Opinión

La Academia nos devuelve el acento

Con generosidad innovadora, nuestros académicos conceden el arbitraje a quien redacta y autoriza también la tilde en los pronombres este, ese y aquel cuando no quede claro que lo sean

  • Diccionario Rae

Ya existe la tilde acentual, que señala el mayor golpe de voz de la palabra, y también la tilde diacrítica que distingue la función de las palabras: verbo y de preposición. Bienvenida la tercera modalidad, la tilde discrecional que se usa en función de la prudencia, voluntad e inteligencia del usuario.

Entiendo que lo que acaba de admitir la Academia es un pasito hacia la libertad. No es una decisión descabezada porque ya existen numerosas palabras con doble ortografía como vermú o vermut, yudo o judo, pero la elección entre poner o no poner tilde es un paso hacia el posicionamiento.

La RAE readmite la tilde cuando ‘solo” equivale a solamente, siempre que quien escribe aprecie ambigüedad, pues si no existiera, que es lo que sucede casi siempre – por no decir siempre – no hay que colocarla. Con generosidad innovadora, nuestros académicos conceden el arbitraje a quien redacta, y autoriza también la tilde en los pronombres este, ese y aquel cuando no quede claro que lo sean. Los pondremos, y no será falta, porque impera la sospecha de la duda.

¿Es el fin de las normas de obligado cumplimiento? Me imagino con reforzada ironía que una norma conciliadora admitiera escribir con be todo aquello que, a criterio propio, suene be, y con uve lo que uno crea que no. Descubriremos así a una cofradía de iletrados que consideran que la uve se pronuncia distinta a la be. Y habría que respetarlos, claro, pues el reconocimiento de la opinión del pueblo debe inspirar, aunque se equivoque, nuestro comportamiento. Ese es el raro pero inevitable principio de la democracia.

Tan asentadas están las palabras en nuestro cerebro que aun sabiendo que una racionalización de las exigencias facilitaría la escritura, nos oponemos a todo cambio

La lengua oral cambia sin que podamos controlarla, la escrita permanece estática con la terca ortografía. Las exigencias de la escritura del inglés, del francés o del español se inspiran en la tradición más que en la utilidad. Grandes escritores como Gabriel García Márquez sugirieron una racionalización, pero nos cuesta tanto verlo que a punto estuvo el mundo hispanohablante de comerse a bocados – entiéndase la metáfora– al escritor colombiano. Los esfuerzos de Bernard Shaw o de lingüistas como André Martinet tampoco condujeron a nada, y eso a pesar de que el primero dejó su fortuna para modernizar los horrores ingleses y el segundo describió la absurda pérdida de tiempo en el aprendizaje infantil, juvenil y adulto de una ortografía disparatada. Tan familiarizados están con sus palabras los francófonos, anglófonos y nosotros, con tanto empeño defendemos nuestro patrimonio gráfico, tan asentadas están las palabras en nuestro cerebro que aun sabiendo que una racionalización de las exigencias facilitaría la escritura, nos oponemos a todo cambio. Solo unos cuantos, muy pocos, piensan que buena parte de las normas ortográficas son irracionales.

Antonio de Nebrija redactó las primeras normas del castellano. Su clarividencia resulta asombrosa. La lengua que había sido utilizada de forma magistral en El cantar de Mío Cid, en la poesía de Gonzalo de Berceo o en la prosa del rey Alfonso el Sabio, y pronto iba a ser usada en la redacción de La Celestina quedaba elevada a la categoría del latín. Desde entonces y hasta la muerte de Calderón de la Barca, Siglo de Oro, se escribieron obras extraordinarias sin reglas ortográficas, redactadas a discreción del autor o del tipógrafo. Y no pasó nada.

Hoy ha cristalizado la ortografía de tal manera que cualquier alteración rompería esquemas. Imposible introducir la simple y práctica norma que sugiere escribir setiembre sin p. La castellanización de güisqui tuvo éxito dentro del sentido común, pero no en el papel. Por eso vuelve la Academia a la carga en las normas de 2010 y propone wiski, pero tampoco le hacemos caso. Demasiado tarde porque ya estamos acostumbrados a whisky.  

Podríamos decir en nombre de Nebrija, con permiso de los que se molesten al leerlo, que la ortografía es hoy lo más arcaico de nuestra gramática. Lloraríamos con un solo ojo porque la traviesa ortografía francesa o inglesa nos influye tanto que vemos la nuestra como sencilla, como fonética. No la veía así el poeta Juan Ramón Jiménez, que escribió la ge y la jota a su antojo, pero con una lógica indiscutible. Y tampoco pasó nada.

Cualquier frase suena distinta en Valladolid, en Sevilla, Tijuana, La Habana o Buenos Aires. La escritura las unifica porque no escribimos sesesión ni cececión, sino secesión

No seré yo el que sugiera cambios porque los hispanohablantes nos sentirnos orgullosos de nuestras voces escritas. Dos dirigentes, sin embargo, se atrevieron a acercar la escritura al pueblo sin consultar al pueblo, los presidentes Mustafá Kemar Atatürk y Mao Tse Tung. El primero latinizó las grafías turcas que hasta entonces utilizaba el alifato del árabe. Lo hizo de la noche a la mañana un día de 1929. El chino comunista simplificó con la misma autoridad los caracteres de la escritura milenaria, y mira que nos parece difícil que los chinos le tomen cariño a esos rallajos, pero se lo tienen. Por eso los taiwaneses no aceptaron la modificación de Mao. Así fue como Turquía y China redujeron el número de analfabetos al poner a disposición del pueblo un sistema de escritura más racional.

La articulación de la lengua española presenta infinidad de variantes, no solo el seseo y ceceo o el yeísmo y no yeísmo. Cualquier frase suena distinta en Valladolid, en Sevilla, Tijuana, La Habana o Buenos Aires. La escritura las unifica porque no escribimos sesesión ni cececión, sino secesión, con independencia de lo que pronunciamos. La ortografía desempeña, por tanto, una función unificadora frente a las variantes.

Lo que me asombra es que se dé en la enseñanza mucha más importancia a la ortografía que a la ortología o normas de pronunciación correcta de los sonidos de una lengua, o a la oratoria, que es la expresión elegante, o al estudio del léxico o a la sintaxis. Parece interesar la escritura, un poco la lectura y casi nada la expresión oral, tan sugestiva y útil en las relaciones sociales.

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