haga con lo mal de escaños que anda, pero su gabinete ha hecho una lectura correcta de los equilibrios parlamentarios.
La fractura de la derecha
El Gobierno es débil, eso es indiscutible, 120 escaños son muy pocos, pero la oposición también lo es. Ciudadanos vagaba sin rumbo y ya ha sido neutralizado. El PP y Vox recelan entre ellos y se dedican casi más reproches que los que le hacen al propio Gobierno. Para Casado la postura de Vox es maximalista y contraproducente. Para Abascal el PP está malbaratando sus cinco millones de votos y sus 89 escaños. Todos los éxitos de Iván Redondo se deben no tanto al control que ejerce sobre las televisiones, como al hecho de que el centro-derecha está dividido.
Sánchez y el 'sanchismo' en sí son un producto de esa división. En Moncloa lo entendieron a la perfección hace más de un año. Mientras la fractura en la derecha continúe, Sánchez podrá seguir gobernando porque ha conseguido jibarizar a Podemos y los nacionalistas serán siempre más proclives a pactar con él que con el PP. Es en eso donde se fundamenta su conmigo o otra mí y sus exigencias de adhesiones inquebrantables. Que lo tengan claro en Génova, en la calle Bambú y en la desangelada sede de Ciudadanos de la calle de Alcalá, con las cartas que hay sobre la mesa el Gobierno siempre va a ganar.