En las monarquías parlamentarias como la nuestra, el presidente del Gobierno tiene siempre un especial protagonismo, se hace más visible ante la opinión pública incluso que el Rey –que es el Jefe del Estado- y puede caer en la tentación de actuar como si fuera el presidente de una república presidencialista, como la norteamericana o la francesa. Esto último no se había puesto tan claramente de manifiesto hasta la llegada de Sánchez a La Moncloa y al Falcon. El talante presidencialista del actual inquilino (aunque se comporta como si fuera el propietario) de esos dos bienes del Estado se manifiesta constantemente: desde el uso constante del avión al empeño por arrinconar a la Corona, tanto a don Juan Carlos, al que no olvidemos que los españoles le debemos haber alcanzado la democracia sin traumas ni enfrentamientos, como a don Felipe, al que tiene encerrado para evitar que los españoles lo conozcan y lo aprecien como su impecable trayectoria merece.
Esa osadía sanchista es curiosa porque es el presidente del Gobierno con menos apoyos personales de la historia de la democracia. Recordemos que ganó la moción de censura de mayo de 2018 con sólo 88 diputados socialistas (entre los que, encima, no estaba él mismo) y que desde 2019 gobierna con sólo 120 escaños del PSOE. ¿Qué haría si tuviera los 202 de Felipe en 1982 o los 186 de Rajoy en 2011? Es posible que desempolvara el palio que utilizaba Franco para entrar en las iglesias para, ahora, entrar en reuniones de cargos que le deben el sueldo, porque, eso sí, está demostrado que a la calle no puede ni se atreve a salir. Ahí está la final de la Copa del Rey a la que no se atrevió a ir. Por cierto, que la copa de ese campeonato la dona el Rey, pero el título que va inscrito en el trofeo es el de “Campeonato de España”, lo digo para que los nacionalistas que jalean a los equipos de sus regiones sepan que pelean por ser reconocidos como campeones de España, esa potencia que, según ellos, los oprime desde hace 3.000 años.
El odio a la derecha, el anticristianismo, la nostalgia del comunismo, la simpatía por los nacionalistas y el desprecio por los que no le bailan el agua
Su afán de constante protagonismo ha desembocado en un narcisismo que, si su cargo no fuera tan importante, provocaría irónicas sonrisas de conmiseración al verle desfilar con modelitos con los que se cree el Petronio del siglo XXI. Todo eso ha hecho que muchos analistas le adjudiquen una personalidad con rasgos psicopáticos de falta de empatía y desbocada ambición de poder. Vienen a decir que Sánchez sólo tiene un móvil para su acción política: estar en el poder cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Para defender esta hipótesis cuentan con que, a él, lo mismo le da presentarse a la investidura, como hizo en 2016, apoyado por Rivera y sus Ciudadanos, para recibir de Podemos la acusación de ser el candidato de la “cal viva”, que investirse presidente con los votos de los que le acusaban de ser esa “cal viva”.
Si hacemos caso a los que defienden que al presunto psicópata de La Moncloa le da lo mismo una cosa que otra con tal de permanecer allí, tendríamos que concluir que carece de principios ideológicos. Y probablemente nos equivocaríamos. Sánchez sí tiene, si no principios, sí algunos reflejos políticos, adquiridos y cultivados a la sombra de Zapatero, que orientan sus actuaciones. El odio a la derecha, el anticristianismo, la nostalgia del comunismo, la simpatía por los nacionalistas y el desprecio por los que no le bailan el agua. Es más, su práctica y ejercicio del poder, siempre con esos reflejos presentes, le han ido convirtiendo en un líder muy ideologizado, pero no con los principios ideológicos clásicos de la socialdemocracia europea, entre los que el anticomunismo ocupa el primer lugar, sino todo lo contrario. Hoy Sánchez es un podemita de libro. No nos engañemos, a Sánchez le gusta muchísimo el Falcon pero, además, también le gusta muchísimo la ideología podemita.
JAGA
Sin olvidar el apego a los palacios del Patrimonio arreglados a su antojo con dinero de los ciudadanos. Trazas de tirano bananero