Opinión

Lo que importa

Me dediqué a vivir contando los días que faltaban para mi despedida desde el momento exacto en el que pusieron fecha a mi última jornada laboral en televisión antes de entregarme por completo al que será -si no hay contratiempos- mi próximo of

  • Un automóvil destruido de la ONG World Central Kitchen (WCK) en el sur de la Franja de Gaza. -

Me dediqué a vivir contando los días que faltaban para mi despedida desde el momento exacto en el que pusieron fecha a mi última jornada laboral en televisión antes de entregarme por completo al que será -si no hay contratiempos- mi próximo oficio: el de la maternidad. “Me quedan veinte programas”, me decía a mí misma como quien, a media mañana, se come una onza de chocolate negro aferrándose al poder revitalizante de unos pocos gramos de cacao intenso. “Ya son sólo doce” o “cuatro, únicamente cuatro” fue lo que pensé el martes cuando encaraba, exhausta, el tramo final del camino antes de asomarme al abismo que dibuja la nueva curvatura de mi cuerpo.

Confieso que en ese instante en el que se marcó en rojo en el calendario mi “hasta pronto” ante las cámaras… en ese mismo instante, mi mente -de alguna forma- ya se había ido. Cogió vuelo hasta la meta sin sopesar que las cosas no siempre suceden como se planean, que la vida puede cambiar terriblemente en el tiempo en el que tarda un charco en formarse en los días de aguacero. Porque este pasado martes, en cuestión de minutos, dejé de estar repasando la escaleta y comiéndome un pollo con patatas en el comedor del trabajo a verme sentada en el suelo sin poder apenas moverme tras una brusca caída por las escaleras. Cambié de pronto los tacones y el brillo que desprenden los focos de un plató, por una vieja silla de ruedas con muchos pacientes a cuestas y por la iluminación fría y hostil de la que no escapa ningún hospital.

Risueño, pese a todo, empujó Jokin mi silla por los pasillos. “Soy el único celador de la tarde. No damos abasto, pero me gusta tratar a la gente como si fuera mi familia”

No habían dado las cinco cuando entré y se pasaron de largo las nueve, cuando salí. De lo que allí escuché -un “me duele mucho el corazón” pronunciado en la ventanilla de acceso por un hombre joven con barba-; de todo lo que allí ocurrió guardé buena cuenta en una retina dañada por la luz azul e intensa que bajaba del techo en cascada y por el ambiente cargado que subía de un suelo atestado de pisadas de enfermos y de las marcas que dejan las camillas cuando llegan a urgencias a la carrera. Al susto que yo llevaba del golpe, se sumó el que me provocó encontrarme en una sala -la llamada Sala B- sin hueco apenas para una mosca, con personas de todas las edades aguardando una cura como quien espera turno en la charcutería. Anoté lo siguiente en mi teléfono: “Son las 19:43. Sigo esperando y el calor aprieta como si en esta primera semana de abril un error hubiera activado todas las calefacciones de golpe. O es quizá el miedo que sube la temperatura del cuerpo”.

Fue una tarde larga, de pruebas, cintas en la tripa, temores por los otros latidos, los que están por venir; una tarde de descartes y de un esguince fuerte en el pie derecho en la que, sobre todo, me salvó del sobresalto la amabilidad extrema de un personal desbordado. Risueño, pese a todo, empujó Jokin mi silla por los pasillos. “Soy el único celador de la tarde. No damos abasto, pero me gusta tratar a la gente como si fuera mi familia”. Cuánto se agradece esa actitud generalizada entre todos los sanitarios que me atendieron en ese lugar al que nadie acude por gusto y en el que sólo el propio aire denso te ahoga.

La sanidad pública del País Vasco está en el centro del debate de una campaña electoral que no ha hecho más que empezar y que se prevé larga y tensa

Fueron para mí las sonrisas de esos profesionales como el flotador al que se agarra alguien en mitad del mar tras un naufragio. Un salvavidas como -imagino- serían esas toneladas de alimentos que repartían en una Gaza hambrienta y desnutrida los voluntarios del chef José Andrés, asesinados esta semana por fuego israelí. Atacar la ayuda para el más débil, atacar la medicina para el enfermo es lo mismo que dejar sin voz a quien vive de su palabra. Sin embargo, soy de las que opinan que la muerte de esos cooperantes no debería haber acaparado tantas portadas y conversaciones en una guerra que mata al día a decenas de personas inocentes desde el pasado siete de octubre. Y creo igualmente que mi historia no es, ni de lejos, tan trascendente como para ocupar esta columna si no fuera porque la sanidad pública del País Vasco está en el centro del debate de una campaña electoral que no ha hecho más que empezar y que se prevé larga y tensa.

Y escribo esto, aunque la realidad es que quien marca, al final, lo que es importante, lo que es noticioso… eres tú -lector, lectora- al decidir llegar o no hasta este último punto y hasta otros tantos. En tus manos está el texto, en tus manos su relevancia.

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