Opinión

Manuel Valls y las utilidades del baobab

Le han hecho ministro “de Ultramar”, es decir, encargado de atender los cuatro o cinco islotes que le quedan a Francia de su antiguo imperio colonial

Manuel Carlos Valls Galfetti nació en el barrio de Horta, Barcelona (España) el 13 de agosto de 1962. Es el primero de los hijos que tuvieron Francesc Xavier Valls Subirá, pintor español de renombre de la segunda mitad del siglo XX, ya fallecido, y su esposa, la suiza Luisangela Galfetti, también de familia de artistas. La pareja vivía en Francia (el padre emigró a París en los años 40) pero, llegado el momento del parto, el ilustre pintor se empeñó en que su hijo fuese español y viajaron a Barcelona. Así, Manuel Valls es una especie de puzzle humano que tuvo nacionalidad española hasta los veinte años, cuando adquirió la francesa; y habla perfectamente francés, español, italiano y catalán; los cuatro, podría decirse, como lenguas maternas o paternas. Valls anduvo toda su infancia “a saltos” entre Francia, España y Suiza.

La familia nunca vivió holgadamente, aunque tampoco pasaron estrecheces. Era, eso sí, gente de izquierdas, de profundas convicciones republicanas y laicas, que se relacionaba con el mundillo intelectual de la época, tanto francés como español. El pintor Xavier Valls, como se le conocía, eligió París como residencia principal no solo por la luz de la ciudad, sino porque en la España franquista “no se podía respirar”, sentimiento compartido por una inmensa cantidad de gente que tuvo que exiliarse por motivos políticos, y que prefirió el exilio a la resignación.

Manuel, “Manel” o Manolito Valls –como se prefiera– fue un niño feo. Puede parecer una crueldad innecesaria decir esto ahora, y sobre todo resulta extraño viendo la buena planta que crio después, pero es la pura verdad y las fotos infantiles no mienten: salió bajito, narigón y con unas cómicas orejas de soplillo que no le han abandonado nunca. “Menos mal que luego se arregló”, como dijo María de las Mercedes de Borbón y Orleáns de su propio hijo mayor. Feúcho, al menos al principio, pero extraordinariamente inteligente, dotado de una enorme capacidad de trabajo y, quizá esto sea lo más importante, con un indestructible amor por el librepensamiento y la formación del propio criterio. Esto le llevó a huir de los “dogmas” políticos de la izquierda más o menos “divina” entre la que creció e incluso a contradecir esos dogmas cuando, años después, lo consideró conveniente.

Valls estudió siempre en la escuela pública, tanto por convicción de su familia como por las disponibilidades económicas. No tiene una formación académica de las de caerse de espaldas, pero se licenció en Historia en la Sorbona, concretamente en la París I Panthéon-Sorbonne. Allí, en la Facultad, entró en contacto con el PS (Partido Socialista francés), con los sindicatos estudiantiles de izquierdas y con la que ha sido siempre la pasión de su vida: la política. Tenía 17 años cuando se afilió al PS y ya para entonces su apariencia física había mejorado extraordinariamente. Y, como es común a todo alevín de político, encontró un mentor de peso que le ayudó a formarse: nada menos que Michel Rocard, por entonces diputado en la Asamblea Nacional que llegaría a ser primer ministro de Francia. Rocard usaba al joven Valls como “informador”: le interrogaba sobre las inquietudes de los estudiantes universitarios, que el joven franco-suizo-español conocía de primera mano. También estuvo vinculado el muchacho al diputado Robert Chapuis, amigo de Rocard, que fue con él secretario de Estado. Ambos pertenecían a la “segunda izquierda” francesa, socialistas inspirados en Mendès-France, alejados del marxismo y contrarios a las dialécticas ideológicas clásicas. Ese fue el camino que tomó Valls.

Con semejantes padrinos, y además gracias a su carácter peleón y competitivo, no es extraño que la carrera política de Valls despegase pronto. El entonces jovenzuelo se llevó un disgusto en las elecciones presidenciales de 1981, cuando corrió a votar por Mitterrand… pero resultó que no le dejaron porque no tenía la nacionalidad francesa. Ahí concluyó, al menos legalmente, la “españolidad” de Manuel Valls, que se hizo inmediatamente francés por la vía de la “naturalización”. Tenía veinte años.

A los lectores españoles puede que esto les parezca una broma, pero no lo es: el PSOE, comparado con el PS francés, ha sido siempre una balsa de aceite o un convento de franciscanos obedientes y silenciosos. Entre los socialistas franceses, el debate ideológico es un magma que nunca deja de hervir ni baja de temperatura, y eso se traduce, una y otra vez, en formación de corrientes internas, aparición más o menos efímera de líderes, peleas constantes y, en no pocas ocasiones (no en todas, desde luego) batacazos electorales cuyas causas están dentro del partido, no fuera. Michel Rocard fue uno de los más combativos líderes, lo mismo que Chapuis. Y Valls iba con ellos.

No había terminado aún sus estudios cuando le nombraron “asistente parlamentario” del profesor y diputado Chapuis. Y fue por entonces, en 1985, cuando aquel muchacho de apenas 23 años, que nunca había renegado de su origen español ni lo había olvidado, abandonó la Liga de los Derechos Humanos, a la que pertenecía, porque este grupo había protestado por la extradición a España de varios mafiosos de ETA, ordenada por el primer ministro Laurent Fabius de acuerdo con el jefe del gobierno español, Felipe González. Ahí brilló otra de las características políticas esenciales el Valls: su alergia indomesticable hacia los nacionalismos, secesionismos, separatismos, aldeanismos, “patiotismos” (neologismo inventado por Cortázar) y todo lo que signifique romper lo que siempre estuvo unido para favorecer los intereses de unos cuantos. Aquella fue la primera vez que se manifestó contra ese mal, uno de los cánceres de la Europa de nuestro tiempo. No sería la última.

La estrella de Manuel Valls iba claramente en ascenso. Tenía 24 años cuando lo eligieron para su primer puesto de representación ciudadana: consejero de la región de Isla de Francia, que engloba la ciudad de París. Fue en 1986. Los neogaullistas de Chirac habían desalojado al PS del poder, pero Valls ganó la elección. Y tuvo tiempo, por fin, de licenciarse en Historia. Y también de casarse por primera vez. Tampoco sería la última.

Dos años después, en 1988, los socialistas volvieron a gobernar Francia y el primer ministro fue nada menos que Michel Rocard, el gran impulsor de Valls. Este fue nombrado primer secretario del partido en el departamento de Val d’Oise. Y concejal en Argenteuil. Hizo una pausa en su progreso dentro de la política nacional porque Rocard se había enfadado con Mitterrand, pero regresó en 1993, tras la hecatombe electoral que se llevó por delante a Laurent Fabius; el resultado fue que Valls fue catapultado al grupo dirigente del PS y le encargaron que se ocupase de la comunicación. Lo hizo bien. Sus compañeros, no solo los de la facción rocardiana, empezaban a acostumbrarse a que aquel muchacho moreno, ambicioso y de fuerte carácter, que hablaba varios idiomas (pero se atrancaba con el inglés, como tantos políticos franceses) lo hiciese todo bien. Era sorprendente. Decía cosas y proponía soluciones que, sencillamente, no se le ocurrían a nadie más. Y cada vez le importaba menos si esas soluciones eran de izquierdas o de derechas. Un librepensador en estado puro.

Se puso a las órdenes de la nueva estrella emergente del PS, Lionel Jospin, mientras este tuvo el viento a favor. La constante participación en elecciones diversas tuvo el resultado de que unas veces ganaba y otras perdía (esto último le molestaba muchísimo), pero estaba claro que iba para arriba. En 1998, vicepresidente del consejo regional de Isla de Francia. En marzo de 2001, alcalde de Évry, una pequeña ciudad de clase trabajadora. En 2002 se puso a disposición del nuevo líder del partido, François Hollande, y ¡por fin! fue elegido diputado en la Asamblea Nacional (lo reelegirían en 2007). Ya estaba en la “primera división” de la política francesa. Hablaba cada vez más de lo que le interesaba; sobre todo del laicismo, que, en su opinión, debía servir para integrar a religiones “no autóctonas” de Francia, como el Islam, que debía ser “supervisado” por el Estado para evitar su radicalización. O de los gitanos. Le pusieron verde por aquello de los gitanos.

François Hollande, que tutelaba la carrera política de jóvenes brillantes como Emmanuel Macron, hizo lo mismo con Manuel Valls. Tras las elecciones de 2012, le hizo ministro del Interior, uno de los puestos más influyentes del gobierno. Y dos años después, en 2014, tras un nuevo descalabro electoral y la caída de Jean-Marc Ayrault, Hollande nombró a Manuel Valls primer ministro de Francia. Aquel tipo que era mirado con recelo por los califas ortodoxos del partido, que le consideraban demasiado “de derechas”. Aquel tipo que era mirado con no menos recelo por los conservadores y sarkocienses, que le tenían por un rojo peligroso. Aquel tipo que se había declarado “blairista” (de Tony Blair) e incluso “clintoniano”. Aquel tipo que decía que, desde la caída del muro de Berlín, la izquierda era incapaz de articular un discurso coherente, y que ya no tenía sentido pensar, en Europa, en una sociedad que no fuese capitalista. Aquel tipo que había tenido la ventolera de presentarse a las primarias para la presidencia de la República (2012) y que se había dado un trastazo como una catedral, pero no se rendía. Aquel tipo al que el nuevo “imam” de la izquierda radical, Mélenchon, no podía ni ver, porque era claramente insumiso a su insumisión. Aquel tipo que tenía la puñetera manía de pensar por su cuenta, caramba, con lo molesto que es eso para los camaradas que siguen la luz que emana del líder.

Aquel tipo que no tuvo el menor inconveniente el suicidarse políticamente (o eso pareció) cuando dimitió como primer ministro, el puesto que había ambicionado toda su vida, para aspirar nuevamente a otro que ambicionaba todavía más: el de presidente de la República francesa. Había perdido en 2012. Volvió a perder en 2017. Y abandonó el PS, el partido al que había pertenecido durante 37 años, para apuntarse a La República En Marcha, el nuevo proyecto de su amigo y rival Emmanuel Macron. Que también había dejado el PS, un partido que parecía deshacerse como un azucarillo en un vaso de agua. El agua del populismo que agitaba –y agita hoy– tanto a la izquierda melenchoniana como sobre todo a la derecha.

Hay una cosa que Manuel Valls no sabe hacer: estar sin hacer nada. Liberado de la política francesa, decidió (él sabrá por qué) presentarse como candidato a la alcaldía de su ciudad natal, Barcelona. Sí, en España. Sí, la ley lo permitía, cosa que hubo que aclarar a muchos votantes. Lo que seguramente Valls no sabía era que había salido de un nido de avispas para meterse en otro de avispones asiáticos, que son mucho más grandes, o de serpientes venenosas. Los candidatos a aquella alcaldía le pusieron de vuelta y media; la verdad es que muchos no sabían ni quién era, ni lo que había hecho, ni lo que valía. Pero los ciudadanos sí que lo sabían, o lo averiguaron rápidamente. La campaña electoral fue divertida por la memorable polémica “de los masters”. La mayoría de los candidatos presumía de tener masters en esto y en aquello, títulos muchas veces más falsos que Judas. Valls dijo que él tenía el bachillerato, sin masters ni gaitas, pero que por lo menos tenía ideas. Le salió bien, como es comprensible.

 “Manel” dimitió como diputado en la Asamblea Nacional francesa (era casi lo único de lo que no había dimitido aún), se inventó un partido que se llamaba Barcelona pel Canvi, se alió con Ciudadanos (estos eran avispas de tamaño medio, no avispones malayos) y logró quedar en cuarta posición en las elecciones municipales de 2019. Es decir, cambió la presidencia del consejo de ministros de Francia por un escaño de concejal en Barcelona. Pero hizo algo más: ofreció sus votos a Ada Colau, a cambio de absolutamente nada, con tal de impedir que se eligiese a un alcalde nacionalista, secesionista, separatista, “patiotista” o el término que ustedes prefieran. Naturalmente, aquello era demasiado para la pacatería política de Ciudadanos y la alianza electoral saltó por los aires.

Dos años después, en agosto de 2021 (aún con el país convaleciente de la pandemia), Manuel Valls dijo que se volvía a Francia y que dejaba la pequeña, doméstica, avispera y algo casposa política municipal barcelonesa, al menos durante el mandato de la señorita Colau.

Pero no estaba políticamente muerto. La gente con el talento para la supervivencia, la claridad de ideas, la fidelidad al librepensamiento y las ganas de tocar las narices de Manuel Valls es difícil de matar. El nuevo primer ministro de Francia, François Bayrou, que ha llegado al puesto en medio de la crisis más grave que vive la democracia francesa desde la independencia de Argelia, ha sacado de su casa a un Manuel Valls que ya ha cumplido los 62 años y le ha pedido que se deje nombrar, una vez más, ministro. ¿Ministro de qué? Ah, en realidad eso da lo mismo. Le han hecho ministro “de Ultramar”, es decir, encargado de atender los cuatro o cinco islotes que le quedan a Francia de su antiguo imperio colonial, y que están repartidos por los rincones más exóticos del planeta.

Pero lo importante es tenerlo cerca. Quizá impedir que alguien más vuelva a acercarse a él para pedirle, políticamente, agua. O ideas, de esas que nunca le han faltado. Quién sabe.

 

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El baobab es un género de árboles que integra la familia Adansonia y que se encuentran en varios lugares del mundo, todos ellos exóticos a los ojos occidentales, como el archipiélago de Mayotte, que pertenece a los llamados “departamentos de ultramar” de la República francesa. Baobab es palabra que viene del árabe y significa, según unos, “árbol de la vida”; para otros, “padre de muchas semillas”.

El baobab tiene, para los occidentales, mala fama. Esto se debe tan solo y nada más que al libro El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, en el cual se desliza la información de que los baobabs, con sus enormes raíces, revientan los asteroides en que habitan los preadolescentes príncipes extraterrestres de rubios cabellos.

Esto es una mentira como una catedral, lo dijera Saint-Exupéry o lo dijera San Pedro Nolasco. Un infundio. Una calumnia. No hagan ustedes caso de semejante bulo. El baobab es uno de los árboles más prodigiosos del planeta. Allá donde prolifera (que no son demasiados sitios) es una fuente de vida, de creatividad y de seguridad. A los campesinos de Mayotte, de Australia, de Madagascar, del Sahel y de otros sitios parecidos, el baobab les parece un árbol divertido porque dicen que crece al revés; esto se debe a que sus espectaculares ramas parecen más bien raíces, y por eso se inventan que crece cabeza abajo.

Pero tampoco eso es verdad. Sí lo es su extraordinaria longevidad, que llega –dicen– a los 5.000 años, indiferente a los cambios de gobierno, de partido o de secretario general. Y su tamaño puede ser gigantesco, como bien saben en Bostuana. También es irrefutable que el baobab, árbol que no se parece a ningún otro, es una bendición tanto para los animales que viven cerca (los lémures de Madagascar seguramente no existirían de no ser por él) como para la gente.

Su corteza, blanda y acorchada, se regenera rápidamente, y sirve lo mismo como material de construcción, como combustible o de alimento para los elefantes en tiempos de sequía. Sus semillas, muy abundantes, son en muchos casos comestibles. Además, el baobab almacena agua. En serio. Los habitantes del Sahel lo saben mejor que nadie: donde hay baobabs no habrá sed, basta con saber buscar el agua en los escondrijos de la corteza. Los baobabs malgaches llegan a crecer dentro del mar, a varios metros de distancia de la playa o la escollera, pero el agua que almacenan es dulce. ¿Qué gobierno o qué ayuntamiento pueden decir lo mismo, eh?

El baobab, pues, es un árbol imaginativo que ofrece soluciones diferentes a los problemas que aquejan a los bichos, a las personas o a la misma tierra. Los elefantes dicen que es un árbol progresista. Los leopardos, que es muy de derechas (ay, pero ya se sabe cómo son los leopardos). Sin embargo todos, sin excepción, recurren al sorprendente baobab cuando lo necesitan. Algo cada vez más frecuente.

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