En su sátira El enfermo imaginario, Molière narra las andanzas de Argán, un acomodado hipocondríaco cuyas dolencias son producto de su imaginación y de los innumerables remedios que consume para evitarlas. La sátira del dramaturgo francés es un buen retrato del mundo ómicron, la versión del virus más contagiosa pero mucho más leve, que ha propiciado la degeneración de la pandemia en una bacanal desenfrenada de test, en una mascarada de hipocondriacos, donde estar enfermo ya no implica tener fiebre, malestar o tos sino conseguir una rayita adicional en un dispositivo altamente adictivo. El abuso de los test, igual que Argán de sus múltiples pócimas, ha desembocado en una de las mayores astracanadas de la historia, con figuras públicas deseándose la mejoría de una enfermedad que no sufren.
La omnipresente histeria amenaza con colapsar los servicios médicos de atención primaria, incluso los de urgencia, con pacientes aterrados por una simple congestión nasal. Y es todavía peor en los países que mantienen un estricto sistema de trazado y cuarentena, pues esto impide a muchos profesionales sanitarios reincorporarse, aunque se encuentren sanos. Mientras tanto, los datos diarios de hospitalizaciones y fallecimientos, que no distinguen bien entre “por covid” y “con covid”, generan otra vez miedo y confusión.
Ómicron, que generará con muy bajo riesgo una inmunidad natural complementaria a la vacuna, ha puesto en evidencia a quienes pretenden mantener la sociedad permanentemente cerrada. Es ya evidente que no se pueden detener los contagios, que el virus se expandirá de forma natural, con independencia de las costosas restricciones, que hubiera sido mejor una protección selectiva a los vulnerables. Buena parte de la población comienza a vislumbrar que, tras las bambalinas de este increíble espectáculo teatral, actúan ciertos grupos interesados en perpetuar la excepcionalidad.
Tampoco le fue mal a las farmacéuticas, con su proverbial inclinación a corromper y su discutible disposición a que el mundo entero consuma una dosis de vacuna cada seis meses
Las grandes tecnológicas multiplicaron su cifra de negocio gracias a la “nueva normalidad” y censuran indecentemente en sus redes sociales a quienes se muestran críticos con las restricciones. Tampoco le fue mal a las farmacéuticas, con su proverbial inclinación a corromper y su discutible disposición a que el mundo entero consuma una dosis de vacuna cada seis meses, de aquí a la eternidad. Por no hablar de los vendedores de test Covid, los fabricantes de medidores de CO2, o de todo tipo de cachivaches tan inútiles como lucrativos.
Ciertos profesionales cualificados han tomado el gusto a trabajar desde casa, online, por teléfono o, incluso en casos extremos, a evadir parte de su trabajo mientras se resisten a regresar a la oficina. En algunos países, los sindicatos de profesores presionan para evitar las clases presenciales. Mientras, la abundancia de test y las reglas de aislamiento refuerzan a los más inclinados a la picaresca en las bajas laborales por enfermedad. Pero los intereses han desempeñado un papel peculiar en un grupo siempre presentado como neutral y altruista: los expertos.
Tomen a los expertos cum grano salis
Pocos colectivos han adquirido tanto protagonismo como “los expertos” en Covid. Pero los hay de varios tipos. Muchos de los que pontifican en televisión no son estrictamente expertos sino meras figuras escénicas, personajes de reality show. Representar ese papel no requiere muchos conocimientos; solo expresarse con extrema seguridad y pregonar el advenimiento de catástrofes, peligros extremos o enormes calamidades. Porque este es el relato que vende en el medio televisivo. Mostrar dudas, matizar o sugerir que no ocurrirá nada grave, son mensajes que no crean morbo ni atraen espectadores.
Al primar el espectáculo al rigor, la imagen al contenido, muchos platós televisivos actúan como un poderoso imán para charlatanes y mercachifles, cuya única función es avivar el miedo. Aunque la televisión ofrece un producto con fuerte componente de ficción, los espectadores piensan que es completamente real, recibiendo así una falsa sensación de sabiduría, que conduce frecuentemente a una rocosa obstinación en la ignorancia y el error.
La estrategia ganadora consiste en plantear sistemáticamente escenarios muy pesimistas, incluso apocalípticos, aunque ello implique no acertar nunca.
Los expertos que asesoran a los gobiernos sobre el Covid poseen mayor nivel de conocimiento, pero están sometidos a incentivos perversos y, con frecuencia, a conflictos de intereses. Quedándose cortos en sus previsiones, se arriesgan a una dura censura social y a una merma de prestigio profesional; pero no hay reprobación, sino suspiro de alivio, si finalmente no se cumple un sombrío pronóstico. Por tanto, la estrategia ganadora consiste en plantear sistemáticamente escenarios muy pesimistas, incluso apocalípticos, aunque ello implique no acertar nunca. Esta parece ser la imbatible línea seguida desde hace 20 años por el epidemiólogo inglés Neil Ferguson, sin que sus reiterados y estrepitosos fallos hayan mermado un ápice su prestigio académico.
Además, en los últimos tiempos, los asesores han defendido sistemáticamente restricciones más draconianas que los propios gobiernos. Graham Medley, asesor destacado del gobierno del Reino Unido, insinuó que, al hacer previsiones, los expertos tienden a sacar a la luz preferentemente los escenarios más pesimistas, los que requieren restricciones, porque son los que los gobernantes solicitan. Sin embargo, cabe sospechar que son esos expertos quienes realmente obtienen ganancia de los escenarios apocalípticos, pues el alargamiento artificial de la sensación de peligro, de la excepcionalidad, les permite mantener su posición, su relevancia, su protagonismo, incluso las sustanciosas ayudas a la investigación que riegan el Covid. Conclusión, es conveniente buscar la opinión de verdaderos profesionales con rigor y sin conflicto de intereses, contrastar la información y, en general, tomar las aseveraciones de los expertos cum grano salis.
Cuidado con los políticos regionales
Sin embargo, nada ha determinado tanto la estrategia como los intereses de los políticos. Una vez desatado el pánico, los gobernantes actuaron con la convicción de que, si no hacían algo muy llamativo, aun ineficaz, los votantes los culparían por las consecuencias de un fenómeno natural. Las desmesuradas restricciones de derechos y libertades proporcionaron la coartada. Sin embargo, los políticos nacionales se han ido apartando poco a poco de algunas recomendaciones draconianas de sus asesores e intentan evitar aquellas restricciones con graves repercusiones para la economía. Saben que, a la larga, los votantes también castigan el desempleo, la pobreza y la falta de oportunidades. Últimamente, tienden a decantarse por aquellas medidas que, aun absurdas e inútiles como la mascarilla obligatoria al aire libre, no resultan tan dañinas para la actividad económica.
Pero ni siquiera se observa este freno puntual en los gobiernos regionales, que suelen mantener un enfoque más extremo y radical que los nacionales porque los políticos de entidades subnacionales saben que, ante dificultades económicas, la gente tiende a culpar sistemáticamente al gobierno central. Este fenómeno se observa con claridad en el Reino Unido, con unos gobiernos de Escocia y Gales imponiendo medidas más extremas que el gobierno británico; en España, donde la imaginación restrictiva de muchos gobiernos autonómicos no conoce límites; o en Australia, donde el protagonismo de las restricciones correspondió a cada uno de los Estados y Territorios. Pocas experiencias atraen más a un político mediocre que sentir en sus manos el poder de humillar a sus súbditos percibiendo, además, que ellos lo agradecen.
El único instrumento útil durante la pandemia, la vacuna, ha servido para prevenir la enfermedad grave pero, por muchas dosis adicionales que se inyecten, seguirá mostrando poca eficacia para detener contagios
Una vez vacunados todos los vulnerables, y mayoría de la población, poco más se puede hacer. Ni restricciones de movimiento, ni pasaportes covid, ni mascarillas modificarán el ajuste final. El único instrumento útil durante la pandemia, la vacuna, ha servido para prevenir la enfermedad grave pero, por muchas dosis adicionales que se inyecten, seguirá mostrando poca eficacia para detener los contagios, esa obsesión irrealizable que lastra la estrategia desde el principio.
Es hora de regresar a la cordura, contener la pandemia social, frenar la exagerada profusión de test covid, contar solo los casos que presenten síntomas severos, como se hizo siempre en el pasado. Y urge utilizar los recursos en los verdaderos enfermos; no en hipocondríacos asustados que, como Argán, llevan la enfermedad en su imaginación.