Hay un dato estadístico que no aparecerá en ninguna encuesta de Tezanos o de cualquier otra mendacidad encargada por el poder: una gran parte de los candidatos a las generales son expertos en fracasar una y otra vez. Sánchez, el primero. Con él, el PSOE ha obtenido los peores resultados de su historia, por no mencionar la tremenda crisis que provocó en su partido. Ni cuando Felipe dijo lo de “antes socialista que marxista”.
Puigdemont, por su parte, desea ser el número uno en las generales por Junts per Catalunya. Otro ejemplo de libro acerca de cómo fracasar en todos y cada uno de los empeños que se ha propuesto. Ni hay independencia ni se está ahora más cerca de lograrla que hace dos años. Además, ha provocado un cisma en el separatismo, ha conseguido que el bloque neoconvergente se vaya reduciendo hasta un número de escaños que haría palidecer de ira a Pujol, y ha sido capaz de hartar incluso a los suyos. Pablo Iglesias, Artur Mas y tantos y tantos otros dirigentes que se postulan para noviembre o, en el caso de Mas, de cara a un futuro cercano, también participan del paradigma del político fracasado al que su facundia, su falta de visión y su escasísima capacidad de análisis, los condena a vivir perpetuamente aherrojados a la cadena de su propio ombligo.
Y, si bien es cierto que, como dijo Lucano, cada cual sufre su propio naufragio, ese mismo naufragio es el de toda la sociedad, empecinada en aprender tan poco de los terribles fracasos que vivimos desde hace cuatro años. Porque si Puigdemont se presentara como número uno por JxCat, aún a sabiendas que le sería imposible venir y recoger su acta de diputado, muchísima gente le votará. Ese desespero que produce contemplar al elector impermeable a las lecciones de la historia es descorazonador. Lo mismo podríamos decir de Sánchez, que ha cometido todos los errores esperables en un presidente, además de haberse inventado muchos otros.
Toda la pseudo izquierda sacudida, no agitada, de instintos burgueses reaccionarios no satisfechos aderezados con la ferocidad del analfabeto que rabia contra el amanuense, es un fracaso total como proyecto y como ideal humano
En este clima es casi imposible mantener una cierta voluntad de servicio público sin caer en la melancolía, porque, y me perdonarán de nuevo una cita, Flaubert advertía de la humillación que siente el hombre sensato al ver como los tontos triunfan allí donde él fracasó. Terrible condena la del candidato inteligente, condenado a empujar una y otra vez al ignaro de su jefe de filas monte arriba, como un Sísifo moderno, sabiendo que, al final, todo acabará rodando montaña abajo.
Ahí radica el fracaso de los políticos y de los electores, la falta de perspectiva histórica aparejada con la amnesia suicida que nos condena una y otra vez a equivocarnos con los mismos protagonistas. Para un votante separatista, Puigdemont debería ser el ejemplo de todo lo que se ha hecho mal, de la improvisación, del infantilismo, de la estupidez y de la cobardía. A poco que recordasen eso, no le votaría nadie. Con Artur Mas, por seguir en ese lado del jardín, pasaría tres cuartos de lo mismo. El que nos metió en este embrollo no puede presentarse ahora como la solución al mismo, como si no hubiera pasado nada.
Toda la pseudo izquierda sacudida, no agitada, de instintos burgueses reaccionarios no satisfechos aderezados con la ferocidad del analfabeto que rabia contra el amanuense, es un fracaso total como proyecto ideológico y como ideal humano; en el separatismo sucede otro tanto, la revolución de los señoritos que pretendían ahorrarse los viajes a Panamá, convirtiendo Cataluña en su propio paraíso fiscal, ni siquiera llega a proyecto político, relegando su condición a simple trama criminal.
Ellos no aprenderán de sus fracasos, porque no quieren admitirlos, pero, ¿aprenderemos nosotros de los nuestros? ¿Volveremos a depositar nuestra confianza en quienes tan poco se preocupan de nuestros problemas?
He aquí el nudo gordiano de estas elecciones: sacar conclusiones del fracaso. Del de todos.