La gente mala, verdaderamente mala, muy rara vez tiene conciencia de que es eso, mala. Hay que recurrir a la literatura, que funciona a base de arquetipos, para encontrar a hijos de perra en estado puro. El Yago o la Lady Macbeth de Shakespeare, dos canallas premeditados y muy satisfechos de serlo, no son fáciles de encontrar en la vida real.
En los últimos diez o quince años ha aparecido el fenómeno de los trolls o haters en internet, una peste de miserables de la que pocos se libran (yo, desde luego no) que actúa con el propósito de hacer daño, y nada más que daño, deliberadamente, y disfrutan con ello. Pero eso lo hacen por lo general, solo cuando se sientan al teclado. En su vida cotidiana hay que suponer (aunque en algún caso sea dificilísimo) que sienten amor por alguien, que sonríen al acariciar a los niños, que se conmueven con las puestas de sol o con la música, que quieren mucho a su perro. Como Hitler. Solo cuando se ponen el pasamontañas de su nick y comienzan a teclear se transforman en unos completos malnacidos.
Pero el que es malo, por lo general, no lo sabe o no lo cree. Jack el Destripador era un obvio enfermo mental, aunque no esté del todo claro quién fue. Charles Manson era un ejemplo perfecto de esquizofrénico paranoide. Con el tiempo sabremos qué le pasa en la cabeza a Ana Julia Quezada, la imperturbable asesina del niño Gabriel Cruz, que en el juicio ha mostrado unas impresionantes dotes de actriz (qué bien llora esta mujer en público) y, al mismo tiempo, una frialdad que pone los pelos de punta.
El malvado, en la vida real, casi siempre tiene excusas para serlo o hay en su historia algo que lo descuadró todo. Se mata por celos. Se mata por orgullo. Se mata por la espeluznante convicción de ser propietario de otra persona. Se mata, o se lía uno de puñetazos, por dignidad ofendida en un momento de nervios, como sucede algunas veces en accidentes de tráfico o en discusiones aparentemente nimias.
Dios me libre de comparar nada de todo esto con el ejemplo que voy a poner, pero en los últimos días, en el fragor del último acto de la ópera cómica Las cuatro sotas de bastos o Elecciones, que no es poco, que bien podría haber compuesto el inigualable Johann Sebastian Mastropiero, ha reaparecido una persona que parece haber encarnado, a los ojos de muchísima gente, los conceptos de venganza, de intransigencia, de furor ciego: la mala de la película, aunque no sepamos bien de qué película se trata ya. Es la XIII marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta Ramos. Portavoz (todavía hoy) del PP en esta legislatura nonata.
Le ha dado tiempo a bien poco. Mujer de tremendo carácter, tiene tres nacionalidades (argentina, francesa y española, que fue la última que adquirió, hace algo más de diez años), ha ejercido de periodista y tertuliana, tiene importantes títulos universitarios en Historia por Oxford. Habla con un leve acento porteño. Escribe verdaderamente bien. Su posición política ha oscilado intermitentemente entre el PP (es directora del área de Internacional de FAES y, como es lógico, la protege Aznar) y Vox, partido con el que tuvo noviazgo pero no matrimonio consumado; también ha lisonjeado a Ciudadanos, de quien dijo hace algún tiempo que debería sustituir al PP.
En el Congreso de los Diputados bastó verla y oírla. Parece increíble pero Rafael Hernando, a su lado, es una monja teresiana
Hace poco tiempo, ya como portavoz del PP en el Congreso, Cayetana sacó de sus casillas a los miembros de su partido en el País Vasco al acusarlos de tibieza frente al nacionalismo. Los 'populares' vascos, cuya sangre ha caído en numerosas ocasiones vertida por ETA, y que se han pasado media vida con escolta, con miedo y desde luego con una inmensa valentía, se indignaron, y con razón, ante la lengua fácil y la frívola intemperancia de la señora marquesa. Hubo quien recordó –Borja Sémper– que ellos se jugaban la vida todos los días mientras otras caminaban sobre mullidas moquetas. Cayetana ni contestó.
En el Congreso de los Diputados bastó verla y oírla. Parece increíble pero Rafael Hernando, a su lado, es una monja teresiana. Esta mujer habla con las tripas, no con la cabeza; es profundamente emocional y, ante la tensión en los músculos del cuello de Pablo Casado, que la mira sin pestañear, dice cosas de las que cualquiera de sus compañeros se arrepentiría pronto si se le escaparan, pero ella no. Hay términos que, más que pronunciarlos, parece que los escupe: nacionalista, izquierda, feminismo, sobre todo “progresista”. Pero no hay vileza en sus palabras: hay rencor, eso sí; hay odio inocultable en su forma de expresarse. Habla como quien no tiene nada que perder.
Y ahí está la clave, me dice un querido amigo, periodista y escritor, que la conoce. Cayetana siempre tuvo un carácter muy fuerte, pero su vida cambió después de que, en enero de 2018, concluyó un proceso de pérdida personal que ella no ha aceptado nunca: lo tomó como una traición, como una humillación, como algo que a ella, precisamente a ella, no se le hace, no le puede hacer nadie.
Polémica Cabalgata
Todos hemos pasado por algo semejante, pero un drama así, sobre todo cuando eres el que sufre más la pérdida, necesita de una gran seguridad interior y de una sólida autoestima. “Ella se quiere a sí misma”, me dice mi interlocutor, “pero es mucho más frágil e insegura de lo que aparenta. Esa agresividad, esa chulería que muestra, es la venda con que trata de tapar una herida que está abierta y sangra. Lo ha pasado muy mal y yo creo que lo sigue pasando muy mal. No asume su pérdida, no ha cerrado el duelo. Y por eso se comporta así: habla como si no le importase nada ya, como si cada día fuese el último, que es lo que hacemos todos cuando perdemos, aunque sea por un tiempo, las ganas de vivir”.
Esta mujer que, hace tres navidades, en una cabalgata de Reyes, acuñó una frase imposible de olvidar cuando su hija se extrañó al ver cómo iba vestido el rey Gaspar (“Jamás te lo perdonaré, Manuela Carmena; jamás”) tiene una portavocía en el Congreso de los Diputados cuando otros tienen una terapia con un psicólogo. No es fácil que una cosa funcione igual que la otra. Pablo Casado la designó para ese puesto seguramente en un rasgo de bondad, como pensando: “Si la pongo ahí, bueeeno, ya verás cómo se le pasa. Además, es mejor tenerla al lado que enfrente”.
Yo no creo que Cayetana sea una mala persona. Creo que sufre lo que alguna vez hemos sufrido todos, pero está en un puesto en el que eso se vuelve peligroso; para ella en primer lugar, luego para su partido y después para el graderío en que estamos los demás. Para las elecciones de noviembre, Cayetana vuelve a presentarse a diputada por el PP en Barcelona. Si sale elegida, que eso está por ver, es muy probable que Casado la confirme en su puesto de ahora.
Y ya veremos si, dentro de unos meses, es a nosotros a quienes toca decir lo de “jamás te lo perdonaré, Pablo; jamás”.