La causa de la actual polarización no se encuentra en el auge de los populismos, sino en la falta de principios de los denominados partidos tradicionales. La renuncia a los valores y al ideario en favor de un malentendido pragmatismo carente de sustantividad ideológica y programática es lo que nos ha traído hasta aquí. Pero mientras que el socialismo ha superado la fase inicial de frustración y se ha embarcado en una etapa más avanzada y electoralmente exitosa de mimetización con su equivalente populista, el centro derecha parece no haberse enterado todavía de qué va la película.
De la mano de Pedro Sánchez, el PSOE ha decidido dar carpetazo a todos los límites éticos y morales con los que antaño su partido se había auto-encadenado a las llamadas políticas de Estado. Se han despojado de los ropajes socialdemócratas para mostrar su cara socialista más reaccionaria. Y no les niego que me provoca cierta ternura comprobar la sorpresa que muestran los que descubren que el socialismo no es sinónimo precisamente de moderación, sino que comparte con el comunismo su amor por lo colectivo, su rechazo a lo privado y la negación del individuo frente a la masa.
Monopolio del relato social
El socialismo español es y ha sido siempre radical, pero la versión edulcorada que demostraron durante la transición llevó a muchos a engaño, tanto como para cederles el monopolio en la construcción del relato social y la hegemonía ética y moral. La izquierda ha logrado monopolizar la defensa de los derechos civiles, la salvaguarda del espacio público y el concepto de progreso, a pesar de no ser logros propios sino consecuencia de políticas netamente liberales. El libre mercado y el reconocimiento de los derechos y libertades individuales son los cimientos sobre los que se asienta la prosperidad económica y personal. Y la némesis por antonomasia del socialismo y de cualquier ideología o movimiento colectivista es la libertad.
Pero ésta es una realidad a cuya defensa se ha renunciado hace mucho. Desde la oposición se les concedió la potestad de moldear la sociedad mientras otros se preocupaban de las cosas del comer. Cómo no recordar cuando Pablo Casado dijo algo así como que él no estaba en política para cambiar a la sociedad sino para parecerse a ella. Ahora no vale pedir las sales porque esa misma sociedad que entregó al socialismo no se trague una pose incómoda y forzada de viraje al centro izquierda. Casado no sólo no ha convencido a extraños, sino que ha logrado el rechazo de los propios. Muchos de ellos buscan ahora refugio en otros partidos que, aun compartiendo el pecado original del populismo, han logrado revestirse de un manto de autenticidad y de un discurso en el que ni se avergüenzan de su mensaje, ni de sus votantes. Que no hacen propios los complejos que les achaca la izquierda, si lo prefieren. Para muestra todos los análisis que giran en torno a la foto de Colón, que tantas vergüenzas insufla en algunos partidos. La foto de los pactos con Bildu no parece, sin embargo, despertar tantos análisis en torno a los buenos resultados socialistas en las citas electorales.
Tampoco importa que el candidato Illa, siendo ministro de Sanidad, desoyera alertas sanitarias por motivos ideológicos o que ocultase en torno a la mitad de los 100.000 muertos reales por la pandemia
La situación es radicalmente distinta en el bando socialista. Los acontecimientos demuestran que han modelado a sus votantes a imagen y semejanza de las necesidades electorales del partido. Esa percepción de supremacismo moral forjada a fuego durante años con la complacencia del centro derecha, que no sólo no ha combatido, sino también ha compartido y difundido buena parte de sus mantras y eslóganes, ha situado a los electores socialistas por encima de la mentira, de la manipulación o de la decencia. Todo vale en pos de vencer en las urnas, hasta el punto de que la verdad se convierte en algo relativo. No les importa que Pedro les mintiera cuando decía que jamás gobernaría con los de Iglesias, que nunca les entregaría el CNI, intervendría el poder judicial o soportaría sus críticas a la democracia española desde un ministerio en unas catalanas.
Pedro micciona mentiras en la cara de sus votantes y éstos abren la boca agradecidos para que no se les derrame ni gota. Tampoco atenta contra sus escrúpulos que se hayan usado las instituciones en plena pandemia como trampolín electoral, que el candidato Illa, siendo ministro de Sanidad, desoyera alertas sanitarias por motivos ideológicos o que ocultase en torno a la mitad de los 100.000 muertos reales por coronavirus. El socialismo ha conseguido la inmunidad de rebaño frente a la verdad. No les duelen prendas en apoyar a líderes que renuncian o mercadean con sus principios, muy al contrario de lo que sucede en el centro derecha. Si éste quiere sobrevivir, tendrá que abandonar el tacticismo electoral y abrazar la idea de que los partidos no son agencias de colocación de amigos y aduladores, sino instrumentos para hacer política y convencer a la sociedad. Transformarla, vaya. No me digan que es imposible, porque Thatcher lo acometió de manera sobresaliente en un Reino Unido donde el peronismo a la europea campaba a sus anchas.