El gran escritor italiano Giovanni Papini – recomiendo su autobiografía “Un hombre acabado” – dijo que quienes son incapaces de enardecerse con la ira también lo serán respecto al amor, y que esa gente son los eternos tibios que Dios vomitará en el Apocalipsis. No son pocos quienes consideran que el fin del mundo, el fin de nuestra civilización tal y como la hemos conocido, ha empezado camuflado entre brillantes anuncios que nos instan a ser más pueriles, a basar nuestra existencia en deseos egoístas y a negarnos a asumir la más mínima responsabilidad acerca de lo que sucede a nuestro alrededor, incluso sobre nosotros mismos. Cuando el individuo rechaza tomar decisiones, cuando lo malo siempre es culpa del otro, cuando se estigmatiza la madurez intelectual, el Apocalipsis ha llegado para no marcharse.
En este extraño miasma se mueven con total desembarazo los tibios a los que aludía Papini, puesto que el relativismo moral unido a la ignorancia más absoluta da la medida del europeo medio actual. Bajo la óptica superficial del equidistante todo es relativo, incluso la atrocidad. No hay ni Bien ni Mal para esos tibios progresistas que carecen de bagaje intelectual para formar su propia opinión, contentándose con la que le suministra a diario el sistema. Con memoria de pez, hoy pueden defender lo que ayer condenaban y no encontrar en contradicción alguna puesto que, mutas mutandis, las opiniones están para ser demolidas y vueltas a edificar según convenga. A esa progresía incapaz de formular tesis alguna le encanta, sin embargo, derruir todas las que existen. Pero ¿a cambio de qué? A cambio de la nada, que es donde se amamantan los monstruos que nacen enfurecidos del sueño de la razón para devorarlo todo, tibios incluidos.
No existe nada más perjudicial que esa indolencia suicida. El tibio es el ácido más corrosivo de nuestra sociedad. Ese sujeto que pone en el mismo plato a buenos y malos sin distinguir unos de otros es el enemigo cultural a batir. Porque al Mal, con mayúsculas, se sabe dónde encontrarlo, pero el camaleónico tibio, el que dándoselas de superioridad moral se coloca en un falso pedestal por encima de todos, sabe camuflarse bajo la túnica del filósofo, del sabio o del intelectual. Y no. Estos son tiempos, como he dicho en alguna ocasión, de trinchera dialéctica en el que o estás en un lado o estás en el otro. Las ambivalencias no sirven más que para enmascarar la oscuridad, el totalitarismo, el odio, el rencor y el crimen. Cuando en Europa estallan misiles y las gentes huyen de sus domicilios para nunca más volver dejando atrás cadáveres y ruinas, ha llegado el momento de ocupar nuestro puesto en la trinchera ideológica. Si Europa, amenazada por un fanatismo capaz de asesinar en función de la religión, el sexo o la orientación sexual, un fanatismo secundado por quienes desean que los hermanos se revuelvan contra los hermanos en aras de un hipotético paraíso sin desigualdades, un fanatismo que ensalza al criminal y denuesta a la víctima, no pone pie en pared y planta batalla, está herida de muerte. Por desgracia, la sociedad europea se empecina en no ver como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis ya galopan sobre el Viejo Continente – recuerden, Peste, Guerra, Hambre y Muerte – y se resiste a ser salvada de su complacencia. Y no se conseguirá sin que el bienquedismo y los tibios queden arrinconados y la sociedad se organice alrededor de la sensatez, la verdad, la luz, en suma, el humanismo que siempre ha sido la salvación.
Cada tibieza es un paso más hacia el precipicio de nuestra extinción. Que no lo dude nadie.
Eugenio
Gracias por sus, como siempre, acertadas reflexiones Sr. Giménez. La tibieza es el cáncer de nuestra sociedad actual.