El periodismo patrio se encuentra afligido, consternado, pesaroso, furibundo y despechado. Acaba de descubrir, ¡oh, cielos! que los políticos mienten. Tal fenómeno ha ocurrido a través de quien hasta hace tan sólo unos meses fuera vicepresidente del Gobierno, que lo ha reconocido de forma abierta en un acto electoral como argumento irrefutable para que sus votantes, ahora sí, depositen en sus colegas su total confianza.
“¿Piensa que somos idiotas?”, se plantearán muchos. “¿Cree que, porque ya no es político de forma oficial, no nos percatamos de que tiene todavía intereses personales en juego?”. Y yo respondo que quizá Pablo Iglesias piensa lo que, de hecho, es. Somos. Idiotas. Pues a este Gobierno -y a sus secuaces- le consta que puede cometer las mayores barbaridades porque no tendrán consecuencia alguna.
Sobre las constantes felonías y deslealtades de nuestros gobernantes hacia sus ciudadanos y el bien común de la nación española nos hacemos eco todos los días. Lo que me interesa es dilucidar si existen aspectos de la nueva política que resultan más perjudiciales que pronunciar falsedades más que obvias.
Estos días se notifica puntualmente cada nueva hospitalización por covid19, mientras se ignora el número de altas hospitalarias, crecientes y en cantidad superior
Desgraciadamente sí, existen cosas peores que la mentira en política. En primer lugar, y como ya he comentado, porque la indulgencia que el pueblo español muestra hacia sus gobernantes no conoce límites. Hacia los de izquierdas, claro. Recuerdo ese chiste de Mingote: “La clase trabajadora empieza a estar harta. En cuanto haya un gobierno de derechas nos van a oír”. La mentira, en este contexto, es tan sólo un mal menor y necesario ante el que los votantes pueden mostrarse benévolos, ponerse una venda en los ojos o echar mano del cansino “tu quoque”, tú también, los tuyos más.
¿Qué puede ser más nocivo que la mentira? Varias cosas, por desgracia. Por ejemplo, la manipulación burda disfrazada de transparencia. Estos días se notifica puntualmente -en lo que ya se conoce como terrorismo informativo- cada nueva hospitalización por covid19, mientras se ignora el número de altas hospitalarias que, gracias a Dios, cada vez son mayores en comparación.
Otro mal de nuestro tiempo es el de la incorrectamente interpretada post verdad. Suele entenderse equivocadamente el concepto como un eufemismo de nuevo cuño para referirse a algo tan viejo como la mentira. Sin embargo, la post verdad consiste en algo peor, a saber, que no hay esencial diferencia entre lo verdadero y lo falso. Desde esta óptica dichas fronteras resultan artificiosas y deberían, por tanto, diluirse. Todo depende de la forma de interpretar el famoso “relato”, la “narrativa”.
Si todos asumimos como necesaria la prevalencia de la post verdad no deberíamos extrañarnos que acabemos teniendo políticos que, como Pilatos, se laven las manos ante los asuntos más cruciales
Parece relevante que el lector tenga noción, caso de ignorarlo, de que el origen del concepto post verdad es filosófico y, por tanto, que conozca así el alcance real y las consecuencias de que se haya retirado esta asignatura del plan de formación básico del alumnado español. En un mundo en el que todos asumamos como necesaria la prevalencia de la post verdad no deberíamos extrañarnos si acabamos teniendo políticos que, como Pilatos, se laven las manos ante los asuntos más cruciales. O casi peor aún, que nuestros gobernantes acaben haciendo suyas las recomendaciones de El príncipe de Maquiavelo
El escritor renacentista, al menos, abogaba por la necesidad de una sociedad virtuosa. Al gobernante no le quedaba otra opción que ser astuto y saltarse las directrices que normalmente pauta la moral. Para ello, sin embargo, era imprescindible que el pueblo continuara rigiéndose por estas reglas. Ahora bien, ¿qué necesidad hay de una sociedad que reflexiona sobre la moral y persigue la virtud, si las grandes tecnológicas llevan décadas implantando lo que conocemos como “capitalismo de la vigilancia”?
La diferencia es que la mayoría ha aclamado con fervor la medida. ¡Control, queremos control! La falsa sensación de seguridad así lo requiere. Todos aplaudiendo como focas
Este último es el tercer elemento de la nueva política que resulta más corrosivo que la simple y tradicional mentira del político de turno. La crisis provocada por la pandemia no ha hecho otra cosa que ponerlo de relieve de forma palpable. Si ya la explotación masiva de datos se ha mostrado como una herramienta eficaz para manipular a la ciudadanía, los controles que se han puesto en marcha para gestionar la crisis sanitaria nos anticipan el camino inequívoco que estamos tomando hacia dictaduras en apariencia blandas, casi invisibles. Piensen en los famosos códigos QR, se han revelado como la versión actualizada de los tatuajes de los presos de los campos de concentración del pasado siglo. La diferencia es que la mayoría ha aclamado con fervor la medida. ¡Control, queremos control! La falsa sensación de seguridad así lo requiere. Todos aplaudiendo como focas.
Este afán absurdo de certidumbre, sumado al canon de la post verdad, nos está conduciendo a unos escenarios escabrosos a los que nos encaminamos alegremente, al tiempo que nos tiramos de los pelos porque un tipo, con un claro trastorno de la personalidad narcisista, nos ha dicho, ¡oh, la novedad!, que los políticos mienten. Entre tanto no puedo evitar recordar a Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo:
“El sujeto ideal para el gobierno totalitario no es el nazi o el comunista convencido, sino la gente para quien la distinción entre hecho y ficción, verdad y mentira, ya no existen”