“La falta de atención es una pandemia educativa en toda regla. Por desgracia, ni hay vacuna ni se le espera”.
Esto decía hace pocos días en Twitter un director de escuela pública. Las metáforas desaforadas siguen sustituyendo al análisis reposado en todo lo que tiene que ver con la educación. La falta de atención no es sólo un problema, sino que es una pandemia. Y como no es un problema, no pensamos en posibles soluciones, sino en vacunas metafóricas; es decir, doblemente imposibles.
Los discursos apocalípticos no sirven para nada, aunque la intención sea buena. Es verdad que hay una falta de atención generalizada, que las redes sociales y los dispositivos móviles nos generan una necesidad permanente de estar conectados a todo lo que en realidad no nos importa, y que se ha acelerado el ritmo del día hasta tal punto que con sesenta segundos ya no nos llega para llenar el implacable minuto.
A mediados de año se publicó en España un libro interesante que reflexionaba sobre algunas de estas cuestiones: El valor de la atención, de Johann Hari. Uno de los puntos en los que se centraba el autor era la pérdida de momentos de desconexión en la rutina diaria. Los viajes en tren o autobús ya no nos obligan a pasar treinta minutos, una hora o dos horas y media, simplemente pensando en nuestras cosas, imaginando lo que está por venir o recordando lo que ya fue. Es muy raro que alguien se pase el viaje mirando por la ventana, y si a un viajero se le ocurre intentar entablar conversación con quien tiene al lado, la mayoría de las veces se encontrará con una desagradable indiferencia. No hay tiempo para los tiempos muertos. Siempre hay un podcast que escuchar, cinco conversaciones intrascendentes que mantener en WhatsApp o un infinito scroll al que entregarse en cuerpo y alma. Estar sin hacer nada -estar, simplemente- se ha convertido en una anomalía social. El mundo está lleno de cuerdas de las que tirar, botones que pulsar y estímulos ante los que reaccionar, y la mínima pausa puede hacer que nos perdamos alguna de esas interacciones irrelevantes y automatizadas.
No estamos ante una pandemia, sino ante un cambio masivo y drástico en la forma de dar clase y de tratar a nuestros alumnos
Lo que nos afecta a nosotros afecta también a los alumnos, pero esta es la cuestión clave: les afecta en la misma medida, y por razones parecidas. Los alumnos a los que al parecer les resulta imposible leer un texto en papel durante media hora no son muy distintos a los alumnos de hace treinta años. En el año 2000 no se produjo ninguna mutación masiva y silenciosa que alterase drástica e irrevocablemente el cerebro de los adolescentes. El problema de la atención no se sitúa en el ámbito de la biología, sino en el de la conducta y el del entorno. No estamos ante una pandemia, sino ante un cambio masivo y drástico en la forma de dar clase y de tratar a nuestros alumnos.
Nos quejamos de que no consiguen estar más de cinco minutos haciendo algo, y al mismo tiempo insistimos en cambiar de actividad cada cinco minutos. Hablamos de la saturación de estímulos a la que están expuestos, y al mismo tiempo llenamos la clase de kahoots, gritos, vídeos y trabajos en grupo. Denunciamos el aumento del ruido, y al mismo tiempo ni se nos pasa por la cabeza implantar el silencio en el aula. Es más cómodo decir que en veinte años se ha producido un cambio drástico en el cerebro de los niños que asumir que hemos sido nosotros -los adultos- quienes se han dejado llevar por la pereza, los absurdos ideológicos y las modas pedagógicas.
Hace unos años comenzamos a tratar a los alumnos como a zombis. Empezamos a actuar como si fueran marionetas en manos de unas fuerzas incomprensibles y desconocidas
Los alumnos de hoy son muy parecidos a los alumnos de hace veinte, treinta o cuarenta años. Se aburren de vez en cuando, tienden a esforzarse lo mínimo, les cuesta entender la razón de las normas y aprenden más cuando conectan con el tema y la asignatura. La diferencia no está en ellos, sino en nosotros. Como se aburren, gamificamos las clases. Como tienden a esforzarse poco, rebajamos la exigencia. Cómo les cuesta entender los límites, los difuminamos. Y como aprenden más cuando les interesa la materia, sustituimos la materia por lo que les interesa.
Hace unos años comenzamos a tratar a los alumnos como a zombis. Empezamos a actuar como si fueran marionetas en manos de unas fuerzas incomprensibles y desconocidas. Nos compadecimos, reajustamos los planes y los espacios, nos adaptamos a esa supuesta incapacidad hasta que finalmente se lo creyeron. Las fuerzas incomprensibles y desconocidas éramos nosotros.
Por eso la solución es tan fácil. Consiste en redimensionar el problema y en reconocer lo evidente: los alumnos son perfectamente capaces de leer durante una hora, de establecer conexiones entre asignaturas, de escuchar en silencio cuando toca, de levantar la mano para hablar y de comportarse correctamente. Es decir: son capaces de aprender de los textos y de los profesores.
La cuestión de fondo no es si son capaces de aprender. La cuestión es si la esencia de la educación sigue siendo que los alumnos aprendan, o si la hemos convertido en otra cosa.
Petrarca
Pascal: La infelicidad del ser humano se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación.
Norne Gaest
Existen dos cuestiones diferentes que hay que deslindar. Una es el trastorno crónico llamado TDAH, un déficit de atención que a veces o a menudo está acompañado de hiper actividad, y viceversa. Es un problema que afecta a un porcentaje aproximado del 10 por ciento de los niños. No está bien atendido ni suficientemente valorado en la enseñanza, lo que se traduce en frecuente fracaso escolar. Otro cuestión sería la educación sentimentaloide, facilona y hedonista, que margina unos ingredientes que la educación tradicional ha tenido: el esfuerzo, los contenidos, la memoria. En mi opinión, esta educación es una manifestación más del dominio cultural progre, el cual, como margina a la vez las materias humanísticas (Historia, Filosofía, Religión o Religiones, Literatura, Arte, Sociología, Ciencia Política), crea ciudadanos superficiales y sin sentido patriótico, huérfanos de conocimiento, respeto y valoración de lo heredado. Esto, como dicho dominio cultural se continúa en la educación superior y está omnipresente en los medios de comunicación, explica la renovación del voto "progresista" que produce ejemplares políticos como Zapatero, Sánchez, Iglesias o Yolanda Dior, perdón Díaz y que gobiernen partidos socialistas que no entienden ni aplican las reglas de la democracia. Y ayuda a entender que hoy estemos como estamos hoy en España: en camino de la fragmentación territorial y la dictadura, sin que la mayoría de la sociedad se entere suficientemente y de muestras de reaccionar apropiadamente.
vallecas
Completamente de acuerdo D. Óscar. Ahora solo le queda convencer a los que mandan, a los que han propiciado esto, que están errados. Me refiero al Gobierno, a los Ministras que marcan el paso, a los que desde las instituciones han iniciado esto. Ha llegado a un punto que el profesor que obliga a aprender de memoria la tabla de multiplicar, la reglas gramaticales o los principales ríos de España es un "facha".
riodanubio
Claro. Y donarlo a la UGT y CCOO para que se lo gasten en mariscadas, ¿no?
M-V-P
¿Por qué van a tener que renunciar, porque lo hizo el hermano? pues allá el.