Opinión

A vueltas con la ingeniería social

Llegará el día en que alguna universidad española, preferentemente periférica, ofrecerá un grado en Ingeniería Social. Suponiendo que no lo ofrezca ya y el buscador de la Agencia Nacional de

  • Un niño ondea una estelada durante una manifestación independentista.

Llegará el día en que alguna universidad española, preferentemente periférica, ofrecerá un grado en Ingeniería Social. Suponiendo que no lo ofrezca ya y el buscador de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) –que es el organismo adscrito al Ministerio del ramo donde yo he buceado, no sin dificultades, tratando de pescar alguno– no haya tenido a bien registrarlo. Sea como fuere, lo que sí existen son másteres y asignaturas. No con la denominación misma, pero sí con sucedáneos inequívocos. Así, ese Máster en Políticas Lingüísticas y Planificación que puede cursarse en la Universidad del País Vasco. O esa asignatura perteneciente al Grado en Lenguas Aplicadas de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y cuyo título resulta igual de demostrativo: “Planificación Lingüística”.

Pero acaso lo más preocupante no sean estos y otros ejemplos que fácilmente hallaríamos en numerosas universidades españolas a poco que dedicásemos algún tiempo a recorrer de forma sistemática su oferta académica, sino el carácter transversal y seriamente contaminante de lo que se entiende por ingeniería social. Porque la hay, sin duda, en los grados en Políticas, Educación –lo que antes, cuando el magister todavía importaba, era conocido con el nombre de Magisterio–, Filología, Historia, Sociología, Antropología et alii. Y en los doctorados en Investigación y Práctica Educativa; en Psicología de la Educación; en Ecología, Biodiversidad y Cambio Global; en Creatividad e Innovación Social y Sostenible; en Ciencia Política; en Estudios de las Mujeres, Discursos y Prácticas de Género; en Estudios Culturales: Memoria, Identidad, Territorio y Lenguaje; en Psicología Social y de las Organizaciones, y en tantos otros ofrecidos, como los que acabo de citar a modo de muestra, por nuestros centros de enseñanza superior.

No se va a someter, en su traslado a la práctica y como sería preceptivo, a ningún mecanismo de evaluación independiente y del que se siga un diagnóstico fiable sobre su validez

Pero ya va siendo hora de recordar que la ingeniería social consiste en la aplicación de un determinado modelo a la realidad y a los individuos que la conforman, al margen de lo que la experiencia –esto es, el pasado y el mismísimo presente– y el sentido común aconsejen, y al margen, sobre todo, de lo que resulte de la aplicación del modelo en cuestión. Lo que equivale a decir que el artefacto teórico no se va a someter, en su traslado a la práctica y como sería preceptivo, a ningún mecanismo de evaluación independiente y del que se siga un diagnóstico fiable sobre su validez. Se aplicará por decreto, en la medida en que habrán sido decretadas, por quien lo ha construido, su bondad y su necesidad. No hace falta añadir que detrás de la ingeniería social está siempre una ideología. Y que esa ideología es en esencia totalitaria y sectaria, dado que quienes la propugnan imponen una voluntad supuestamente grupal sobre el libre albedrío de cada ciudadano, al tiempo que se comportan como una secta deslegitimando cualquier juicio que una persona o entidad externa al colectivo pueda emitir sobre sus acciones y, en general, cualquier tipo de disenso.

Hará cosa de una semana trascendieron los resultados de una encuesta del Ayuntamiento de Barcelona realizada el pasado año y relativa a los jóvenes residentes en la ciudad y a sus costumbres. Entre estas, las del uso más o menos habitual de una u otra lengua. Pues bien, parece que el catalán, a pesar de todos los chutes de dinero que le inyectan desde las instituciones, de su omnipresencia en los medios de comunicación públicos y privados, y del carácter prescriptivo de su utilización como idioma de la escuela y del conjunto de la Administración; a pesar de todo ello, se encuentra en franco retroceso. En 2015 lo empleaban habitualmente un 35,6% de jóvenes barceloneses y ese porcentaje, cinco años más tarde, había disminuido hasta quedarse en el 28,4%. En cualquier otro ámbito que no fuera el identitario, donde suelen llevar la batuta el nacionalismo y la izquierda, semejantes datos traerían consigo la renuncia drástica e inmediata a la aplicación del modelo impositivo. Por razones económicas, sociales e incluso de estricta eficiencia. Aquí, en cambio, las reacciones han sido inversamente proporcionales a las que dictaría el sentido común. Para nuestros ingenieros sociales, hace falta más inversión, más coacción, más tiempo de aplicación del modelo. En otras palabras: si el modelo no funciona, la culpa no es del modelo, ni siquiera de su ejecución; es de la sociedad que no se amolda a sus bondades, cuando no de ese espantajo llamado Madrid (todo ello, claro, en el supuesto de que se cumpla la premisa mayor, o sea, la veracidad de los datos aportados por la encuesta; no sería nada extraño que los publicitaran a la baja para justificar su intervencionismo).

Algo parecido ocurre con tantas políticas públicas guiadas por esa ingeniería social que nuestras universidades cocinan año tras año a destajo y sin freno alguno. Es por ejemplo el caso de la LOMLOE, última excrecencia legal de la LOGSE, del que hablábamos aquí mismo el pasado jueves a propósito de la neolengua segregada. Quienes propugnan y amparan semejantes políticas actúan, al cabo, como esos locos del volante que al venir la curva aprietan el acelerador y tanto les da lo que suceda. Y en esas nos vemos, pobres de nosotros, todos los demás.

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