Paso temporadas, menos de las que querría, en una casa de campo. Me gusta levantarme -no demasiado pronto-, hacer un café en cafetera italiana, encender un fuego en la chimenea y ponerme a leer y escribir en el amplio salón con suelo y vigas de madera. Algo que uno aprende rápido en el campo es que los fuegos no se hacen solos, y que encenderlo puede ser una operación enojosa, sobre todo de buena mañana, con la casa helada y la leña húmeda en el jardín. En la reciente película de Ridley Scott El último duelo, la acción gira en torno a una jornada en la que la dama Marguerite de Carrouges se queda sola en la propiedad familiar. Sola, en la pequeña nobleza normanda del S. XIV, quiere decir sin familia y sin criados. No obstante, en la escena culminante, que se desarrolla de manera cruda en un dormitorio con una gran chimenea de piedra, vemos una hoguera viva, una hoguera de película, ardiendo en una pieza que estaba vacía hasta entonces. ¿Quién la ha encendido y cuándo? ¿Quién la alimenta, si la señora pasaba las horas muertas leyendo en el zaguán, en la planta baja? ¿Quién, por mucho apellido normando que gaste, se permite en el S. XIV gastar leña en calentar estancias vacías en casas desiertas? En este caso, como es obvio, la respuesta solo tiene que ver con la puesta en escena cinematográfica. Pero permite reflexionar sobre algunas cuestiones que pasamos por alto en el día a día porque, gracias al progreso material, hoy son invisibles.
La resolución de uno de los cuentos del Padre Brown de Chesterton implica precisamente que un criado, al ser “nadie”, puede perfectamente estar en la escena de un crimen en la que no hay nadie
Invisibles son, por ejemplo, las clases serviles, hoy desaparecidas en las sociedades desarrolladas de Occidente -o transmutadas, dirían algunos, en precariado, perceptores de ayudas y descolgados del mercado laboral en general; el paralelo no está exento de problemas. He evitado con escrúpulo los spoilers sobre la película de Scott, pero aquí tengo que lanzarme: la resolución de uno de los cuentos del Padre Brown de Chesterton implica precisamente que un criado, al ser “nadie”, puede perfectamente estar en la escena de un crimen en la que no hay nadie. Nos hemos habituado también a que en las producciones históricas, los romanos de buena cuna no se avergüencen de la desnudez ante sus esclavos, que al fin y al cabo son nadie. Y algo parecido relata Norbert Elias de la nobleza cortesana cuando asumía el papel de servidumbre de la realeza en lugares como Versalles: ninguna vergüenza había en que asistiesen al despertar, el vestir y el desvestir, o incluso las funciones corporales más básicas de los monarcas, habida cuenta de que en el momento de representar el papel de criados desaparecían como sujetos.
Pero los criados, las clases serviles, existían. Y cumplían funciones irremplazables, que de ningún modo se ceñían a planchar servilletas de hilo o servir las bebidas. Por ejemplo, encender el fuego. O realizar la inmensa mayoría de las tareas hoy reservadas a máquinas, ya sean de combustión o eléctricas. Como señala Gregory Clark en A farewell to alms:
En la era preindustrial, las personas suministraban mucha de la energía para la producción, ya fuera como trabajadores agrícolas -cavando, acarreando, trillando-, como cortadores de leña, fabricantes de ladrillos, forjadores o porteadores. En nuestra sociedad, no sólo tenemos máquinas que realizan esas tareas, sino también otras que nos llevan de la cafetería al lugar de trabajo. En estos lugares de trabajo, otras máquinas nos suben y bajan de un piso a otro. Así, pese a nuestros elevados ingresos y estatura relativamente alta, el varón medio en los Estados Unidos ingiere sólo unas 2.700 calorías al día, y muchos experimentan aún así aumentos sustanciales de peso. En la década de 1860, los trabajadores agrícolas varones de algunas regiones de Gran Bretaña, generalmente más bajos y ligeros que los varones estadounidenses modernos, ingerían unas 4.500 calorías al día. Consumían tanto porque se empleaban en tareas físicas diez horas al día trescientos días al año.
Tampoco será casual que otra ocasión frustrada para una temprana revolución técnica y productiva, el islam centroasiático de la Alta Edad Media, correspondiera asimismo a una sociedad intensamente esclavista
Sí, el correlato de las ubicuas máquinas, y de la energía barata y universalmente disponible, es una molesta tendencia a la obesidad. Pero no sólo eso. También relaciones sociales que hacen redundantes o innecesarias a las clases serviles, que pueden dedicarse con más provecho a la producción. Al fin y al cabo, esta es la culminación del proceso histórico que cantaba Marx, entre la admiración y la congoja: es más provechoso dedicar a las masas a transformar la naturaleza que a vaciar orinales. No en vano se ha debatido a menudo si lo que impidió a la civilización helenística, o a su epígono romano, hacer la primera revolución industrial no fue, aún más que la indisposición de carbón o petróleo, la baratura de mano de obra esclava. La tecnología, embrionaria, existía: las máquinas de vapor de Hierón de Alejandría, que sólo se usaron para torpes trucos de magia como abrir y cerrar puertas de templos; o la fabulosa máquina de Antikithera, a la que se le siguen descubriendo complejidades veintiún siglos después. Tampoco será casual que otra ocasión frustrada para una temprana revolución técnica y productiva, el islam centroasiático de la Alta Edad Media, correspondiera asimismo a una sociedad intensamente esclavista.
En suma, no hace falta ser marxista -aunque probablemente ayude- para entender que la energía disponible y las formas sociales no carecen de relación; y que esa relación puede ir en ambas direcciones. Se hace más fácil entender la universal aceptación del esclavismo antiguo, incluso por los espíritus más filosóficos, si se piensa en un mundo en que la abrumadora mayoría del trabajo se lleva a cabo por fuerza humana. Mirando hacia delante, conviene incorporar esta clave a las discusiones sobre modelo productivo, transición energética y gestión de riesgos ambientales. La energía no es gratis, y renunciar a ella tampoco. Cuando hablamos de decrecimiento, por ejemplo, hablamos también de estas cosas.