El indicador estadístico por excelencia que mensualmente publica el INE es el Índice de Precios al Consumo o IPC, siendo su tasa de crecimiento lo que llamamos inflación. Este indicador, construido por este organismo siguiendo escrupulosamente los manuales internacionales para facilitar su comparación, marca el objetivo que sigue la política monetaria que, como sabemos, tiene por principal estabilizar la inflación en niveles cómodos y razonables.
En estos meses este indicador ha acaparado toda la atención que no ha tenido en otros momentos, como cuando coqueteaba con valores negativos. Esta asimetría en dicha atención tiene sentido, ya que, tradicionalmente, ha sido la inflación la que ha generado no pocos costes en el bienestar de la población, no siendo tal el caso de la deflación, pues durante décadas se caracterizó por ser una gran desconocida, solo presente como concepto teórico y reliquia histórica. Es por ello por lo que, después de décadas de gran moderación, la vuelta de la inflación ha disparado el interés sobre ella.
Como saben bien, he dedicado varias de las últimas columnas a hablar de esta cuestión. Mi objetivo ha sido despejar ciertas dudas y refutar ciertos análisis, más propios de futuribles escenarios aún no presentes. Sin embargo, después de varias sesiones, aún existe alguna que otra cuestión que creo resulta necesario tratar.
Una de ellas está muy extendida. En concreto, es la idea de que el IPC es un indicador incompleto para lo que pretende medir, que no capta adecuadamente la evolución de los precios pues deja fuera de su cómputo un buen grupo de ellos. Esta idea suele, a su vez, alimentar no pocas dudas sobre la misma razón de ser del indicador, en particular como instrumento de medición de la inflación. Si no incluye todos los precios no es, según muchos, un indicador válido para medir precisamente eso, la subida de los precios.
Los precios que nos importan, en última instancia, para el análisis del bienestar son los correspondientes a los bienes o servicios finales
Sin embargo, tal idea es errónea por razones muy sencillas de entender. En primer lugar, los precios que nos importan, en última instancia, para el análisis del bienestar son los correspondientes a los bienes o servicios finales. Son ellos los que marcan la capacidad real de compra de nuestros ingresos o rentas, pues es lo que determina qué podremos comprar y qué necesidades satisfacer.
En segundo lugar, simplemente no es cierto que el IPC no tiene en consideración el resto de los precios explícitamente no usados en su cálculo. Los precios finales de cualquier bien llevan incorporados todos aquellos precios de bienes y servicios que han participado en algún momento en la cadena de producción que acaba en aquellos. Así, los precios de bienes finales son una especie de media ponderada del resto de los precios del sistema. En el precio de un bien final se encuentran incluidos, en su justa importancia y relevancia, todos los demás precios del sistema. Lo hacen ponderados por su importancia fijada por los procesos de producción y el estado de la tecnología del momento.
Por ejemplo, si el precio de la urea, insumo necesario para un tipo de fertilizante, aumenta, esto provocará una subida en el precio de dicho fertilizante, y este, a su vez, de los productos recolectados de campos abonados con dicho producto. El efecto final es el relevante para la economía en su conjunto. Es cierto que la subida del precio de la urea es importante para el agricultor, pero debemos pensar en términos agregados y finales cuando se habla de políticas agregadas.
Precio del gas
Lo bueno del sistema es que la subida del precio de la urea se notará en su justa medida, determinada por la participación de este insumo relativo al de otros en el proceso de la cadena que, como bien final, nos ofrece un kilo de tomate. Por esta razón, el precio del kilo de tomate llevará proporcionadamente el precio de la urea, y esta es la razón por la que resulta conveniente analizar los precios finales, es decir, los de consumo y no otros, para medirle el pulso a la inflación de una economía. Así pues, a la crítica que responde al hecho de que el IPC no recoge todos los precios es, evidentemente, errónea.
Pero, además, muchos creen que el IPC no recoge bien los procesos de subidas de precios cuando nos sorprende que una subida del 300 %, por ejemplo, del precio del gas solo implique un aumento de la inflación en poco más de un punto o dos. Sin embargo, la razón de que esto sea así es sencilla y se explica precisamente por lo mismo que he comentado en el anterior párrafo.
En la estructura de costes de las empresas hay muchos precios y muy diferentes, por lo que la subida de uno de ellos sólo tendrá efectos moderados en el final
En la figura que se muestra a continuación se ve, en el panel de arriba, la correlación entre la subida del precio del gas y el de la inflación a tres meses (media) en España desde 2002. Lo que me dice ese gráfico es que una subida del 100 % del precio del gas tendrá un impacto en la inflación de 1,5 puntos porcentuales. Así, si el precio del gas se multiplicara por tres (+200 %) la inflación crecería en 3 pp. Si lo medimos sobre la subyacente, donde no se incorporan los precios energéticos y la influencia de una subida del precio de la energía vendría indirectamente al encarecer otros bienes, el aumento sería mucho menor: solo cuatro décimas de pp por cada subida de un 100%. Como podrán comprobar, el efecto, aunque significativo, es muy moderado.
La razón es que en la estructura de costes de las empresas hay muchos precios y muy diferentes, por lo que la subida de uno de ellos sólo tendrá efectos moderados en el final. Se necesita, por lo tanto, que o bien todos los costes suban para tener una inflación elevada por más tiempo o que sea uno de ellos, el más importante y que está presente en todos los bienes, el que crezca significativamente; es decir, los costes laborales.
En definitiva, existe un razonable desconocimiento sobre la naturaleza y composición de ciertos indicadores macroeconómicos. Pero fíjense que con un poco de razonamiento y de análisis de dato muchas cosas salen a la luz y otras deben descartarse. De este modo seremos más conscientes del mundo en el que vivimos.