Opinión

Los farsantes

El plató es un batiburrillo cuidadosamente desordenado de libros, periódicos, calaveras, figurillas exóticas y objetos inclasificables. La música, la misteriosa y flotante Shine on your crazy diamond, de Pink Floyd. La luz es s

El plató es un batiburrillo cuidadosamente desordenado de libros, periódicos, calaveras, figurillas exóticas y objetos inclasificables. La música, la misteriosa y flotante Shine on your crazy diamond, de Pink Floyd. La luz es suave; un flexo finge iluminar la cara de quien nos habla. Estamos en Cuarto milenio y el que se dispone a soltarnos su homilía es, cómo no, Iker Jiménez.

Es bueno este tipo como comunicador. Lo primero que hace es arroparse en sus seguidores, que le escriben (dice) por miles, que le animan, que le llaman al heroísmo y a la resistencia. ¿La resistencia ante quién? Esto es lo que Jiménez nos explica durante una perorata deliberadamente embarullada de once minutos: sus enemigos son (somos, porque yo me apunto inmediatamente) los que él llama “periodistas serviles” o “periodistas servidores”.

Asegura que no está “completamente” de acuerdo con las llamadas “teorías de la conspiración” pero de inmediato asegura que algo hay en todo eso, ¿eh?, algo hay de cierto

¿Servidores de qué? Ah, pues de qué va a ser: del poder, de lo que él llama con indisimulable desprecio “la verdad oficial”. Dos minutos después, queda claro que los “serviles” o “servidores” somos todos los que cometemos la vileza de no estar de acuerdo con él. ¿Acerca de qué? Bien, pues eso ya no está tan claro porque, seguramente para evitar un ridículo aún más completo, el propio Jiménez va y viene, dice y se desdice, amaga y no da: asegura que no está “completamente” de acuerdo con las llamadas “teorías de la conspiración” pero de inmediato asegura que algo hay en todo eso, ¿eh?, algo hay de cierto. Y desprecia, de nuevo sin disimulo, a quienes usamos el término “conspiranoicos” para quienes difunden determinado tipo de falsedades y brujerías.

Pero vamos a ver, ¿de qué rayos estamos hablando? Pues estamos hablando de Iker Jiménez, eso por descontado, como siempre, de qué si no. Pero esta vez el pretexto son los llamados “chemtrails” o estelas que dejan los aviones que vuelan a gran altura. Este Jiménez se cura en salud y dice que él no está de acuerdo al cien por cien con que esas estelas, formadas por vapor de agua, sean en realidad perversas fumigaciones químicas que “los poderosos” arrojan sobre la humanidad con el avieso propósito de controlarnos a todos, pero que… Algo hay, ¿eh? Algo hay. Y, en cualquier caso, el “heroico” Jiménez, el “valiente” Jiménez, se fortifica en su derecho de seguir hablando de los “chemtrails” a pesar de las críticas de los “serviles y servidores”.

Este hombre es un farsante. No tiene otro nombre: farsante. Casi lo mismo que el delincuente Josep Pàmies y su lejía curalotodo, lo mismo que los estrambóticos adivinos y astrólogos que salen o salían en televisión por la noche, lo mismo que el youtuber Dalas y lo mismo, si me apuran, que Trump. Farsantes. Farsantes.

No me voy a molestar en averiguar qué estudió este hombre, pero sí sé (lo dice él mismo) que empezó a interesarse por magufadas diversas desde que era un adolescente

¿En qué se basa la condición de farsante de este Jiménez? ¿En que dice cosas que no son ciertas? No: eso nos pasa a todos, si bien se mira. Nadie está libre del error. El farsante no es el que se equivoca. El farsante es el que miente, el que sabe que lo que dice es mentira, pero sin embargo lo repite y lo repite y lo repite, adornándose de ufanía, de supuesta indignación y de desprecios a los “serviles y servidores”, por una razón que suele ser siempre la misma: el dinero. La audiencia, en este caso. El dinero que le proporciona la audiencia. Por ese motivo miente. Por ese motivo difunde falsedades que sabe a ciencia cierta que son falsedades.

Iker Jiménez es cualquier cosa menos tonto. No me voy a molestar en averiguar qué estudió este hombre, pero sí sé (lo dice él mismo) que empezó a interesarse por magufadas diversas desde que era un adolescente. No ha dejado de hacerlo, porque vive estupendamente de la credulidad de los demás. No, qué va a ser tonto: todo lo contrario. A pesar de que haya dicho que él también vio un ovni una vez. A pesar de que, en los programas de humor, sea frecuente que alguien imite su voz atiplada y diga su famosa frase: “No estamos solos…” Y luego viene, claro, la carcajada.

No hay en España magufo de cierta nombradía que no haya pasado, al menos una vez, por el programa de Jiménez. Este sujeto es, junto a los diseñadores de campañas electorales, el mayor ejemplar que se conoce en nuestro país de farsante prístino, esférico, sin mácula, que vive de la credulidad de los demás, de su ignorancia y de esa proclividad que tiene tantísima gente a creer en cuentos y en misterios antes que en realidades.

Stultorum numerus infinitus est, decía el Eclesiastés. El número de los necios es infinito. Ya lo era cuando se escribió el Eclesiastés (hace alrededor de 2.700 años) y está claro que ese número no ha hecho más que crecer, en cantidad y puede que hasta en proporción. No nos gusta lo que vemos ni lo que vivimos, eso está claro, y desde los primeros tiempos históricos el ser humano, para escapar de la realidad, dio en creer en augures, adivinos, astrólogos, magos, brujas y brujillas, cuentos y leyendas que, si uno se fija, nadie sabía en realidad de dónde habían salido, pero que alimentaban la fantasía de la gente. Sigue siendo así. Y sigue siendo (Jiménez es prueba evidente) un magnífico negocio. Jiménez no es el primero ni será el último.

Pero empeñarse en dar la murga con los “chemtrails”, cuando hasta su propio público tiene claro ya que eso era y fue siempre una monserga; dar una y otra vez la matraca con eso, cuando él sabe perfectamente que es una filfa, un engaño, una patraña inventada para bobos; y hacerlo, encima, encocorado y reivindicativo, en nombre de la libertad de expresión y del derecho a conocer “todas las opiniones”, y llamando “serviles” a quienes señalan con el dedo su mentira, es de una desvergüenza inaudita. Eso, exactamente eso es lo que hace un farsante.

Es nauseabundo alimentar la desconfianza de los ciudadanos en la llamada “verdad oficial”, que suele ser la de la ciencia, y venderles las chinchorrerías que inventan los magufos

El dinero es importante, no cabe duda, pero no es lo más importante. Es indecente mentir por dinero. Es asqueroso estimular la credulidad, la ignorancia, el fanatismo de la gente, por dinero. Es nauseabundo alimentar la desconfianza de los ciudadanos en la llamada “verdad oficial”, que suele ser la de la ciencia, y venderles las chinchorrerías que inventan los magufos, sea sobre los “chemtrails” de las narices, las ¡peligrosísimas! vacunas, los ovnis, las pirámides de la Antártida y lo que a cualquier ocioso se le ocurra. Equiparar la investigación científica con las incontables chorradas que se saca de la manga la inagotable alucinación humana es tomar a la gente por idiota. Pero convertir eso en un medio de vida, en un espléndido medio de vida, como hace este Jiménez, es ser lo que he dicho antes: un farsante.

Si es para desacreditarle a usted y a su espléndido negocio, señor engañabobos, me apunto voluntario ahora mismo al club de los “sirvientes” y/o “serviles”. No lo he hecho antes porque no suelo ver sus programas. Me suben el ácido úrico. Pero esta vez caí, bien es cierto que de chiripa, y me quedé de piedra con su cara dura.

Aunque no sé de qué me extraño. Este jueves, comprobé que tres de las cinco grandes cadenas de televisión generalistas, de alcance nacional, ¡incluida la pública!, tenían conexión en directo con la presentación del libro de Ana Obregón, el que dice que comenzó su difunto hijo y ha terminado ella. Ana Obregón, de antiguo conocida como Antoñita la Fantástica, de la que ya no es fácil saber si es madre, abuela, las dos cosas a la vez, virgo potens, consolatrix afflictorum o refugium peccatorum, pero no cabe ninguna duda de que es una insuperable mercader de sí misma y de cuantos le rodean: en estos pocos meses de culebrón maternofilial le ha sacado a la estrambótica historia de la niña más dinero del que yo habré ganado en toda mi vida.

A veces pienso que tenía razón Shakespeare cuando decía que lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes. En fin.

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