La provocación de la funcionaria responsable de “Memoria Histórica” de la Generalidad en el campo de exterminio nazi de Mauthausen nos echa encima algo que nos negamos a ver. Estamos ante una nueva versión de revisionismo histórico al que no queremos denunciar por su auténtica naturaleza, la que nace del nacionalismo y se nutre del espíritu de la extrema derecha.
Como uno está hecho a todo, sabe que se deben denunciar las patochadas de Vox y su Reconquista y sus hazañas de cartón piedra, que más mueven a risa que a temor. Que pidan saber las personas y las inversiones que cubren salarios y complementos de quienes se dedican a la útil función del tratamiento a las víctimas de agresiones de género me parece innecesario, pero legítimo tratándose de un partido de extrema derecha. Para aviso de navegantes me gustaría recordarles que cuando se echó la mirada sobre los ERE de Andalucía hubo gritos de protesta por la agresión que al parecer suponía para los trabajadores en paro o precarizados. Pero resultó que más que de eso se trataba de una estafa al estilo de la que organizó Blasco, el consejero valenciano al que yo conocí siendo miembro, durante el franquismo, del FRAP -Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico- y que acabó en el PP robando los fondos de ayuda a los desposeídos de África. Las oenegés también se tasan en los mercados, como las Fundaciones “sin ánimo de lucro”, y no hay nada que no deba ser sometido a escrutinio ciudadano.
Detrás de las ‘bestias con aspecto humano’, de la exportación de cerdos o de los obispos impositores de señeras independentistas, lo que se esconde es puro racismo
Lo de Mauthausen es otra cosa. Una persona conocida en su casa a la hora de comer, como lo fueron hasta anteayer los que la designaron, Pugidemont y Torra, de quien nada sé salvo su nombre, Gemma Domènech, directora general para la Manipulación de la Memoria Histórica, evocó a los encarcelados en prisión de Cinco Estrellas, como parte de los exterminados por el nazismo, en un gesto “trumpiano”. Nuestra tibieza ante esta manifestación de “revisionismo histórico”, que atenúa las matanzas y ensalza la rebelión contra el Gobierno legalmente constituido me recuerda aquel modelo de cinismo político que caracterizó al franquismo: que sus víctimas antes de ser ejecutadas fueran acusadas de “colaboradores de la rebelión”. Los golpistas denunciaban la culpabilidad de sus víctimas.
A mí lo que diga Puigdemont, Torra y su partida de curillas y monjitas del Cura de Santa Cruz -hoy día hay que recomendar en ocasiones que le echen una miradita a la Wikipedia porque de no hacerlo no entenderían nada, y nos obligaría a los plumillas a tantas notas y subordinadas que harían aún más farragosos nuestros artículos- me importan muy poco; lo que hagan, sí, porque lo voy a sufrir. Por eso me conmueve el silencio de los portavoces de la ciudadanía catalana, por más hipotecados que estén. Un rasgo de dignidad intelectual es lo que se les pide. La provocación de la extrema derecha catalanista fue titulada así en el El País, diario de la moderación post-canovista. “La Generalitat utiliza el acto para reclamaciones políticas”. ¡El acto!
Detrás de “El Acto” y de las “Bestias con aspecto humano”, de la exportación de cerdos, de la xenofobia y el racismo, de los obispos impositores de señeras independentistas -les recuerdo que en Euskadi existía una revista de teólogos, en su mayoría jesuitas, “Herria 2000”, que no se cortaba un pelo en la justificación del terrorismo-, de la violencia hacia el diferente, lo que queda es el terreno de la extrema derecha. No es Vox, porque los grupos que viven de mitos que se han inventado nunca comparten referentes, pero se comportan como lo que son: racistas, xenófobos y fanáticos.
Nunca escuché la palabra ‘fascista’ tanto como ahora, pronunciada por quienes ni saben ni entienden qué quiere decir, ni lo vivieron
El catalanismo de izquierda, además de ser un oxímoron, se consagró en fórmulas como la de Doriot en Francia, que acabó en colaboracionista nazi, o los impulsos más criminales de los regímenes comunistas: Stalin y Mao, incluso el albanés Hoxa, no apelaban precisamente a la dialéctica sino al nacionalismo cuando iniciaban las grandes matanzas de masas.
Nos han robado las referencias del pasado convirtiéndolas en un trágala. El levantamiento militar de 1936 fue contra Cataluña; los lugares emblemáticos de la Batalla del Ebro tienen una placa que homenajea a los que lucharon por la libertad de Cataluña… Los millares de españoles que murieron en el Ebro no lucharon precisamente para soportar otra provocación impuesta por aquellos convergentes del Pujol que cubría sus vergüenzas. El seminario de los ideólogos del nacionalismo “España contra Cataluña” auparon al que había sido notable historiador catalán, Josep Fontana, para que trazara las líneas maestras del nacionalismo. Del estalinismo imperturbable al “rojo y catalanista”, varias décadas disimulando su condición de homosexual que ocultó con el mismo rigor que este catalanismo sobrevenido, hasta que llegó la gran aurora: aparecer como nacionalista sin complejos y gay abochornado. Ahora se estila llamar “fascistas” a los opositores en el más desvergonzado ejercicio de trasferencia de comportamientos. Nunca escuché la palabra “fascista” tanto como ahora, pronunciada por quienes ni saben ni entienden qué quiere decir, ni lo vivieron. Ha devenido un producto más, de fácil adquisición en el animalario ideológico.
Lo de Mauthausen y la señora del abrevadero catalán tendría que herir las sensibilidades incluso de los más conspicuos partícipes del pensamiento políticamente correcto. Quizá porque ellos abominan de su memoria desean borrar la de los demás. Si se pudiese hablar claro, no digamos ya escribir, sobre el último lustro en Cataluña, habría que seguir el rastro de los usufructuarios de este vergonzoso período de la inteligencia ausente. He visto casos tan patéticos como el del presunto filósofo Josep Ramoneda, que en dos años, es decir, lo que dan un par de negociaciones de intereses, pasó de apoyar a la CUP -Candidatura de Unidad Popular- independentista -“soberanista” en la jerga tartufesca al uso-, a las defensas utilitarias de Pedro Sánchez, “el estadista pacificador”. Pero no es el único, por más que sea el más divertido en sus búsquedas de otra oportunidad en las instituciones dedicadas a la cultura subvencionada. No es extraño que los más notorios intelectuales en Cataluña, expertos tertulianos y columnistas salomónicos, sean ágrafos. Les falta tiempo y algo más.
En Barcelona, la ciudad de los milagros, la otra Lourdes de la cultura, ya nadie exclama apuntando con el dedo que Rajoy fue el mayor fabricante de independentistas, una forma que daría a Mariano un impulso del que carece biológicamente. Hay que inventarse otra cosa que evite que alguien crea que fueron esos mariachis de la cultura sumisa los que acicalaron la impudicia de los ladrones de pasado.