Opinión

Que Rafa Nadal sea presidente y que muera la inteligencia

Una frase: 'Rafa Nadal, presidente'. Tres palabras que resumen todo. Nuestra decadencia, nuestra ignorancia y nuestra ruina

  • Rafael Nadal

Una frase: 'Rafa Nadal, presidente'. Tres palabras que resumen todo. Nuestra decadencia, nuestra ignorancia y nuestra ruina. Nuestra impulsividad en situaciones de dificultad. Nuestra costumbre de taponar fugas con paños mojados y de otorgar el don de la omnipotencia a quien consigue un logro, aunque sea a base de pegar raquetazos. Aunque tenga mucho mérito. Nadal, presidente. Marta Domínguez, diputada. Romario, senador. Cuando la turba opina en caliente, siempre se equivoca. El gobierno de las emociones equivale a la victoria de la estupidez.

Pero así funcionamos los débiles humanos y por eso hay quien vota a Pedro Sánchez por guapo o quien mete en sus listas electorales a alguien como Juan José Cortés por ser el protagonista de un suceso luctuoso con proyección mediática. Debe ser sencillo dedicarse a la asesoría política a sabiendas de que los votantes otorgan menos peso a la capacidad de gestión que a haber sufrido una desgracia lacrimógena en la vida. O a ser madrileña, joven, supuesta defensora de la libertad y poseedora de una nevera que sólo tiene sobras de comida y botellines de Mahou. Isabel Díaz Ayuso.

Ese fenómeno también se nota a pie de calle, donde hay quien contrata en función del peso del currículum académico, y no de las capacidades; o quien deja el destino de una nación en manos de luchadores por la libertad o presuntos luchadores por la libertad. Desde Lech Wałęsa hasta Pablo Iglesias. El último era profesor universitario. Procedía del ámbito de la educación superior, como algún que otro alto directivo de la SEPI que no sabe hacer la 'o' con un canuto. Pero nos dejamos llevar por los destellos. Por su posición profesional, que aparentemente le convertía en alguien más apto que la media. Así nos va.

Mitificar a personas normales

Decía Cioran que nuestras verdades no valen más que las de nuestros antepasados. Nos creemos más avanzados por haber sustituido el mito de la serpiente y el árbol por conceptos como el de tentación. También hemos cambiado el chamán por el coach y el faraón por el jefe de Estado. A la hora de la verdad, dejamos que nos arrastren las mismas dinámicas. Por eso la tiranía pervive, incluso en las democracias. Por eso, hay un tipo que grita un domingo de junio 'Nadal, presidente' cuando gana un torneo en París. Berreo, eructo y palabras con apariencia de verdad.

Y por eso, ese ciudadano apostilla: “Lo haría mejor que nuestros políticos”. Puede parecer exagerado, pero de ahí a la barbarie tan sólo hay un paso. O, mejor dicho, una fina línea. Porque pensar eso equivale a querer sustituir a los trepadores de partido por inexpertos en la materia. Es ir de mal en peor o, al menos, de lo malo... a lo mismo. Es adorar al becerro de oro. Es hacer alarde de la estupidez; querer entronar al vencedor y denominarle el mejor deportista de la historia o el español más internacional.

Los periodistas deportivos de siempre y los analistas más absurdos lanzan continuamente el mismo mensaje: 'si todos en España hiciéramos igual nuestro trabajo, seríamos primera potencia mundial'. Las cuestiones geopolíticas y económicas, resueltas a raquetazos. Es pensar que ganar un grand slam capacita para negociar un presupuesto o para fijar la posición de un país ante un conflicto internacional.

Parece una afirmación hiperbólica, pero no lo es, dado que en tiempos de crisis siempre hay quien está dispuesto a encomendarse a lo novedoso para salir del atolladero. Sin hacerse más preguntas. Sin pensar en las consecuencias que puede tener para su existencia. Que muera la inteligencia.

Presidentes payasos

Hay una película que ha sido mil y una veces citada. Se llama Idiocracia y define la sociedad del futuro desde un punto de vista catastrofista. La teoría de sus creadores se basa en que, como los tontos tienen más descendencia que los listos, dado que estos últimos estudian hasta los treinta y pico y reflexionan más sus decisiones, las próximas décadas estarán caracterizadas por una involución imparable. Tal es así que en el filme aparece un campeón de lucha libre como el presidente de Estados Unidos.

John Carlin alabó la belleza de Sánchez tras su visita a Moncloa y -repito- hubo quien le votó por sus atributos físicos. No tuvo en cuenta que también era un maniquí en cuanto a su formación -con su tesis- y que su afán por figurar -¿qué más tarea tiene encomendada un maniquí?- estaría dispuesto a destruir todo a su paso. Quizás sin lanzar bombas, pero sí mediante decisiones que destilan nepotismo y un personalismo atroz. Desde la de regalar el Sahara Occidental a Marruecos hasta indultar a los independentistas o a las madres secuestradoras. Todo por el voto. Todo por seguir.

Existen varios ejemplos similares. Desde Beppe Grillo hasta Boris Johnson (el amigo con el que te tomarías una cerveza). Desde cualquiera a quien se elige por tener pinta de 'yerno ideal' -como el vacío y vacilante Albert Rivera- hasta la deportista que de diputada pasó a tramposa. O el padre sufridor que luego… pues era lo que era. El 'Nadal presidente' significa eso. Lo de siempre. Lo que nos llevará tarde o temprano al desastre. Lo que lleva a un incapaz como Pedro Duque a ser ministro de Ciencia por haberse paseado por el espacio. Su partido fue el que impulsó a Pepu Hernández como candidato a la alcaldía de Madrid. Sólo había que escuchar sus discursos en el Pleno municipal para cerciorarse de su nivel.

Nada que decir del campeón tenístico, que es un ganador con una voluntad de hierro. Tampoco de quienes celebran sus victorias -o las de su equipo de fútbol-, que están en su derecho y casi en su deber; y que habitualmente son censurados por los moralistas de siempre. Los párrafos anteriores van dirigido a la muchedumbre. La que conforma mayorías que conducen al caos a sociedades enteras.

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