Felices. O, al menos, mucho más felices que la media de los países de nuestro entorno. Así se sienten nuestros estudiantes de quince años de acuerdo con la última publicación del Informe Pisa, un dato que ha pasado relativamente desapercibido. El porcentaje de adolescentes españoles que se declaran a menudo felices es de los más altos del mundo. La proporción de los que dicen estar satisfechos con su vida está por encima de la media de la OCDE, mientras que a nuestros jóvenes de quince años les importa más bien poco lo que otros piensen de ellos cuando suspenden. Este manual de resistencia al fracaso y de celebración de la juventud estaría muy bien si no fuera porque los estudiantes españoles, según PISA, son más alborotadores que la media, y se ausentan en mayor medida de las clases sin justificación. O porque nuestros adolescentes siguen puntuando muy bajo en matemáticas, ciencias y lectura.
No tan felices. Esto es lo que emerge del informe How’s Life in Spain? de la OCDEcuando ampliamos el foco desde los estudiantes de quince años al total de la población española. Los bajos ingresos medios, la desigualdad, la reducida tasa de empleo, la dificultad para acceder a una vivienda, o las deficiencias en habilidades y conocimientos de nuestra población, penalizan la percepción subjetiva de la felicidad hasta situarnos por debajo de la media de la OCDE. No es por aguarles la fiesta a nuestros adolescentes, ni al Ministerio de Educación, que les ha llevado el DJ de la LOMLOE para animarlos más aún, pero sería conveniente que alguien les advirtiera de que la felicidad presente, y más cuando se trata de tiempo dedicado a la educación, no garantiza la felicidad futura.
La felicidad inmediata
Muchos de lo grandes problemas que nos afectan como sociedad tienen relación precisamente con la dificultad para establecer una correcta asociación entre nuestras acciones presentes y sus consecuencias futuras, y más precisamente, con el hecho de ignorar sus consecuencias futuras. Para una niña de corta edad, el futuro no se extiende más allá de los siguientes pocos minutos. Después, no hay nada. Podría decirse que, para la niña, su tasa de descuento del futuro es infinita. Si renunciar a satisfacción presente tiene un coste infinito, a la niña sólo le interesará satisfacer su felicidad inmediata, sin preocuparle nada las consecuencias para el futuro, por muy cercano que parezca.
El problema surge cuando este comportamiento, naturalmente infantil y aparentemente inocente, termina asentándose, como la sombra de una epidemia, en el conjunto de la sociedad, contagiando a sus instituciones, extendiendo su velo negro de buenismo y cortoplacismo por la política, los negocios, la educación o el arte.
En la sociedad enferma de impaciencia, los políticos compiten por la popularidad descontando con fuerza el futuro para prometernos una felicidad en un presente infinito. Lo contrario los condenaría a convertirse en estadistas errantes sin comprensión o reconocimiento. Lo vemos en la educación, también en la Universidad, donde a los profesores nos evalúan según la felicidad presente de nuestros estudiantes, no la futura. Lo hemos visto en las pensiones, cuando las reformas consisten en sacrificar kilos de felicidad futura por unos gramos de felicidad presente. Y lo veremos en la lucha contra el cambio climático cuando, pese al Gretathunberguismo que hoy abanderamos, mañana nos echemos a la calle con nuestros chalecos amarillos a reclamar nuestra dosis de felicidad instantánea en un mundo todavía azul. Y es que vamos a morir de felicidad.