Hubo un tiempo –pongamos que hablo de hace quince, veinte años– en que el nacionalismo catalán tenía por costumbre calificar al periodismo madrileño de Brunete mediática. Según leo ahora en Wikipedia, el mote lo habrían acuñado a finales del pasado siglo dos dirigentes del PNV expertos en esta clase de metáforas, Xabier Arzallus e Iñaki Anasagasti, por lo que ni siquiera sería original. A la Brunete mediática el nacionalismo catalán le contraponía su oasis periodístico, ese remanso de paz regado hasta el tuétano con subvenciones públicas. A la guerra, pues, la paz. Y el diálogo, sobre todo el interno. De tanto dialogar entre sí el periodismo catalán alumbró en 2009 aquel editorial único suscrito por doce cabeceras que llamaba, mira por dónde, a la guerra. A la guerra contra el Tribunal Constitucional, al que amenazaba de forma explícita con una suerte de rebelión popular si, en la sentencia tan esperada, a sus excelentísimos miembros se les ocurría tocar una sola coma de un Estatuto que apenas un tercio de los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto habían aprobado en referéndum tres años antes.
Curiosamente, el editorial de marras no lo habían redactado representantes del nacionalismo más irredento, sino del más liviano, del que ni siquiera se considera a sí mismo como tal. Me refiero, por supuesto, al socialismo del lugar. Así pues, del trabajo sucio se había encargado la asistenta. Este ha sido siempre, al cabo, el papel del PSC en la política catalana y española: el de asistir al nacionalismo en lo que este mandara. Y cuando digo el PSC no estoy pensando tan sólo en sus representantes políticos; también en los compañeros de viaje de toda clase y condición que han dispuesto a lo largo de las últimas décadas de una tribuna pública.
Uno de los colectivos más baqueteados era el de los columnistas. No cualesquiera, claro: sólo los de la capital, integrantes la mayoría de la Brunete mediática, que le producían verdadera irritación
Este ha sido el caso de Juan Marsé. La reciente publicación de sus Notas para unas memorias que nunca escribiré (Lumen, 2021) pone de manifiesto hasta qué punto la animadversión, rayana en la fobia, hacia lo que podríamos llamar la derecha política y social española había hecho mella en él. Marsé se caracterizó siempre por no templar en exceso sus opiniones, por no cortase un pelo a la hora de hablar en público. Iba con su carácter. Sus a menudo saludables salidas de tono solían tener como diana a los políticos. En este diario de 2004, sin embargo, andaban más repartidas, y uno de los colectivos más baqueteados era el de los columnistas. No cualesquiera, claro: sólo los de la capital, integrantes la mayoría de la Brunete mediática, que le producían verdadera irritación, hasta llevarle a dejar de comprar los periódicos donde colaboraban para no verse obligado a leer sus escritos.
Así pues, la condición de verso libre de Marsé no le eximía de compartir, y de qué manera, el humus de la izquierda catalana y, aun sin ser consciente de ello o, en todo caso, sin admitirlo, del nacionalismo de los Pujol, Mas, Carod y compañía, a los que tanto aseguraba despreciar. O sea, de compartir el antifranquismo, cuya premisa mayor ha sido siempre que el dictador, al contrario de lo que certificó hará pronto medio siglo aquel “equipo médico habitual”, sigue vivito y coleando. No se puede ser antifranquista sin creer en la persistencia del franquismo. O sin dar a entender, al menos, que se cree en ella. Bien lo saben la izquierda y los separatismos de toda laya, que han hecho de semejante supuesto una hoja de ruta permanente en su lucha contra la derecha española. El actual Gobierno de la Nación y los de cuantas comunidades autónomas están gobernadas hoy por el nacionalismo o se sostienen gracias a su concurso no se entenderían sin dicho punto de unión.
Madrid como metáfora
Por lo demás, ese fantasma del que se echa mano se transfigura según conviene. Así, tanto desde la óptica del socialismo catalán como del propio separatismo, el franquismo lo mismo toma forma de Brunete mediática que de Tribunal Constitucional o de Partido Popular. Tanto da. Y no digamos ya de Madrid. De Madrid como metáfora de lo hispánico y como epicentro todas las maldades habidas y por haber. A propósito, ni les cuento la de terceristas catalanes –transfiguración terminológica, a su vez, de la intelligentsia nacionalista de baja intensidad tras el golpe de 2017– que están deseando, y no se recatan en manifestarlo, la derrota de Isabel Díaz Ayuso en las próximas elecciones autonómicas. Y ni les cuento la de ciudadanos catalanes que, precisamente por ello, no deseamos otra cosa que su victoria.