¿Hay alguien capaz de retener todos los casos judiciales que cercan a Sánchez, su familia y partido? ¿Capaz de recordar la incesante sucesión de escándalos y rufianes que se suceden en cascada desde hace seis largos años, precedidos por los del PP y la ruinosa era Zapatero? ¿ERES andaluces, el fraude electoral interno de Sánchez y su tesis plagiada, Tito Berni, caso Delcy, trama Koldo? Lo dudo, salvo si se dedica uno a esta materia en exclusiva. Por fortuna nos informan el periodismo independiente y el ciudadano de las redes, que viven una edad de oro ante el espanto de la prensa dinosaurio mantenida para encubrir y falsificar. A pesar de ellos, basta una búsqueda en internet para reconstruir la lista de fechorías que no cesa y amenazan con derribar este penoso castillo de naipes.
Política sucia y entretenimiento
Pero está tardando. Por eso la pelea entre los programas de entretenimiento televisivo, el oficial de Broncano pagado por todos, y el de Motos que pagan sus anunciantes, ha derivado poco menos que a asunto de Estado. Puede parecer un ejemplo de la degeneración de la opinión pública, y lo es, pero porque aporta un retrato de época insuperable: la mezcla de mentiras, política sucia y entretenimiento ha desplazado a la información veraz, la democracia y el debate en busca de la verdad.
No es nada nuevo, pero sin duda esta España actual ha batido un nuevo récord de la política reducida a sistema de la mentira y la corrupción sistémica, degeneración que parecía exclusiva del totalitarismo. El caso del Fiscal General del Estado filtrando datos privados en mensajes acompañados de chacotas y risas sobre envenenar al novio de Ayuso es una cumbre de la degeneración, propia de películas de mafiosos. El escándalo de la pasividad criminal del Estado y de la incompetencia autonómica en la DANA que ha asolado Valencia, otra, esperable de Haití o Congo, pero no de España. Todo indica que aún veremos otras cumbres más de ineptocracia y cleptocracia unidas, o si lo prefieren pozos de fango pestilente. Veamos por qué, más allá de la psicopatía gobernante.
La política totalitaria no miente para engañar cuando es conveniente (la mentira maquiavélica), sino para borrar la distinción entre verdad y mentira. Lo hicieron sistemáticamente la Alemania nazi, la URSS de Stalin y la China de Mao, entre otros, y el efecto es demoledor
La mentira en política no es rara, sino frecuente como en la vida en general y a veces inevitable y necesaria en la guerra, según Nicola Maquiavelo o Winston Churchill, dos autoridades en la materia. Pero la política reducida a sistema generalizado de mentiras es algo muy distinto: se llama totalitarismo. Hannah Arendt fue la primera en explicar esta verdad ingrata: la política totalitaria no miente para engañar cuando es conveniente (la mentira maquiavélica), sino para borrar la distinción entre verdad y mentira. El objetivo totalitario es que nadie distinga esa diferencia esencial, de modo que el régimen pueda mentir tranquilamente sin temor a parecer mentiroso, contradictorio o incoherente. Lo hicieron sistemáticamente la Alemania nazi, la URSS de Stalin y la China de Mao, entre otros, y el efecto es demoledor.
Tras la guerra, Hannah Arendt volvió a su Alemania natal en 1950, y escribió un Informe sobre Alemania que no tiene desperdicio: su principal conclusión es que la mayor victoria nazi fue suprimir la distinción entre hechos y opiniones, efecto de la supresión previa entre verdad y mentira. Quién y cómo había empezado la guerra, cómo discurrió esta, los crímenes nazis y sus genocidios no eran hechos, sino “opiniones”, y cada cual tenía la suya (pues como dijo en una irreverente película de sargentos Clint Eastwood, son como los culos: todo el mundo tiene uno).
Opinar era un derecho sagrado, y por lo tanto también falsificar hechos, mentir como posesos y negar verdades incómodas. Sí, es la estrategia de comunicación del sanchismo, también la del nacionalismo separatista y terrorista, y por supuesto la comunista de toda la vida. Ahora se les ha incorporado una corriente de Vox que defiende el franquismo como la edad de oro de la reconciliación. Malos tiempos para la verdad.
Cacocracia o gobierno de los malvados
Sin embargo, España no es un Estado totalitario, ni siquiera una dictadura, sino un deprimente régimen democrático degenerado a la fusión de ineptocracia y cleptocracia, la asociación mafiosa de ineptos y ladrones. Y mentirosos, debemos añadir: una cacocracia o gobierno de los malvados. Tzvetan Todorov, ensayista búlgaro nacionalizado francés que conoció el comunismo y se horrorizó con la negativa de la cultura de izquierdas a reconocer los crímenes de los regímenes comunistas (igual que los alemanes de Arendt), lo explica muy bien: una democracia también puede desarrollar políticas con rasgos totalitarios, como gobernar mintiendo por sistema.
Nuestra cultura está francamente indefensa ante la mentira sistemática también por otras razones. Veamos dos casos iluminadores. Max Stirner fue un filósofo alemán, discípulo de Hegel, poco conocido, pero escribió un libro, El Uno y su propiedad, con asombrosa capacidad de anticipación: su tesis es que la única propiedad real de Uno mismo es su Yo, y que la sociedad es su peor enemigo: el único sujeto libre es el egocéntrico absoluto. Y ese sujeto soberano, que no reconoce a nadie ni nada fuera de sí mismo, tiene que rebelarse contra esa “tiranía de la Razón” llamada liberalismo. Stirner influyó tanto a anarquistas revolucionarios como a los actuales libertarios capitalistas, que solo ven en el Estado un enemigo y en la política una farsa.
El escritor francés Georges Bataille, mucho más leído que Stirner, fue un poco más allá: en pleno reinado del existencialismo de Sartre, tan dañino (le dedicaré una filípica), y poco antes de la revuelta de mayo del 68 que adoptó ideas parecidas, escribió que “la soberanía es un acto de revuelta contra toda regla, incluida la regla lógica. Una negación de todo límite, de toda condición. El hombre tiene mayor necesidad de soberanía que de pan”. La consecuencia es obvia: mentir, delirar, abusar, son actos de progreso soberano.
Ya ven, sin saberlo Stirner y Bataille anticiparon un perfecto retrato de Sánchez: un individuo soberano que solo se tiene a Sí Mismo (“yo estoy bien”, nos soltó tras huir de Paiporta cual endiosado rey de los conejos), y niega toda regla, comenzando por la distinción racional entre verdad y mentira. La supresión de esta diferencia es el gran desastre de la cultura actual porque destruye las ideas y las políticas de libertad e igualdad, y ha llegado al paroxismo en la España del sanchismo. El nuevo programa de auténtico progreso es sencillo: recuperar la verdad.