La comparecencia del presidente en funciones como secretario general del PSOE, en el Palacio de la Moncloa la noche del martes 17 de septiembre, tras reunirse con el rey Felipe VI, nos enseñó para siempre una manera de acomodo en el poder sin complejos o pudores. El silencio que mantuvo durante segundos antes de responder-“soy el más votado”-a una pregunta sobre su dimisión si no consigue ser presidente del Gobierno en noviembre fue un espejo.
Sánchez se quedó helado por sorpresa. ¿Cómo era posible que alguien le planteara semejante dilema? ¿Es que hay en España alguien mejor que él para estar detrás de aquel atril y delante de las banderas ejerciendo como presidente del Gobierno? ¿A quién se le ocurre tal osadía? ¿No se dan cuenta el resto de los españoles, especialmente los votantes de otros partidos, de que sin él no hay Gobierno? Durante unos segundos interminables, Sánchez miraba con ira y fuego al autor de la insolencia.
Sin diferenciar su trabajo como presidente del Gobierno en funciones -y lo es por ganar una moción de censura y no una investidura hasta la fecha- se puso la camiseta del mitin de partido para arremeter desde la institución que representa contra los adversarios, eliminando las barreras formales –imprescindibles en democracia- entre quién es y quién pretende ser.
Sánchez habló desde el atril institucional como candidato frustrado a la Presidencia del Gobierno; su mensaje era el del secretario general del PSOE. En cambio, si se va a Nueva York, ejerce como jefe del Gobierno español en la Asamblea de la ONU, no como líder de un partido político. No distingue porque ya no quiere. Su insistencia en la búsqueda de culpables demuestra que desde la noche del 28 de abril este era el plan. Con 123 diputados se va al mismo sitio que con 84.
Si está ahí, detrás del atril de Moncloa, es por los votos de Podemos y de los partidos que participaron en el golpe al Estado en Cataluña
Los españoles no votaron un “Gobierno progresista” sino que eligieron a 350 miembros del Poder Legislativo. Entre sus funciones está elegir a un presidente del Gobierno que, por cierto, no tiene que ser diputado. Cualquier español puede ser votado por el Congreso. La soberanía nacional no se parte por provincias. Y aunque el PP no obtuvo escaños ni en las vascas ni en tres de las catalanas, no es verdad que no pueda representar a los ciudadanos de esas comunidades como repite Sánchez creando una posverdad para tragar en seco.
La soberanía nacional no se fragmenta. Eso es precisamente lo que quieren aquellos que hicieron presidente del Gobierno a Sánchez. Si está ahí, detrás de ese atril de Moncloa, es con los votos de Podemos y de aquellos partidos que participaron en el golpe al Estado en septiembre de 2017 en Cataluña. Tampoco hay que olvidar a los legatarios de ETA con los que se ha llegado a silenciosos, por vergonzantes, acuerdos en Navarra.
Elecciones sin precedentes
El momento estelar de esa aparición de Sánchez, en horario de máxima audiencia, no fue el señalamiento de culpables, por tener que volver a votar en noviembre, sino el instante en el que se dirigió a los españoles para ordenarles que la próxima vez le voten mucho más para evitar que otros impidan que sea el Presidente del Gobierno. Que “los españoles lo digan aún más claro”. No hay precedentes de cuatro elecciones en cuatro años pero tampoco existe un liderazgo basado en esta posición personal, inalterable ante la realidad, que coge por las solapas a los votantes para zarandearles porque no deciden todos lo mismo.
Sánchez se basta y se sobra para ser el único e inevitable presidente del Gobierno. Las próximas elecciones tienen como objetivo eliminar como líderes de sus partidos tanto a Iglesias como Rivera. Sánchez acogerá los restos de ambos naufragios, si es que se producen, para completar el número de escaños obtenidos. Ya veremos si son tantos como los que tiene pintados en la cocina de la pizarra monclovita – la del gurú que ha dejado a España quieta- mientras acechan tormentas políticas y económicas por varios frentes internos y externos.