En menos de dos meses se cumple un año del atentado terrorista en La Rambla de Barcelona, el 17 de agosto, a eso de las cinco de la tarde. Lo sé con suma precisión porque yo andaba allí, en el número 140. Y por volver a escribir un artículo que perdí a las 16.50 horas tuve que quedarme en la redacción y oír los gritos desde un quinto piso. Un error me hizo esquivar la catástrofe, aunque no me librara de presenciarla a vista de pájaro. No sirve de mucho todo eso para todos aquellos que me quisieron aleccionar desde el sofá de su casa con la tele encendida o repasando su Twitter para saber mejor que yo lo que ocurría en La Rambla.
Era impensable horas antes que un silencio estremecedor, de pronto, inundaría la arteria más transitada de mi ciudad, que se rompía con algún disparo de la policía y señales de walkie talkies. Me mantuve observando desde la ventana, viendo el ir y venir de los geos, de las furgonetas de antidisturbios, las ambulancias, los cuerpos en el suelo. En esas horas allí atrapada en la redacción, sin poder bajar a la calle hasta que hubiera la seguridad de que el sospechoso del atentado no andara escondido en algún edificio, pude comprobar la osadía de opinar alegremente desde la distancia, con esa contundencia que asusta. La irresistible imprudencia de creer que mantenerse como observador te dejará atrás de la actualidad. Así que mejor decir cualquier cosa, aunque solo sea ruido. Es cuando el ejercicio de analizar y empatizar, por tanto, queda anulado.
Desde que se hiciera pública la violación grupal en los Sanfermines de 2016, no ha habido noticia sobre el caso que no fuera acompañada del cuestionamiento de la víctima y, con ella, de todas las mujeres que han salido a explicar que también han sufrido un acoso, una violación, un abuso después de que les removiera el estómago el caso y se vieran reflejadas en esa chica. Pese a ello, se ha seguido oyendo un ¿pero ella se besó con uno, verdad?; ¿pero ella entró al portal, no?; ¿pero ella estaba sola en una plaza y se puso a hablar con ellos, verdad? Un sinfín de peros que confirman el trabajo que aún queda por hacer para que dejen de ocurrir esas salvajadas con los cuerpos de las mujeres.
Estar convencidos de que tus decisiones sobre tu vestimenta, tus ganas de seguir bailando o de copas, de conocer gente no es otra cosa que una provocación para que te toquen, te agredan, te sometan. Todas esas opiniones vertidas sobre la víctima van achicándola, culpabilizándola y la actitud de ellos atenuándose hasta el punto de que no vean delito en sus actos. Así de perverso es como un agresor gana la libertad.
Muchas de las opiniones vertidas en redes culpabilizan a la víctima y atenúan la responsabilidad de los agresores, hasta el punto de no ver delito en sus actos
Mientras, hay una víctima que está viendo cómo se discute sobre si se negó o se dejó. Sobre si cerrar los ojos y acabar agazapada, acorralada contra la pared y gritando, como recoge literalmente la sentencia, no sean motivos suficientes para que claudiquen las alegres opiniones vertidas sobre su persona. Entonces, ¿por qué lo voy a querer contar si eso supondrá una lluvia de opiniones de quienes se creerán dueños de mi dolor para destriparlo? Preferir el silencio a cargar con el estigma.
Recientemente charlé con un amigo, que es fiscal, sobre la utilidad de hacer público un acoso o una violación en zonas que quizá solo sirven para hacer ruido, como son, por ejemplo, las redes sociales. Un espacio que entremezcla la inmediatez de escribir a la ligera un mensaje breve con el rastro que deja tu presencia digital que puede ser recuperado más tarde. Además de todo eso, hay varios peligros de mediatizarlo. Que se cuestione a la víctima y el objetivo de compartirlo públicamente, que se frivolice, que en vez de denunciarlo; que se normalice hasta el punto de que haya más hombres retorcidos emulando a La Manada, como se ha sabido esta semana con los varios casos en Canarias, en Molins de Rei y en el Puerto de Santa María.
Mi amigo, que sabe algo más del poder judicial español que las mentes brillantes y osadas que pululan en redes sociales y barras de bar, es un firme defensor de contarlo. «Contadlo siempre, hacedlo público. Es la única forma de que la actitud de la sociedad frente a las violaciones cambie». Que se sepa que una injusticia sufrida por una chica afecta a todos. Aunque eso suponga pasar por el tamiz de los que aleccionan insensibles desde el sofá.