Los personajes secundarios en el mundo de la escena tienden a pasar desapercibidos para el gran público y los críticos miopes por su habitual función subordinada, de mero apoyo para dotar de credibilidad el entorno del personaje principal. Los focos sobre el protagonista suelen generar un ecosistema de secundarios en la sombra, en la que sólo crece la ambición frustrada y el lamento por ocupar el papel relevante. El personaje más entrañable que representó ese cometido con honra y humor fue el actor secundario Greenberg, de la compañía de teatro en la inconmensurable película de Ernest Lubitsch, Ser o no ser. Entre bambalinas, el viejo y desplazado actor judío se pasaba la vida recitando con brío los versos que Shakespeare dedicó a Shylock, personaje central del Mercader de Venecia, mientras iba vestido de un secundario en Hamlet.
En el espectáculo político, esa sombra que envuelve los focos que iluminan a los protagonistas genera otro tipo de biotopos menos cómicos, más siniestros que los del pobre Greenberg. En la oscuridad de la platea del Liceo, llena de un público que fue a cobrar en vez de pagar entrada, se hallaba ese avieso personaje, mal entendido como secundario en lo que en Cataluña llaman Madrid, Miquel Iceta. Por su condición de perdedor de elecciones muchos no le han tomado en serio, ni han prestado atención al verdadero papel que desempeña en la política española durante estos últimos años. Más que un secundario del nacionalismo y del socialismo, Iceta es el guionista de la hoja de ruta del derribo constitucional camuflado en un falso federalismo y que ahora recita punto por punto el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Su monólogo en el Liceo, lleno de falsedades sobre la democracia y el Estado de derecho, fue miserable en el fondo y pegajoso en la forma. Puro Iceta.
No busca el fortalecimiento del Estado, de la supuesta “federación”, sino su debilitamiento en favor de la primacía del poder de unas partes determinadas
Su proyecto, que jamás ha ocultado y del que no se ha movido en años, no tiene como fin colaborar de una forma centrada y acomplejada al secesionismo en sus aspiraciones. No busca la independencia de Cataluña sino la subordinación del resto de España mediante un federalismo asimétrico —a lo arancel Cambó—, que consolide constitucionalmente una marisma de supuestas plurinacionalidades del resto de España supeditadas a la catalana con alguna exención. Ximo Puig ya se une a la propuesta. El guion de Iceta utiliza palabras engañosas, como “federar es unir”, “los indultos son convivencia”. Recuerdan a las orwellianas “la guerra es paz, la libertad esclavitud”. No responde tanto a la equivocada y cobarde estrategia de satisfacer lo insaciable del nacionalismo sino al convencimiento de otro proyecto distinto, de esa siniestra tercera vía. No busca el fortalecimiento del Estado, de la supuesta “federación”, sino su debilitamiento en favor de la primacía del poder de unas partes determinadas.
Iceta fue el primer y mayor defensor de los indultos. El primero que anunció la necesidad de celebrar un referéndum pactado cuando tuviesen la certeza de vencer. Quizá en la próxima legislatura, el adoctrinamiento nacionalista que hace que niños cuya lengua materna es el español la tengan interiorizada como lengua extranjera, ya haya dado sus frutos. Iceta es consciente del poder transformador de la presión ambiental, del gota a gota. Es optimista en esta España que durante la pandemia ha ejercido una mayor presión política y mediática —Cs mediante— sobre los líderes de la oposición, Casado y Ayuso, que sobre el Gobierno.
La supervivencia del Estado
Ahora, una vez excarcelados los golpistas y en el abismo político en el que nos hallamos, recuerdo las airadas críticas a la manifestación contra los indultos de la sociedad civil no subvencionada en Colón, por no sé qué beneficio de Vox, disuadiendo a muchas personas de no ir por miedo a ser tildadas de ultras.
Para modificar el actual rumbo es necesario escuchar y tomar en serio al último guionista del derribo constitucional, Miquel Iceta. Es necesario que tomemos conciencia de nuestra condición de ciudadanos soberanos en su nación. No es una democracia si el Gobierno coloniza las instituciones y ejerce el poder de forma extractiva, tanto en recursos económicos como en derechos democráticos. La ley es el poder de los sin poder, por eso la desprecia tanto Pedro Sánchez. Los indultos a los golpistas socios del Gobierno, un nuevo tipo de corrupción, enmiendan al Poder Judicial y al Rey. No afectan sólo a Cataluña sino a la supervivencia de un Estado democrático. Cuando un Gobierno omitiendo los requisitos legales decide quién sale de la cárcel, acabará decidiendo del mismo modo quién entra en ella.
El Gobierno ha decidido comprar voluntades para mantenerse en el poder. A los empresarios les habla de millonarios fondos europeos mientras que a los ciudadanos nos reparte las migajas de una rebaja parcial y temporal de impuestos tras una brutal subida. A ver si se expande la falacia que mantuvo al PSOE en el poder tantos años en Andalucía: "Ellos roban pero algo nos cae". Es asumir la indigencia como ciudadanos y la realidad de una democracia corrupta y destruida. Estamos a tiempo, aunque cada vez quede menos.