Fue con ocasión de la última orden de Franco. Entubado, convertido ya en guiñapo… acababa de tomar la decisión de condenar a la pena capital a las últimas víctimas de la dictadura. El mundo vio en ello el espejo postrero de casi 40 años de consentido totalitarismo y en España no acabábamos de creernos el implacable gesto de morir matando. Sin embargo, el diario oficial entre los oficiales, Arriba, órgano del Movimiento, dedicó toda su primera página a una foto: la del primer ministro sueco Olof Palme con una hucha a modo de bandolera donde pedía fondos para la democracia en España. Como pie de la imagen sólo una palabra de gran tamaño que resaltaba los signos del insulto: ¡PAYASO!
Los dos patrocinadores de la infamia eran gallegos, periodistas de carnet y militantes a sueldo del Régimen. Uno, Pedro Rodríguez, avieso y servil, fallecería en 1984 sin que nadie le preguntara por la hazaña. El otro, Fernando Ónega, editorialista y columnista salomónico por lo que tienen de sinuosas sus columnas serpenteantes, aún ejerce el oficio como si se tratara de un senador romano que hubiera bendecido la exaltación del caballo de Calígula tras muchos años de bancada.
¡Payaso! cerraba una época, creíamos
Siempre que alguien se refiere al insulto en el periodismo me acuerdo de aquel significativo y nunca citado precedente. ¡Payaso! cerraba una época, creíamos. Lo que no podíamos prever es que los edecanes del poder usaran las mismas armas hasta llegar a hoy. Las cloacas del Estado existieron siempre, también las de los partidos políticos que conviven con ellas y crean las suyas propias. No hay institución que pueda prescindir de esa hijuela, ni el PP, ni el PSOE, ni Podemos. Hasta los partidetes de intereses familiares que cuentan mucho en lo local, como en Cataluña, tienen en su haber cloacas, que apenas sobrepasan la alcantarilla, pero que se convierten en instrumento de la pelea política.
El periodismo se ahoga, pero los periodistas triunfan; lo que arruina la credibilidad ayuda a prestigiar la desvergüenza. La caída de ventas, el deterioro de las marcas, las restricciones publicitarias y para acabarlo de arreglar, el impacto de las nuevas tecnologías, sumado al imperio de las redes y del yo que lo valgo y merezco que me oigan, es una tormenta que arrasa tanto como los tsunamis, porque todo es precario y nada tiene bases seguras.
Los medios de comunicación en España son tan frágiles que los grandes emporios periodísticos sobreviven después de décadas de indolencia y sumisión, empeñados hasta las orejas tras meterse en aventuras económicas que les costaron el escaso crédito que les otorgaban los lectores. Existieron siempre inversores en los medios de comunicación, pero no empresarios de prensa. Para la mayoría era un escalón en la carrera por el poder político, para otros un paso que les había dado la fortuna para crearse las bases de unos imperios de cartón piedra y subvenciones. Hablar de ABC o El País no es lo mismo que decir Le Monde o Le Figaro; ni los paisajes que dibujan ni los paisanajes que los habitan.
La epidemia del coronavirus amenaza con llevar los medios de comunicación españoles a una UCI donde se animan a salvarlos el personal sanitario que se cuida del Poder, es decir, la dependencia partidaria cuando no presidencial. ¿Se han fijado que las entrevistas de Pedro Sánchez no las concede a los medios en general sino a los adictos, que son a la libertad de expresión lo que los colegios concertados a los públicos? Sin tener noticia del caso, por edad y falta de memoria histórica, imitan al entrevistador estrella de los ministros del Caudillo, aquel inefable Victoriano Fernández Asís, otro gallego, por cierto, que solía encandilar a los altos cargos y enmohecer a los telespectadores. “¿No cree usted señor ministro…?” Promotor quizá del socorrido guiño ministerial : “Me alegra que me haga esta pregunta…” Jamás una réplica. Sólo atenerse al guion pactado. Habla el Gran Timonel, los demás escuchan.
Lo más letal del insulto es que forma pareja con su caducidad. ¿Dónde quedó lo del trifachito proclamado en los mítines de Sánchez?
La paradoja es que mientras el periodismo se ahoga los periodistas gozan de su gloria mediática. ¿Qué sería de los García Ferreras sin las instituciones y el beneplácito del poder? Porque salir en pantalla es un apunte decisivo para un currículo excelso hacia el estrellato. Hubo un tiempo en que la clase política estaba llena de licenciados en leyes o ingeniería. Hoy aparecer en los medios de masas, de la radio a los programas de tertulianos todólogos, es la garantía de que el votante ya tiene una cara conocida a la que encomendarse. Podemos no es un partido de profesores universitarios, sino un grupo político que tiene su campo de juego en los medios y las redes tentaculares a partir de la experiencia que otorga impartir un curso como quien encabeza una asamblea. Veteranía política ninguna, habilidad en el debate parlamentario ausente, preparación en la formulación de proyectos inexistente. Todo se puede driblar en base a dosis de improvisación y tonos destemplados. Agitación y propaganda, se decía en otros tiempos.
Eso orienta sobre el origen del “purgante democrático” o esos “jarabes” de la extorsión que no otra cosa son los escraches o la intimidación que puede inundar las redes que se opongan a las consignas del líder. Está bien todo aquello que pueda hacerse para deteriorar al enemigo, pero es una infamia cuando se sufre en carne propia. La primera piedra del fantasmal edificio de la autosatisfacción se produce cuando la crítica se señala como prueba de una campaña de desinformación, como si la pelea por la realidad se resolviera a cargo de quien la cuenta. Si pierden pie es porque los golpean, no porque se hayan metido en un charco.
Lo más letal del insulto es que forma pareja con su caducidad. ¿Dónde quedó lo del trifachito proclamado en los mítines de Sánchez? Se ha reducido a bifachito y, como suena mal, cabe sustituirlo por el de ultra derecha y ultra ultra derecha. Falta ingenio. Mala cosa cuando los inventores de metáforas sonoras van perdiendo lo que les hacía más singulares: su capacidad de hacer pasar las ocurrencias como si fueran definiciones.
En el fondo del hundimiento de la capacidad para hacer periodismo, y no propaganda, está no sólo la utilización torticera de los fondos públicos, sino en el desprecio que manifiesta un gobierno cuando trata a la prensa como en la procaz agudeza atribuida a la Duquesa de Alba: “Cuando yo termine de hablar, écheles de comer a los periodistas”.