Que el poder es perverso se demostró el 16 de julio, cuando se celebró en Madrid una ceremonia para homenajear a las víctimas de la covid-19. La verdadera maldad no se encuentra en el impulso que lleva a hacer daño, sino en la alevosía. En el plan que traza el malhechor para evitar pagar las consecuencias de sus actos. Lo que se organizó ese día en la capital madrileña no fue un sentido recordatorio a los muertos por coronavirus, sino un burdo acto propagandístico. Había que abrir el país al turismo y transmitir la idea de que el Gobierno había vencido al enemigo. Por eso se celebró esa performance publicitaria.
Claro, ni ahí ni acá se había terminado con la pandemia. El pasado martes, se registraron 725 fallecimientos por esta enfermedad.
Conversaba hace unos días con una auxiliar de enfermería y le preguntaba por la forma en la que discurren las últimas horas de los pacientes de covid. Hace un tiempo, bastante antes de que se iniciara la pandemia, recuerdo que me contó algo llamativo, y es que, por alguna razón, hay una parte de los moribundos que describen conversaciones con sus familiares muertos durante sus sueños o su vigilia. “Ya me están esperando”, refieren.
El relato de esta mujer sobre los agónicos me dejó pensativo. No tanto sobre lo sobrenatural, pues opino como Woody Allen en Hannah y sus hermanas: "Lo más tranquilizador de la vida es que tengo la misma carencia de respuestas para las grandes preguntas existenciales que los más reputados pensadores de la historia". Lo que me removió fue la ausencia de conocimiento sobre la parca. Orillamos la muerte como mecanismo de autodefensa y sólo nos acercamos a sus manifestaciones cuando tenemos la desgracia de que nos toca; o la enorme desgracia de que le afecta a alguien cercano.
No sabemos casi nada siquiera de cómo fallecen quienes tienen covid, pese a que lo hacen por centenares al día. Quizás por eso hemos desarrollado tolerancia hacia los datos, que son terribles. El relato de esta auxiliar de enfermería también lo era: “una buena parte de los que fallecen por coronavirus lo hace boca abajo, sin poder hablar. Se ahogan”.
La propaganda oficial oculta los muertos desde hace varios meses y la prensa más lamerona -que es mayoría- compra el mensaje. Lo importante son los contagios, la ocupación de las UCI y la tasa de afectados por cada 100.000 habitantes. Pero se pasa de largo sobre los fallecidos, sobre su perfil y sobre su sufrimiento. Leía hace unas horas que en los último meses han fallecido 30.000 personas en geriátricos. Eran ancianos que se fueron sin tener contacto con sus familiares y, en muchos casos, sin disponer de la atención sanitaria adecuada. Ni siquiera de un mínimo de calor para hacer menos cruel los últimos momentos en el mundo.
Imagine usted un estadio de fútbol con 30.000 localidades, que están llenas de personas mayores. Ahora, concíbalo en su mente con un ataúd encima de cada asiento y haga el esfuerzo de distanciarse, para apreciar una perfecta vista panorámica. Los largos féretros de madera elevándose más de un metro y medio sobre la base, uno a uno. La covid no es la propaganda, ni la gresca política, ni los planes de resiliencia económica. La enfermedad es eso: entierros, desesperanza, ruina y soledad.
La covid no es la propaganda, ni la gresca política, ni los planes de resiliencia económica. La enfermedad es eso: entierros, desesperanza, ruina y soledad.
Consulté mis síntomas hace unos cuantos días con un médico sesentón que se empleaba en un centro de salud de la capital madrileña. Al verme preocupado, tiró de buen humor y dijo: “Si tienes fiebre, dolor de cabeza y dificultad para respirar, has venido al lugar indicado. Aquí tenemos lo que necesitas y te lo damos gratis. Ahora, con tu permiso, te vamos a hacer algo un poco feo en las narices”.
Al preguntarle por la tercera ola española, su respuesta fue tajante: “En marzo, enviaba a 7 pacientes al día al hospital. Ahora son menos, pero hay muchos casos más. Estamos desbordados. Los síntomas son menos graves, pero hay más gente afectada; y de todas las edades”. No lo decía con un tono victimista, sino con un componente realista y objetivo, pues el virus está más fortalecido que nunca en nuestras calles, por mucho que unos cuantos lo quieran obviar por su propio interés.
No está de más remarcarlo, pues cuando las muertes se vuelven incómodas para los gobiernos, o cuando intenta ocultarlas con fuegos artificiales, las sociedades corren el riesgo de asumir como ciertos postulados erróneos, que son los que lanza constantemente la propaganda. La que trata de camuflar a cada momento la realidad más oscura para que, quienes la promueven, puedan mantenerse fuertes en el poder.
Hay mucha gente que todavía hoy muere en los hospitales. Ahogada y sin compañía familiar. Quizás, como el protagonista de Fresas Salvajes, tratando de recordar los momentos felices de su vida pasada para encontrar alivio a la tristeza. Son muchos dramas diarios y, hacia eso, no es justo desarrollar tolerancia. Como no lo son las sonrisas y sarcasmos de Fernando Simón. O la pugna política estúpida. O los constantes intentos de culpar a los ciudadanos de la situación. No se juega con el sufrimiento ajeno. Hay cosas que no se pueden aguantar.